El presidente Milei, desde que era candidato, ha propuesto remover la infinidad de trabas burocráticas que pesan sobre la sociedad argentina demorando, cuando no impidiendo, su espontánea tendencia al progreso.
En esa tarea, pone el acento en las de índole económica, entre las cuales sobran las innecesarias. En la medida en la que lo logre, su éxito será reconocido, aunque posiblemente no en los próximos comicios. Porque un país kafkiano asfixia a todos, cualquiera que sea su color político.
Y aquí nos aproximamos al punto de hoy. Si una telaraña de normas superfluas pesa sobre nosotros, es porque alguien las impone. Ese alguien son los políticos que nos representan, aunque esto sea sólo un modo de decir.
Es que estamos atrapados por un monopolio y por las listas sábanas que éste nos impone. Que las candidaturas no son espontáneas, lo sabemos todos. Que se cocinan en los recovecos de los comités, también. Pero suele olvidarse donde anida el huevo de la serpiente.
Es en el Estatuto de los Partidos Políticos, ley 23.298, cuyo artículo 2 dice que: “Les incumbe, en forma exclusiva, la nominación de candidatos para cargos públicos electivos”. Bien. Es más digerible que diga que les compete “…en forma exclusiva la nominación de candidatos”. Porque sería muy crudo que dijera sin tapujos que les otorga el monopolio de las candidaturas.
Alguien podría observar que, siendo varios los partidos, estaríamos, en realidad, ante un oligopolio. A lo cual, con algo de humor y mucho de realidad, se puede responder que es un monopolio concedido al sindicato de los partidos políticos. Gremio de férrea unidad, cada vez que se trata esta cuestión.
La ley citada es de 1985. Pero no hace más que repetir lo que decía el mismo Estatuto en su redacción original, dada por la ley 22.627, dictada en agosto 1982, por el gobierno militar. El cual, en su desbandada post Malvinas, se refugiaba en la seguridad de los partidos preexistentes, con los cuales nunca perdió contacto. Porque recelaba de la aparición de alguno distinto, que encauzara el descontento patriótico que generó ese fracaso.
En el desprestigio más profundo
En nuestro país, los partidos yacen en el desprestigio más profundo. A la sociedad sólo le dirigen discursos electorales, pero no tienen con ella vasos comunicantes. Abroquelados entre sí, “somos nosotros y ninguno más”, cada día están más distantes de la gente. Así es que no vacilan en definirse a sí mismos como “la clase política”.
Contradicción absoluta: los partidos pueden y deben representar a distintos sectores sociales, pero no constituir ellos mismos una clase. Porque una clase tiene sus propios intereses y necesariamente ha de priorizar sus propios intereses por sobre los intereses generales. Y esto lo vemos todos los días, no sólo en materia de dietas, de viáticos o de jubilaciones de privilegio.
La lista sábana, hecha a dedo por los caciques partidarios, es el complemento necesario de dicho monopolio. En ellas, cocinadas en las trastiendas de los partidos, viene de todo menos lo adecuado. Diría Lilita, que, en ese listado, todos los gatos son pardos.
Para que la representación del pueblo sea genuina, el monopolio que instaura esa ley -que angosta lo que prescribe la Constitución- debe derogarse. Y la elección de legisladores debe hacerse por distritos, de modo tal que el candidato dé cara su electorado, explicando lo que se propone hacer desde su banca. Bastando, además, para postularse, la adhesión de un número razonable, no limitante, de sufragantes del distrito del que se trate.
No basta con pregonar la libertad. Hay que practicarla y particularmente cuando se trata de que el pueblo exprese su voluntad. Un liberal de fuste, John Stuart Mill, que debería ser del agrado de Milei, alertó en el siglo XIX sobre el problema del que hoy nos ocupamos. Dijo así:
“No necesitamos suponer que cuando el poder reside en una clase exclusiva, esa clase sacrificará a las otras en beneficio suyo, a sabiendas y deliberadamente”.
Es lo que sucede hoy con nuestra clase política. Si no la privamos de sus monopolios y de sus listas cocinadas en los hornos partidarios, vamos a seguir igual. Para cambiar, hay que empezar por ahí. Lo demás, vendrá por añadidura.
