EL ANALISIS DEL DIA

La traición

¡Doblega, Dios piadoso, el filo de los traidores

capaz de devolvernos a aquellos días cruentos

y hacer llorar a la pobre Inglaterra ríos de sangre!

¡Que no vivan para disfrutar de su grandeza

quienes con su traición hieran la paz de esta hermosa tierra!

W. Shakespeare: Ricardo III, Acto V, escena 5

 

Que un país como la Argentina, octavo en extensión en el planeta, con todos los recursos naturales imaginables, una población razonablemente bien educada, sin conflictos raciales ni religiosos, con la experiencia de integración cultural y social más exitosa del mundo moderno, con figuras presentes en el top ten de casi cualquier actividad o disciplina conocida, con el temple decidido, aguerrido y patriótico que demostró en Malvinas, que un país con estas características no haya podido levantar cabeza desde hace casi cien años es un enigma para propios y ajenos.

Hemos tratado de explicar ese estancamiento a partir de contradicciones reales o imaginarias supuestamente no resueltas, sean ideológicas, sociales e incluso geográficas; hemos hablado de la falta de un proyecto nacional, hemos hablado de la degradación de la representación política, hemos hablado de la corrupción, del populismo, del clientelismo, hemos hablado de todo… menos de la traición.

La omisión es llamativa, porque la traición recorre toda nuestra historia como un río envenenado, desde las invasiones inglesas, cuando empezamos a imaginar para nosotros un destino de nación independiente, hasta este presente incierto que se ofrece a nuestros ojos.

La traición parece ser un secreto vergonzoso que es preferible hacer a un lado, remitir al desván de la memoria, ocultar. Décadas atrás, una editorial porteña compró los derechos de un libro escrito por un académico canadiense sobre las relaciones entre la Argentina y Gran Bretaña en el siglo XIX, pero lo hizo para no publicarlo y evitar que se conociera aquí. ¿Cuál habría sido el problema de enterarnos y saldar las cuentas con la historia? ¿Que el conocimiento de las traiciones pasadas llamase la atención sobre las traiciones presentes?

AÑOSA INQUIETUD

La traición ha sido motivo de inquietud desde que los hombres comenzaron a agruparse en tribus, pueblos o naciones, y a preocuparse por su cohesión, seguridad y superviviencia. La palabra es heredera del latín trado, cuya raíz do significa entregar, capitular, ceder al otro (trans). Los traidores de Homero lucen deformidades físicas; los de la Biblia son moralmente repulsivos. Shakespeare pide a Dios que le niegue la vida a quienes hieran con su traición la paz de Inglaterra. Dante reserva para los traidores una sección del noveno círculo del infierno, el más profundo, allí donde mora el mismísimo Demonio. Podría llenarse una biblioteca con la literatura jurídica, política y filosófica acerca de la traición.

Es claro que estamos hablando de la traición estratégica, de la traición a la patria. Sobre la traición táctica del hombre público, la traición a la palabra empeñada o a las promesas de campaña, la traición facciosa o de partido, vale la cáustica reflexión de Maquiavelo: “La experiencia de nuestra época demuestra que los príncipes que han hecho grandes cosas no se han esforzado por cumplir su palabra.” Pero la traición murallas afuera es otra cosa. A lo largo de la historia, la traición a la patria ha sido duramente sancionada, moral y prácticamente, por todas las naciones con conciencia de sí mismas.

Los historiadores han documentado con bastante detalle las traiciones del siglo XIX, las que permitieron la pérdida del Alto Perú y la Banda Oriental, las que debilitaron la nación incipiente en largas y devastadoras guerras civiles; las que buscaron el apoyo de los grandes enemigos de entonces, Francia y Gran Bretaña; las que abrieron paso a las tropas brasileñas hasta la Plaza de Mayo; las que mancharon de infamia los colores patrios en la guerra del Paraguay; las que finalmente ordenaron la economía nacional según un plan diseñado en Londres, para atribuir la prosperidad posterior a ese plan y no a la pacificación y el orden alcanzados tras el triunfo de la traición, que Roca sabrá aprovechar para echar los cimientos de una nación independiente.

La traición cambia de interlocutor cuando Gran Bretaña pierde peso en el poder mundial y cede su lugar a los Estados Unidos. Los agentes encubiertos que operan en Buenos Aires siguen hablando inglés, pero ya no provienen de Londres sino de Washington. No les interesan tanto los recursos naturales, que los tienen como nosotros, sino neutralizar a un eventual competidor. La Argentina había desarrollado una vasta influencia cultural y política sobre la América hispanohablante, tenía todas las condiciones para convertirse en una potencia, y ya había dado pruebas de indocilidad durante el gobierno de Yrigoyen. El Canto a la Argentina del nicaragüense Rubén Darío testimonia las expectativas que la pujante nación despertaba en el sur de América y el recelo que encendía en el norte.

