El latido de la cultura

Los no lugares

­La banquina desolada de una ruta provincial; la cafetería de un aeropuerto, atestada de turistas que esperan el anuncio de su vuelo; la habitación ocasional de un hotel de viajantes en medio de la nada; los bancos de madera de una estación terminal de micros; la franja de pasto que separa el pavimento de una autopista del ripio de la colectora; el estacionamiento de un local de comida rápida o de un centro comercial.

El concepto de no-lugares se utiliza en sociología y en antropología cultural para describir los espacios, básicamente urbanos e impersonales, de circulación, de consumo y de comunicación anónima, propios de nuestra contemporaneidad.

Si antropológicamente hablando un lugar puede definirse como un ámbito de identidad, relacional e histórico, la negación de estas características será lo que definirá un no-lugar.

Según el antropólogo francés Marc Augé -a quien se le atribuye haber acuñado el término-, el concepto se emplea para describir aquellos lugares de transitoriedad que no alcanzan la importancia necesaria para ser considerados como lugares.

Para el filósofo polaco Zygmunt Bauman los no-lugares designan ``realidades complementarias pero distintas a los espacios construidos en relación con ciertos fines y la relación que los individuos mantienen con estos espacios''.

TRIBUS

Durante varias décadas los no-lugares fueron el lugar elegido por las llamadas ``tribus urbanas''. Estas subculturas encierran una singular paradoja: que en medio de capitales superpobladas haya espacio para la más primitiva de las formas de asociación: la tribu. De impronta contracultural, suelen recluirse en los márgenes, por lo que los no-lugares son los sitios preferidos para sus reuniones. Los floggers, por ejemplo, solían reunirse en las escalinatas del shopping del Abasto, en tanto que los skaters se dan cita en estacionamientos abandonados.

En uno de los ensayos de su libro `Fuga de materiales', el escritor Martín Kohan ofrece una particular mirada sobre los albergues transitorios. Kohan reconoce a estos hoteles de paso como unos de los pocos sitios de Buenos Aires que permiten a las parejas estar aisladas por tres o cuatro horas, lejos de todas las distracciones que existen en el ámbito doméstico o el mundo laboral. Los albergues como no-lugares: refugios contra el asedio de la interrupción, donde se va predispuesto a encerrarse, a consumar un acto de intimidad muy grande, tal vez el más íntimo de todos.

Me he preguntado varias veces por qué los no-lugares, emplazamientos desprovistos de toda carga identitaria, me generan tanta curiosidad y fascinación. Quizás se deba a que cuando los habito, al asignarles un sentido los desnaturalizo, convirtiéndolos así en lugares.

Los domingos, por ejemplo, madrugo sólo para levantar mi desayuno por la ventanilla de un local de comida rápida. Mientras, lacónico, bebo mi café, por el espejo retrovisor soy testigo del desfile de adolescentes que regresan de su ronda nocturna o de los trabajadores cuyos francos no coinciden con el fin de semana.

Durante años visité todos los viernes la cafetería de Aeroparque. Me sentaba en una mesa, pedía un refresco y escribía acerca de lo que veía a mi alrededor: ríos de gente caminando por pasillos anónimos o sosteniendo esas conversaciones insólitas que solamente se dan las salas de espera o en los salones de pre-embarque de aeropuertos o estaciones terminales, esos lugares donde alguien o algo siempre se termina.