Las derechas y los desafíos de la educación

No se observa en el gobierno libertario una propuesta cultural y educativa, algo que sí tenía en claro la Generación del Ochenta.

Por Pablo Martínez Astorino

Durante la primera presidencia de Julio Argentino Roca (1880-1886), las ideas de Sarmiento sobre la educación se ven materializadas en el Primer Congreso Pedagógico, que derivará en la sanción de la Ley 1420 de enseñanza obligatoria y laica.
Aunque un punto central del debate residió en la influencia de la Iglesia Católica, hasta ese momento a cargo de la educación, en el sistema educativo nacional, las ideas más medulares fueron proponer a la ola inmigratoria que llegaba al país un modelo nacional igualador que funcionara como una suerte de religión laica de formación ciudadana y fomentar el vínculo de la educación con el mundo del trabajo, vínculo que Roca veía como una herramienta indispensable para asegurar el progreso económico del país.
El éxito de esta reforma se midió en el crecimiento de la cantidad de alumnos y de maestros en el sistema educativo y en la rápida consolidación de la Argentina como un país ampliamente alfabetizado en el contexto mundial.
En su segundo gobierno (1898-1904), Roca intentó reforzar el carácter pragmático del sistema educativo con una reforma que promoviera la transformación de los colegios nacionales en colegios industriales y agrícolas, pero fracasó porque su propuesta no logró convencer a sectores que defendían la impronta mitrista de una educación con influencia francesa más centrada en las humanidades y en un cierto enciclopedismo.

MODELO EDUCATIVO
Si bien los economistas liberales suelen encontrar en este fracaso una de las causas del naufragio económico argentino, podría decirse que esa configuración del modelo educativo, basado en una enseñanza primaria gratuita y obligatoria junto con una educación secundaria que, aunque no incluía de manera masiva la enseñanza de las Clásicas, latín y griego, había incorporado programas en los que eran tratados de manera completa la historia, la geografía, la filosofía y las literaturas de Occidente, fue la que, con algunas variaciones y simplificaciones, llegó al comienzo de nuestra renaciente democracia en diciembre de 1983.
En lo que respecta a la universidad, probablemente hayan sido dos hitos significativos la Reforma universitaria de 1918, que dio autonomía (particularmente libertad de cátedra) a las universidades, y la gratuidad, obtenida en 1949 durante el primer peronismo.
Esto último contradecía las ideas de Sarmiento, quien pensaba que no era necesario que se subsidiaran las élites, porque normalmente en un país con desarrollo éstas florecían más o menos autónomamente, pero en la práctica hizo posible que la formación de un ciudadano medio argentino se elevara por sobre la media de la región.
De esa primera configuración podría concluirse que la derecha liberal de aquel entonces fue muy consciente de la importancia de la educación en una sociedad, por lo que decidió que fuera gratuita y obligatoria, al menos en su forma elemental, y que, aunque en un principio la ligó especialmente al aspecto laboral, finalmente comprendió que implicaba otros aspectos y, de este modo, sentó las bases del que fue durante décadas, también por la larga crisis española, el país más culto de habla hispana.