Si la bandera de la traición había sido durante el siglo XIX la lucha contra el caudillismo y la barbarie, en el XX lo fue la lucha contra el peronismo y el fascismo. Si a la primera le habían dado viento los diplomáticos británicos, la segunda fue izada por los agentes norteamericanos.

El antiperonismo visceral de cierta élite argentina fue creado, alentado y organizado políticamente desde la embajada estadounidense, incluso antes de que Perón comenzara a gobernar, como lo documenta con pelos y señales en su libro The power of few... ¡el propio embajador británico en Buenos Aires en esos años, David Kelly! Kelly se ríe de las simpatías fascistas que sus primos yanquis le adjudican al ascendente líder argentino.

El peronismo emerge de una corriente de pensamiento y acción que se abre paso en ciertos sectores de la élite argentina cuando el poder británico se retira como ordenador del mundo. Esta corriente trata de reconfigurar el orden conservador de Roca para adaptarlo a la nueva distribución del poder, que se dirimía entonces en los campos de batalla de Europa e incluía como novedad la aparición del comunismo soviético y su vocación de extenderse por el globo. Ofrece contener el avance rojo en un país donde la izquierda era ya muy activa, y sentar las bases de un desarrollo autónomo, capaz de diversificar los mercados para las exportaciones agropecuarias, aprovechar al máximo su renta con el dominio de la comercialización, el seguro y el flete, y aplicar esa renta a la promoción de la industria pesada y las tecnologías de vanguardia con fuerte orientación hacia la defensa nacional.

PROYECTO ESTRATEGICO

Perón condujo hace 75 años el último proyecto estratégico nacional, concebido desde los intereses y necesidades de la Argentina, y sostenido en los recursos naturales y las capacidades prácticas e intelectuales de los argentinos, en el ahorro y el trabajo argentino. Y antiperonismo fue a lo largo del siglo XX el nombre de la traición en la Argentina, del rechazo inducido desde Washington contra todas sus medidas de gobierno, y abrazado por una élite local ciega, mezquina y resentida por las transformaciones sociales que esas mismas medidas facilitaban. Un gobierno no sólo es modelado por sus propias acciones sino por la resistencia que le ofrecen sus opositores, y el peronismo exasperado terminó pareciéndose a la caricatura que la embajada norteamericana promovía a través de los medios adictos.

Todo lo que vino después fueron ensayos tendientes a acomodar el país a los designios trazados en algún centro de poder extranjero, y conducidos por sucesivas generaciones de administradores políticos o económicos cuyo único interés consistió siempre en gozar de un pasajero brillo internacional, cobrar comisiones por sus servicios, obtener becas, viajes, contratos académicos o puestos en organismos internacionales, e incluso, en algunos casos, echar mano de los despojos marginales mediante ingeniosas estratagemas.

En los años de plomo, Buenos Aires fue un hervidero de agentes extranjeros, cada uno echando leña al fuego por cuenta de sus empleadores en América, Europa, Asia y el Medio Oriente y en beneficio de ramas diversas del terrorismo local.

El golpe militar de 1976 no sólo no resultó ajeno a ese proceso, sino que lo acentuó y lo agravó. Para enfrentar a La Habana se puso en manos de Washington, inició el proceso de desnacionalización de empresas y destrucción de la industria local, y le hizo el juego a los norteamericanos tanto en la arena nacional como en el continente. Washington le respondió enviándole la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, dándole señales equívocas respecto de Malvinas, y entregándole información de inteligencia a los ingleses durante la guerra. Eso fue grave, pero lo más grave que hicieron las Juntas fue dejar a la Argentina encadenada por la deuda, en una dependencia de los centros de poder externos de la que jamás se liberó. Ni quiso hacerlo: un Congreso traidor se desentendió del fallo judicial que le exhortaba a tomar cartas en el asunto.

Y después de las Juntas: Alfonsín y Menem, Kirchner y Macri. Al compás de la socialdemocracia europea y del consenso de Washington, de la patria grande bolivariana y del globalismo de Davos. Izquierda y derecha, golpe y golpe. La nación argentina abrumada por una insoportable, incesante seguidilla de puñetazos en uno de cuyos guantes se lee Deuda y en el otro Desmalvinización: empobrecimiento e ignorancia con un puño, quiebre de la conciencia nacional con el otro. Varias veces fue arrojada a la lona, y varias veces se levantó, empapada de sudor y sangre, resistiendo. Ninguno de los proyectos de sumisión logró imponerse, pero la casta traidora nunca se da por vencida: vuelve a la carga, perseverante, y el cuerpo de la nación trastabilla, no alcanza a recuperarse cuando ya llega un nuevo golpe.

