Los proyectos antinacionales

Desde hace medio siglo, sucesivos gobiernos vienen fracasando en el intento de crear un país subordinado a designios externos

Hacia fines de la década de 1960 la Argentina, una nación en desarrollo cuyos sueldos y calidad de vida eran comparables a los de las democracias occidentales avanzadas, soportó las más violentas revueltas gremiales y sociales de su historia y la aparición de unas guerrillas urbanas que replicaban sus reivindicaciones “contra la explotación y la dependencia”.

Al promediar la década siguiente, el país, que venía creciendo sostenidamente desde los ‘50, y de manera cada vez más acelerada, sufrió un ajuste económico brutal, patrocinado por su élite empresarial y productiva. Atenaceado por esas dos conductas inexplicables, se precipitó a una decadencia de la que nunca pudo recuperarse.

Detrás de esas acciones suicidas, en uno y otro bando, hubo motivaciones ideológicas: el socialismo marxista de la escuela europea, animado por ritmos caribeños de un lado, y del otro el liberalismo clásico inglés, revitalizado por la sección rítmica de la escuela de Chicago.

Ocurre que la ideología se presenta cuando el pensamiento se retira, y la Argentina había renunciado a pensar. Todos sus envidiables indicadores económicos hasta entrar al último cuarto del siglo pasado habían sido el resultado inercial de la Argentina concebida en el siglo XIX, realizada por la Generación del ‘80 y actualizada por sus militares en la década de 1940 para afrontar el mundo emergente de la posguerra.

La clase dirigente civil permaneció mayormente alejada de esas transformaciones, no entendió su necesidad, y se resintió de los cambios sociales que trajeron consigo, especialmente el reconocimiento de los derechos de los trabajadores, introducido como freno contra el avance de las ideas colectivistas.

Quedó atrapada en un antiperonismo clasista, vulgar y mezquino que dividió al país, y le impidió en lo sucesivo ponerse de acuerdo sobre su inserción productiva y soberana en un mundo que se reconfiguraba aceleradamente al impulso de las revoluciones tecnológicas -en la energía, el transporte y las comunicaciones-, y al amparo de la pax americana.

Ocurre también que la falta de proyecto es como la falta de propósito, de norte, de sentido, y por eso mismo, tanto en lo personal como en lo social, es la madre de todos los vicios: la desidia, la cobardía, la corrupción y, finalmente, la traición.

La élite dirigente argentina había dejado de ser aquella raza erguida con orgullo sobre sus dos piernas, que construyera el país con inteligencia, astucia y coraje, tan dispuesta a conquistar y defender su territorio en el campo de batalla como a dirimir sus divergencias a sablazos, con sacrificio de sus patrimonios y sus vidas. Ahora parecía conducida por el oportunismo y restringida por la cortedad de miras.

Tanto como fue incapaz de concebir un proyecto nacional para incorporar el país a un mundo cambiante, la dirigencia argentina ha sido pertinaz en el intento de instalar proyectos antinacionales, de cualquier signo, definidos en el exterior por otras personas y con ajenas intenciones. Esos proyectos aparecieron en dos fragancias: liberales y progresistas. No tienen que ver con el liberalismo ni con el progresismo como los definiría un diccionario: se trata simplemente de nombres de fantasía con los que el poder financiero internacional identifica las vías que utiliza para someter a las naciones y acomodar el mundo a sus designios.

Esas vías son convergentes en sus efectos. La fragancia liberal pone el acento en la economía y apunta a ordenar los recursos naturales y humanos de un país, su estructura productiva y su distribución de tareas según los intereses globales del capital financiero; la fragancia progresista pone el acento en lo social y cultural, y se propone por un lado borrar toda identidad política, histórica, religiosa, o étnica, y por el otro acomodar la demografía, las instituciones de gobierno, los derechos y las libertades, todo para debilitar o eliminar cualquier interferencia, otra vez, con los intereses globales del capital financiero.