EL DESAFÍO DE LA NUEVA DEMOCRACIA
En 1983 la Argentina se encuentra con un desafío importante: restablecer el orden institucional de manera sólida tras más de cincuenta años de golpes militares, uno de los cuales, el de 1943, había dado lugar a la instauración de un nuevo movimiento político. Sin embargo, esta vocación transformadora terminó invadiendo un campo en el cual la Argentina no tenía un problema grave: el campo educativo. Su problema, en ese ámbito, radicaba en la baja matrícula de la escuela secundaria y en que los graduados universitarios, sobre todo en carreras técnicas y científicas, no eran suficientes.
Aunque una Argentina que había estado a la vanguardia en alfabetización a principios del siglo XX ahora no parecía mostrar números tan revolucionarios, la alfabetización era alta y el sistema educativo, superior al del resto de la América Latina, con la excepción de Cuba o Uruguay.
Sorprende entonces que, desde ese momento, corrientes como el constructivismo hayan penetrado en los institutos y las universidades para lograr que, cuarenta años después, el proceso de alfabetización en la Argentina se viera claramente en riesgo, como lo han demostrado especialistas como Claudia Peiró y Ana Borzone, entre otros. Por otro lado, aunque la reforma educativa puesta en marcha en 1997 mediante la Ley Federal de Educación, que tuvo como base el Congreso Pedagógico de 1988, proponía adecuar la educación a las exigencias de la época, en la práctica resultó en una destrucción de la educación secundaria, algo que no fue resuelto de manera satisfactoria en posteriores reformas de los gobiernos kirchneristas.
En un corto período de tiempo se hizo añicos un sistema que ya mostraba fallas pero que había sido exitoso por décadas y se lo sustituyó por otro ineficaz. Asimismo, desde 2001 en adelante, lo que desde 1983 se pensó como la restauración de un derecho en gran medida perdido, el derecho de huelga, comenzó a naturalizarse en provincias como Buenos Aires y a adquirir el carácter de práctica inherente a la profesión docente, combinada con una turbia asignación de licencias médicas que sólo fue puesta en tela de juicio durante la gobernación de María Eugenia Vidal. Desde entonces, la caída de los niveles educativos argentinos en cualquier ranking nacional, regional o internacional se ha mostrado como pavorosamente trágica y exige una autocrítica, un examen y un proyecto de cambio.

DE CAMBIEMOS A MILEI
Aunque Cambiemos llegó con la propuesta de volver a las mediciones, como lo demuestran su compromiso con las pruebas Aprender y su regreso a PISA, causó sorpresa, en ámbitos especializados de la educación, cuando un ministro que se había formado para encarar cierto proceso de reforma, Esteban Bullrich, fue elegido como candidato a senador por la provincia de Buenos Aires en las elecciones legislativas de 2017. Tal decisión confirmó una tendencia que hasta el momento parece ser una característica de todos los gobiernos desde el retorno de la democracia: el desinterés por la educación formal.
Milei llega al gobierno con una propuesta político-económica revolucionaria, porque supone un regreso a esa primera época de la organización nacional, conformada por la Generación del Ochenta. Como esa generación, reivindica una derecha liberal en términos económicos. También, sobre todo en la figura de su vicepresidente, reivindica las Fuerzas Armadas, aspecto que, si bien puede sonar polémico con el prisma de la historia argentina reciente, puede tener como objetivo quizás restaurar el valor profesional de las Fuerzas Armadas previas a su injerencia política en los golpes militares. Aun si creyéramos en que esa restauración total de las Fuerzas Armadas constitucionales, podría decirse, es su pretensión auténtica, la sensibilidad en relación con el tema no la vuelve fácil.
Por último, parece haber también en el gobierno una reivindicación de una cierta derecha moral, que rescata la importancia de la familia y que, en ese sentido, se contrapone al progresismo, que sostiene políticas como el aborto o la ideología de género en las escuelas y una perspectiva ideológica de la enseñanza que sus adversarios denominan “adoctrinamiento escolar”.
Sin embargo, lo que tampoco se ve en Milei y en sus allegados, como no se veía en Macri y los suyos, es una propuesta cultural y educativa, algo que sí tenía en claro esa primera derecha de la Generación del Ochenta. En esa materia, La Libertad Avanza parece definirse de manera negativa: está más claro qué es lo que no quiere, a saber, una educación ideologizada, politizada, sindicalizada y de raigambre progresista en temas sexuales y sociales, que lo que defiende.
Es dable pensar que un partido libertario podría tener el derecho de no proponer nada acerca de la educación y la cultura y dejar que la sociedad decida; sin embargo, si se decide que la educación sea una de las pocas actividades, junto con la justicia, la salud y la seguridad, regulada por el Estado, entonces es necesaria una propuesta, particularmente en el problemático contexto argentino, en el que las propuestas educativas que se impusieron desde el 83, en particular aspectos tan cruciales como el reemplazo del método fonético por el global para la enseñanza de la lectoescritura, han tenido resultados tan desastrosos.
Sorprende, en realidad, que, a falta de una propuesta innovadora, un partido que, en aspectos morales, parece definirse como conservador o tradicionalista, no comprenda que sería importante al menos recuperar lo que funcionaba, procurando reformar lo que podía resultar caduco pero sin eliminar lo que podría considerarse como los fundamentos. Pienso, por ejemplo, en lo que se hizo con la enseñanza de la Historia, la Geografía y la Literatura en el nivel secundario, o con el estudio de la gramática y en particular del análisis sintáctico desde la educación primaria, de lo que puede deducirse que, para lograr los cambios que hemos alcanzado, indudablemente era mejor conservar incluso un sistema obsoleto. Con respecto a la posición sobre la universidad y el Conicet, creo que hay algo más que una cuestión de financiamiento, como últimamente se ha estado debatiendo.
El Gobierno debe saber diferenciar aspectos importantes en lo referente a la investigación y, para eso, ni Posse ni Álvarez desde luego pueden ser los interlocutores. En primer lugar, no hay ciencia aplicada sin ciencia básica, pero además no se pueden descartar de plano todo de las Humanidades y las Ciencias Sociales, porque no es lo mismo el estudio de las historietas que el estudio de un autor romano, que requiere conocimientos de lengua, de manuscritos, de historia, de retórica, de arqueología, de arte, etc., y que se fundamenta en una ciencia con un largo desarrollo particularmente desde el siglo XIX, que se llamó Altertumswissenchaft, y cuyos conocimientos cambian en función de los descubrimientos arqueológicos y de los avances en la crítica textual, esto es, la edición de textos. Sería imprudente dejar librados estos estudios a los criterios discrecionalmente políticos de las universidades, sobre todo si se desiste, con un afán economicista, de dotar de una propuesta cultural a las universidades.

