Las emociones negativas y su encantamiento: la furia como estructura

Veíamos en la nota precedente (“El encanto de los recuerdos negativos”) cómo, en muchos casos las emociones negativas son, en lugar de controladas, atesoradas. Las emociones negativas recordemos, son aquellas que en lugar de ayudarnos a adaptarnos a la realidad, la distorsionan y nos dejan paralizados en nuestra capacidad de pensar, vincularnos y crear, rumiando en el rencor, el miedo o la humillación. Entre ellas está centralmente la ira que le hace decir a Séneca:
“Me exigiste, caro Novato, que te escribiese acerca de la manera de dominar la ira, y creo que, no sin causa, temes muy principalmente a esta pasión, que es la más sombría y desenfrenada de todas” (De La Ira)
Atesorar recuerdos y emociones negativas que guardamos con mucho cuidado, ya era claro desde hace siglos que implicaba un estado de distorsión mental que hoy llamamos en las ciencias cognitivas, distorsión o sesgo cognitivo. Nuestra percepción alterada de la realidad aún sin ser un estado de pérdida de contacto con la realidad, implica la asociación con una emoción negativa y esa asociación es claramente disfuncional.
En estos días en las noticias vemos escenas que, si bien no son nuevas, ilustran una escalada en esa emoción destructora. Son escenas que se repiten con tanta frecuencia que se han vuelto normales. Una madre que irrumpe a los gritos y golpes en la escuela porque sancionaron a su hijo. Un padre que amenaza a un docente delante de toda la clase. Adolescentes que organizan peleas, las filman y las suben a redes como si fueran profesionales creadores de contenido.
Detrás de estos “casos aislados o excepcionales”, vemos la consolidación de la furia como modelo de pensamiento y también como nuevo lenguaje social. No sólo reaccionamos con furia, sino que pensamos desde ese constructo mental. Los esquemas cognitivos, son aquellos que estructuran al ser y validan todo un funcionamiento, somos o actuamos como pensamos y vemos nuestro medio. Ese marco define la forma en que percibimos, interpretamos y respondemos al mundo. Es ahí donde el atesorar esos recuerdos y emociones negativas, aun cuando pueden dar la sensación de identidad se transforman en un serio problema, que nos permite entender la escalada de violencia.
Planteábamos previamente, cómo ciertas emociones negativas se convierten en núcleo identitario: nos definimos por la herida, por lo que nos hicieron, por el agravio que nos justifica, todo ello aun cuando sea nuestra visión y no la realidad. 
Esa descarga de la furia es también la que describe el Premio Nobel de Literatura  1981 Elías Canetti, en ‘Masa y poder’, como aquel instante en que la masa deja de ser una simple aglomeración y se convierte en un cuerpo único, donde las diferencias individuales se disuelven y todos se sienten iguales. La descarga proporciona el alivio de fundirse en la masa y así adquirir existencia. La descripción de Canetti, como ocurre con otros escritores, es de una profundidad psicológica apasionante. Describe el aspecto adictivo de la descarga en la que el individuo, que venía cargando su miedo, frustración y resentimiento en soledad, de pronto encuentra pares con los que se identifica. Allí puede liberarse de su aislamiento, del temor al contacto, de la vergüenza que le provoca su propia emoción. Por un momento, insultar, empujar, agredir deja de ser inaceptable y se vuelve legítimo, genera pertenencia a un núcleo en el que incluso es celebrado. 
Un autor que se ha puesto de moda en nuestro país en base a la pertinencia de su mirada al aplicarla a nuestra sociedad actual, Giuliano Da Empoli, en Los ingenieros del caos, (o de la rabia quizás), muestra el reverso de este fenómeno: ya no se trata sólo de masas espontáneas, sino la gestión de esa emoción. 
Da Empoli, describe cómo ciertos líderes y consultores entendieron que la ira social es el combustible más barato y disponible de la era digital y aprendieron a convertirla en votos, clics y por ende en poder. 
Esos “depredadores políticos”, como los llama en un libro reciente, no necesitan una argumentación sólida; sino que necesitan espectáculo, contradicción, conflicto permanente, paneles mediáticos en que el grito y la argumentación sean “ad hominem”, y lo emocional, la furia, se imponga a cualquier atisbo de razón, ya que lo importante no es tener razón, sino ocupar toda la escena. 
Esa escena mediática tiene consecuencias directas en la salud mental de millones de personas, ya que al modelar la cognición valida esa modalidad violenta de conflicto como argumento y genera comportamiento de imitación. 
Si el mensaje dominante es que el mundo está dividido entre aliados, incondicionales claro y enemigos, que toda diferencia es humillación y que la única respuesta válida que permitirá la subsistencia emocional, psíquica incluso, es la agresión, no debe sorprender que muchos acaben adoptando la furia como hábito mental. 
La psicología cognitiva lleva décadas describiendo las llamadas distorsiones cognitivas: atajos mentales que nos permiten simplificar la realidad, pero a costa de distorsionarla. En un contexto de furia social, esas distorsiones se vuelven sistema operativo. Algunas de las más frecuentes, tanto en la clínica como en la vida pública, son el pensamiento dicotómico: todo es blanco o negro, amigo o enemigo, víctima o victimario No hay matices ni zonas intermedias. 