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El violento ajuste conocido como “Rodrigazo” -devaluación, aumento de precios y tarifas, y virtual congelamiento del salario- fue en 1975 una especie de ensayo general, pero a partir del año siguiente se puso en marcha en serio el proceso de vaciamiento de la Argentina, una destrucción secuencial de todo lo construido hasta entonces en el marco de proyectos nacionales que habían sido pensados para una nación soberana, de modo tal que su gente encontrara en ella las herramientas y el ambiente adecuados para formar sus familias, desarrollar sus capacidades, perseguir sus ambiciones, y hacerlo en paz y felicidad.

Esa destrucción fue secuencial no porque hubiese sido planeada así, sino porque tropezó una y otra vez con la resistencia política de una población que creía en el país que se le había prometido y, tal como le habían enseñado sus mayores, se deslomaba trabajando en exceso, contra toda lógica, empecinadamente, para hacer realidad sus sueños y construir lo propio. Y con lo propio, lo de todos.

Tato Bores tuvo alguna vez en su programa de televisión un pasaje reiterado semana a semana en el que unas personas levantaban una pared por un extremo, y otras la derribaban por el otro: la trágica realidad argentina desde 1976.

Fueron promotores de proyectos antinacionales con perfume liberal la dictadura militar y José Martínez de Hoz en los ‘70 (con Kissinger y Rockefeller), Carlos Menem y Domingo Cavallo en los ‘90 (con Bush y Brady), y Javier Milei y Luis Caputo (con Trump y Netanyahu) en la actualidad. El proyecto antinacional con olor a progresismo estuvo a cargo de Néstor y Cristina Kirchner en los 2000 y 2010 (con Lula y Chavez).

La gestión de Martínez de Hoz -bajo la guía de Ricardo Zinn, fanático de los ritmos de la escuela de Chicago y cerebro del “Rodrigazo” de 1975- estableció el modelo para los proyectos antinacionales liberales: además de un decidido respaldo de los Estados Unidos, todos incluyeron un fuerte endeudamiento externo, dólar barato, apertura económica, destrucción de la capacidad productiva nacional, paralización o cancelación de los desarrollos tecnológicos más avanzados, desnacionalización de empresas, pérdida de empleos de calidad y empobrecimiento y degradación social en términos de educación, salud, alimentación y seguridad.

Cada promotor dejó su sello personal, acentuando tal o cual aspecto: Martínez de Hoz sembró la semilla del endeudamiento que hoy nos asfixia, arruinó YPF e inició la desindustrialización; Menem remató las empresas estatales, paralizó el Plan Nuclear y canceló el misil Cóndor, terminó de liquidar el transporte ferroviario, fluvial y marítimo, y eliminó la educación técnica; Milei por su parte ha multiplicado el endeudamiento y otorgado al extranjero privilegios que niega al argentino, mientras aniquila los restos del sistema estatal de promoción social, asesoramiento tecnológico e investigación y desarrollo en tecnologías de punta.

En la secuencia de proyectos antinacionales, el kirchnerismo encaja con vigor inusitado pero como una anomalía. Obró en función de los mismos intereses ajenos -que aprovecharon para comprar barato todo lo que sus políticas arruinaban-, pero con otros socios, y con otra oferta, necesariamente opuesta a la que había colapsado en el 2001.

Abrevó en la izquierda infiltrada en el peronismo, resentida desde su fracaso en los ‘70; compró a libro cerrado la agenda completa del globalismo (Agenda 2030), y copió del menemismo la corrupción como forma de construir poder.

Del consenso de Washington se pasó al Foro de San Pablo, un invento de Lula para que la Patria Grande solventara (nosotros) y sostuviera políticamente (el resto) el crecimiento de Brasil, convencidos todos de ser parte de una gran gesta latinoamericana en la senda de Fidel y el Che. (Cristina, alentada por Chávez, fue particularmente sensible a esa clase de ensoñaciones).

El kirchnerismo sustituyó además el imposible endeudamiento por la emisión, y le quitó la renta al campo para despilfarrarla en reestatizaciones (YPF, Aerolíneas, AFJP), ejecutadas de manera tan imprudente y poco inteligente que parecieron mal hechas a propósito.