DEBATE EDUCATIVO
De esto último, específicamente, parece carecer la nueva derecha: de una propuesta cultural. El debate educativo de la primera derecha incluyó un debate sobre las humanidades defendidas por Mitre, traductor de ‘La Divina Comedia’, pero además gran parte de esa derecha tenía también un compromiso con la cultura.
No intervenir en esta materia, aspecto en el cual La Libertad Avanza se parece, como ya se dijo, a Cambiemos, significa dejar en manos de la izquierda toda propuesta sobre la educación y la cultura en la Argentina, algo que ha ocurrido desde 1983 en adelante. No sé si existe una “batalla cultural” porque no me parece conveniente pensar todo asunto en términos bélicos, pero, si existe, desplazar las Humanidades del Conicet y no preocuparse por su difusión en las universidades es, indudablemente (en términos bélicos), una capitulación. Como ha dicho Hannah Arendt, en ‘La crisis de la educación’, “precisamente por el bien de lo que hay de nuevo y revolucionario en cada niño, la educación ha de ser conservadora; tiene que preservar ese elemento nuevo e introducirlo como novedad en un mundo viejo que, por muy revolucionarias que sean sus acciones, siempre es anticuado y está cerca de la ruina desde el punto de vista de la última generación”.
“La calificación del profesor consiste en conocer el mundo y en ser capaz de darlo a conocer a los demás, pero su autoridad descansa en el hecho de que asume la responsabilidad con respecto a ese mundo. Ante el niño, el maestro es una especie de representante de todos los adultos, que le muestra los detalles y le dice: ‘Éste es nuestro mundo’”.

Si la educación tiene un aspecto conservador en un mundo absolutamente cambiante, es porque se considera que hay fundamentos que deben ser aprendidos y, entre ellos, se incluyen las Humanidades, que por eso también deben estar insertas en el mundo de la investigación.
No creo que el progresismo actualmente dominante en el ámbito educativo y universitario estén interesados en sostener ese fundamento. Parece más bien un cometido específico de la nueva derecha en un segundo tiempo.