Luz del alma

Nunca me gustó caminar. Me refiero a trasladarme a pie de un lugar a otro. Quizás se deba a que siempre me consideré más un corredor que un caminante. En mis años escolares me destaqué en carreras de larga distancia y alcancé algunos récords. Mi estrategia de carrera era salvaje: escaparme del pelotón al comienzo y liderar la carrera de punta a punta. Como fondista conocí el sabor de llegar antes que otros, de separarme de la masa y quedar doscientos metros adelante, en completa soledad, cargando sobre mis hombros el peso de los perseguidores pero jamás su aliento, porque a menudo el segundo venía muy relegado. 

A caminar aprendí mucho después que a correr, hará cuatro o cinco meses, en un período que coincidió con el tercer embarazo de mi mujer. Es increíble todo lo que se puede descubrir mientras se espera algo. Desconozco el motivo por el cual transité a pie esta víspera y me vi impulsado a salir todos los días de mi casa a vagar sin rumbo fijo, como Forrest Gump pero más lento. 

Con la llegada del bebé, la casa se volvió un espacio más íntimo y silencioso que de costumbre. Cuando todos en mi hogar descansan, cada noche, cerca de las once, emprendo mi paseo. A veces camino por el medio de los desolados empedrados. Encuentro objetos insólitos tirados en el piso, contemplo las ventanas iluminadas, escucho el sonido de los televisores y espanto a más de una comadreja. 

La semana pasada di con una vieja entrevista a Ricardo Mollo, cantante y guitarrista de la banda Divididos, donde se refería al poder de las caminatas en un período en el que su vida estaba llena de preguntas sin responder.  “Tenía que cambiar algo y no encontraba la manera. Caminar empezó a funcionar en el acomodamiento de mis ideas y mi parte emocional. En un viaje a Córdoba caminé treinta y pico de kilómetros desde Capilla del Monte hasta San Marcos Sierras, desde las ocho de la mañana hasta las seis de la tarde. Y me encontré conmigo. Uno está acostumbrado a sentir que está solo, pero en el trayecto de ese viaje me di cuenta de que estaba conmigo, con el tipo que me acompañó durante todo el viaje y con quien la pasé bárbaro. Fue como reconciliarme con un punto. Y luego en otro viaje, durante una caminata hacia el oeste de Tilcara, desde lo alto de una piedra por un segundo me pude ver a mí mismo. ¡Y estaba completamente limpio, no había tomado nada! Fue muy raro, como un punto de iluminación. Terminó de acomodar mi angustia. De toda esa extraña composición química que es un ser humano siento ahora que tengo los líquidos un poco más ordenados. Y los desbordes están ahora en un nivel humano. Tal vez ese momento de felicidad suprema que fue haber sido padre por tercera vez, despierte un punto de sensibilidad diferente. El conectarme con mi hijo recién nacido hace que aparezcan otras cosas”. 

Entonces pienso que puede ser que haya sido mi hijo quien me enseñó a caminar. A mi regreso de cada paseo nocturno, cuando lo levanto de su cuna para calmar el llanto, la canción de Divididos pareciera que me habla directamente. Dice “luz, luz, luz del alma/ soy un hombre que espera el alba”.