Otra es la personalización: todo lo que ocurre se vive como un ataque directo, personalizado, “me lo hacen a mí”. En una distorsión conocida como lectura de mente: se atribuyen intenciones sin evidencia (“quieren arruinar a mi hijo”). Hay varias más, pero como ejemplo pongamos la sobregeneralización, en donde de la interpretación de un episodio se extrae una regla definitiva (“los docentes no sirven”, “nadie respeta nada”), que justifica en todos los casos la violencia la ira como repuesta valida. El resultado es una mente que vive en estado de hipervigilancia emocional donde todo puede desencadenar la respuesta del llamado “día de furia”. 
Así, un estímulo mínimo puede ser vivido como trascendental y ante el cual no existe otra respuesta posible, ya que lo contrario significaría que permite que otra vez lo están pisoteando en ese mundo hostil, injusto y humillante. Es interesante que otros autores actuales abordan el tema de manera directa. Así, el sociólogo francés François Dubet, nos habla de la sociedad de la colera (`une société de la colère’) en un libro con un título que también señala el camino de la causa de esa emoción en otra, la tristeza: “Le temps des passions tristes” (2019). 
También en 2019 otra socióloga, la alemana Cornelia Koppetsch publicó la “Sociedad de la ira” obra citada en el interesante trabajo “Sobre la dimensión política del resentimiento”.
Este “nuevo sujeto social” objeto de estudio, entre todos estos autores, es uno que se siente permanentemente herido por lo que le hicieron, lo que no le dieron, lo que le negaron. Vive en estado de hipersensibilidad constante: percibe agravios donde a veces sólo hay diferencias o límites. Se informa, expresa e identifica en entornos y referentes donde la furia es premiada como son las redes que multiplican la indignación, donde hay otro que agredirá y eso permite mi ira reprimida. Byung-Chul Han si bien no habla de una sociedad de la cólera la llama la sociedad de la indignación y con la necesidad de la exposición constante.
Esto mismo en realidad muestra su necesidad de ser parte de alguna masa digital o física que le permita la descarga: una hinchada, un movimiento, un grupo de chat, unos haters que validen el odio y expresiones hasta hace poco seriamente condenadas por la sociedad. Usar la estigmatización por la salud mental o la animalización pasa a ser moneda corriente y de ser objeto de vergüenza pasó a ser de pertenencia.  
Muy habitualmente la pregunta es qué patología tiene alguien que muestra estos comportamientos y desde ya desde la psiquiatría clínica podríamos referir un catálogo de trastornos de conducta, cuadros impulsivos, trastornos de la personalidad o comorbilidades con consumo de sustancias. Esto sería posiblemente correcto pero en su recorte de la realidad una visión escotomizada del todo, donde perdemos de vista algo mucho más amplio y profundo. 
La furia no es solamente un síntoma individual; es un idioma colectivo que se aprende observando a los adultos, a los líderes y a los algoritmos.
Cada época produce sus propias formas de subjetividad. Hubo un tiempo en que el ideal era el ciudadano racional, luego el consumidor satisfecho, hoy, todo indica que estamos fabricando al indignado permanente: alguien que necesita sentirse ofendido para sentirse vivo. Si aceptamos este diagnóstico, la salida no puede ser únicamente penal ni únicamente terapéutica. No basta con más denuncias ni con más psicofármacos, ni soluciones parciales como la propuesta de bajar la edad de imputabilidad. A modo de ejemplo, señalar esto generó que en una red social se me tildara de “defensor de delincuentes juveniles”, de “Kukaracha”, quizás una referencia a Gregorio Samsa o por la K a Kafka. De nada serviría una respuesta racional ya que el objeto es existir en la destrucción del otro. La furia como nuevo lenguaje social no es un destino inevitable, pero sí es el resultado lógico de los modelos que nos proponen. 
Mientras los ingenieros del caos sigan capitalizando la bronca y las masas encuentren alivio sólo en la descarga, seguiremos viviendo en una cultura donde el comentario mínimo puede convertirse, en segundos, en estallido.
El desafío, social, clínico, educativo, político y filosófico, es deconstruir ese sujeto que necesita sentirse eternamente herido para sentirse real. Ese, tal vez, sea el verdadero trabajo de una sociedad que quiera ser algo más que el escenario de su propia rabia.
Por último, mientras las cámaras multiplican escenas de ‘días de furia y parece ser nuestra única realidad, mañana es el de Inmaculada Concepción de la Virgen María. Más allá de las creencias, es una figura que encarna algo que nuestra sociedad parece haber olvidado, el arquetipo de la madre en su aspecto positivo, la posibilidad de contener, acompañar y poner límites sin recurrir a la humillación ni al grito. Cuando lo materno, en sentido simbólico, se vuelve ausente, la furia ocupa su lugar. Quizás alguno de los caminos estará en examinar estos arquetipos colectivos.