Pero la acción más nociva del kirchnerismo en la secuencia de proyectos antinacionales -y condición de posibilidad del mileísmo- fue en el terreno simbólico: completó la tarea ya iniciada por Menem de vaciar al peronismo de su doctrina histórica y colocó en su lugar una mezcla de clientelismo político, Agenda 2030 y cotillón derechohumanista; con esos ingredientes corrompió todo lo que tocó: la educación, la música, la memoria histórica, el cine, la organización política y social, la familia, y todos los valores asociados al trabajo.

Al kirchnerismo debemos el matrimonio homosexual y las aberraciones de la educación sexual integral, así como la promoción de las “minorías con derechos”, algo inspirado en la Agenda 2030, orientado a crear divisiones y enfrentamientos, y absolutamente contrario a las tradiciones y sentimientos de una sociedad de matriz católica y civismo inclusivo, tolerante, y apegado a una identidad nacional más profunda y resistente de lo que se cree. Se trata de formas de debilitar a una sociedad, concebidas en el exterior, para controlarla después más fácilmente.

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Incapaces de concebir un futuro soberano, pensando siempre en términos de vasallaje respecto de algún otro centro de poder, los proyectos antinacionales no pueden imaginar siquiera cuál debería ser el lugar de la Argentina en el mundo, cómo debería relacionarse con los demás países, y cuáles podrían ser las hipótesis de conflicto eventualmente generadas a partir de esa toma de posición. Es por eso que ninguno de esos proyectos antinacionales supo darse una política de defensa, ni entrenar y equipar a sus fuerzas armadas para asumir las responsabilidades necesarias. Tampoco le interesó hacerlo.

Del mismo modo, ninguno de los proyectos antinacionales, en cualquiera de sus dos perfumes -unos invocando los imprescindibles ajustes, otros por impericia o corrupción-, se ocupó de esa parte del Estado que los proyectos nacionales habían consagrado al desarrollo humano: atención sanitaria, educación eficaz en todos los niveles, seguridad, cuidado de los desvalidos y desamparados por cualquier razón, jubilaciones y atención de la discapacidad, centros vacacionales y de recreación, infraestructura urbana, transporte, vivienda social de calidad.

Todos contribuyeron a disolver la identidad y deformar el orgullo nacional hasta convertirlo en un patrioterismo de tribuna, bien representado por ese recorte gutural del himno que se vocifera en los partidos de fútbol, o disolverlo en los colores primarios del indigenismo o la supina tontería de la Patria Grande.

Ninguno de los proyectos antinacionales ha promovido el conocimiento de la historia y de sus héroes, y el respeto de los símbolos patrios; todos han distorsionado o desestimado la gesta de Malvinas, han descuidado el culto de las tradiciones, han menospreciado o recortado ideológicamente la cultura nacional.

Unos y otros promovieron además no sólo el éxodo de talentos -científicos, técnicos y profesionales- sino también el de una legión de personas de clase media, no profesionales pero sí emprendedoras, talentosas, creativas, perseverantes que supieron hacerse un lugar en países difíciles, cuando no hostiles, y cuyas historias de éxito leemos hoy en los diarios. Lo que no leemos es el dolor de las familias quebradas, dispersas, desarraigadas y la pérdida difícilmente cuantificable que su ausencia significa para el país.

En 1975, la tasa de natalidad era de 24,93 niños por cada mil habitantes, y la tasa de fecundidad, de 3,27 hijos por mujer. En 2023 sólo nacieron 11,06 niños por cada mil habitantes, y la tasa de fecundidad se redujo a menos de la mitad, 1,33 niños por mujer. La tasa de reemplazo es de 2,1 hijos por mujer, lo que quiere decir que nos estamos despoblando.

Los proyectos antinacionales proponen compensar la emigración de talentos y voluntades, y la caída de la natalidad, alentando la inmigración no calificada y desposeída proveniente países vecinos, o de zonas en conflicto en Asia y África, según los designios del globalismo.

El urbanismo de los proyectos nacionales proponía una sociedad abierta e inclusiva: ahí están la belleza arquitectónica de la costanera porteña o de la rambla marplatense, el diseño de los grandes parques urbanos en todo el país, los barrios con identidad reconocible para una ciudadanía en movimiento.

Los proyectos antinacionales -con sus autopistas, sus barrios cerrados, sus centros comerciales donde no entra la luz del sol, sus guardias de seguridad y sus alarmas- promueven el temor, la desconfianza, la idea de una sociedad partida en dos, cristalizada, de límites infranqueables.

Una sociedad partida en dos implica naturalmente la defunción de la clase media, agonizante desde 1976, cuando se inició la secuencia de proyectos antinacionales. Enferma de antiperonismo -mal virósico cuyo sarpullido interpretó como distinción de clase-, apoyó con sus menguantes fuerzas y sin leer la letra chica a cuanto político le prometió poner a la gentuza en su lugar, y así decidió su suerte.

Ahora le espera alguno de estos tres destinos: los más afortunados lograrán acomodarse en algún edificio con amenities, los más talentosos o emprendedores buscarán fortuna fuera del país, y el resto irá a fundirse en un abrazo con la chusma tan temida.

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Los gobiernos que alentaron y promovieron los proyectos antinacionales, en cualquiera de sus sabores, terminaron mal, fuese por los callejones económicos sin salida en los que se encerraron en un caso, fuese por la agobiante metralla ideológica disparada en el otro para esconder una corruptela generalizada. Los sucedieron gobiernos “reparadores”, que nunca alteraron el modelo fracasado sino que lo revistieron de pretendida dignidad, adelantando su tarea destructiva de la Nación por caminos alternativos pero conducentes al mismo fin.

Alfonsín “reparó” los daños de las juntas militares invocando el Preámbulo, iniciando el proceso de desmalvinización, acentuando el desprestigio de las fuerzas al confundir las conductas expuestas en el juicio con la institución armada, poniendo en marcha la destrucción de la educación pública, agravando el problema de la deuda y continuando el embate contra la producción nacional con la creación del Mercosur, cuya administración irresponsable cuando no traidora terminaría favoreciendo a Brasil en todos los frentes -industrial, comercial y agropecuario- a expensas del interés nacional.

De la Rúa “reparó” los perfiles más odiosos del menemismo con la bandera de la decencia, opuesta a la corrupción rampante durante el gobierno del riojano, pero sostuvo sus mismas políticas económicas, incluyendo el dólar barato, con los efectos conocidos, al tiempo que acentuó la dimensión del endeudamiento al contraer nuevos préstamos y renegociar los existentes.

Macri “reparó” la corruptela guaranga del kirchnerismo amparando negociados de guante blanco y montando escenografías al gusto de los lectores de la revista Caras, fortaleció la estructura gerencial de la pobreza heredada también de los Kirchner, no resolvió ninguno de los problemas estructurales de la economía y endeudó al país en proporciones inéditas, al tiempo que defendió sus causas y acosó a rivales políticos, personales o familiares operando sobre la justicia y los servicios de inteligencia. Al macrismo -cuya adhesión a la Agenda 2030 fue la envidia del kirchnerismo-, le debemos la ley de vacunación obligatoria y el proyecto original de legalización del aborto.

¿Qué hará el gobierno al que le toque “reparar” lo hecho por Milei, si su economía sin plan fracasa y tal reparación fuera posible? No lo sabemos, pero se advierte un patrón: a cada crisis del proyecto antinacional liberal le siguió un manotazo sobre el ahorro privado -devaluación y Plan Bonex después de Martínez de Hoz, devaluación y pesificación después de la convertibilidad de Cavallo-; ese momento crucial cuya inminencia ya todos saben olfatear, cuando no queda otra opción que proteger el patrimonio y apretar los dientes.

* Periodista. Editor del sitio gauchomalo.com.ar