LOS OBSTACULOS

Lo que los poderes externos lograron en gran parte de América latina nunca pudieron hacerlo en la Argentina, porque tropezaron con tres grandes obstáculos: la buena alimentación y la buena salud de su sociedad, la solidez económica y la educación de calidad de sus clases medias, y la conciencia nacional de sus clases trabajadoras, en buena medida consolidada por el magisterio del peronismo y la capacidad organizativa y movilizadora de los sindicatos.

¿A alguien le sorprende que desde el golpe de Onganía de 1966 las políticas públicas hayan apuntado primero a corromper a los gremialistas y a aniquilar más tarde el empleo formal y sindicalizado? ¿Que desde 1983 las políticas públicas hayan apuntado a demoler un sistema educativo probadamente eficaz? ¿Que en esos mismos lapsos se haya arruinado un sistema universal envidiable de salud pública? ¿Que la obesidad y el raquitismo convivan ahora en las calles de la patria? ¿Que la clase media se haya hundido en masa en la pobreza?

¿Nadie ha reflexionado sobre las razones por las que la Argentina, con su vasto territorio, abandonó su extensa red ferroviaria, condenando a pueblos y ciudades a la marginalidad? ¿Nadie ha pensado por qué la Argentina renunció a su flota de ultramar, olvidó su flota fluvial, y carece de flota pesquera de altura o buques factoría mientras importa miserables latitas de atún? ¿Nadie se ha puesto a pensar sobre las razones por las que la Argentina renunció a su plan nuclear? ¿O desechó su programa misilístico? ¿Conoce el público los alcances del acuerdo sobre el Beagle, o los pactos con Gran Bretaña sobre Malvinas llamados Madrid I y II, y Foradori-Duncan, o los acuerdos secretos con China, o con Chevron, firmados por sus dirigentes políticos? ¿Alguien tiene alguna explicación sobre las razones por las que ningún gobierno desde 1983 se planteó una política de defensa, basada en análisis estratégicos y dotada de las pertinentes hipótesis de conflicto?

¿Acaso no resulta cruelmente familiar el ciclo dólar atrasado, precios reprimidos, devaluación, estallido, ajuste (con gesto adusto: “Sacrificio que todos tenemos que hacer, pero que esta vez valdrá la pena porque viene en serio”), nuevo endeudamiento y vuelta a empezar? Ciclo que se repite como la espiral descendente de un tornillo, de la que a cada vuelta salimos todos más pobres, al tiempo que las empresas, los comercios y las explotaciones rurales con menos espaldas para resistir van a parar a manos de especuladores locales y extranjeros (con gesto de júbilo: “¿Vieron que teníamos razón? ¡Vuelven las inversiones!”). Ciclo del que a cada vuelta el país emerge más pobre, más indefenso, más a merced de la voluntad ajena. ¿Alguien puede creer que esta recaída constante en el mismo error es casual, o fruto de la estupidez o la ignorancia?

LA ELITE ASFIXIANTE

Todas las semanas, en su sitio RestaurAR, la economista Iris Speroni documenta cómo la élite dirigente asfixia la producción argentina en beneficio de intereses externos. Dice en una de sus últimas notas:

“La Argentina sufre una destrucción sistemática de capital desde la década del ‘70 y muy acelerada desde la segunda presidencia de Cristina Fernández a hoy. Los impuestos sirven en la Argentina más para elegir ganadores y perdedores, para domar o controlar o reprimir la reinversión de familias y empresas, lo que a su vez provoca una desinversión neta. Se alternan los gobiernos para eso. Ya no podemos asignar este ciclo de empobrecimiento a la desidia o la ignorancia. No más, cuando se ven todos los piolines.”

Si todo lo enumerado desampara uniformemente desde hace décadas a la nación argentina y sus ciudadanos, licua sus ahorros y condena a sus empresas, al tiempo que favorece los intereses externos que tienen puestos sus ojos codiciosos en ella, ¿alguien puede aceptar seriamente que se trata de la mera casualidad? ¿Que la mala suerte nos acompaña desde hace 75 años sin aflojar ni un ratito? Debemos reconocer, nos guste o no, que todo esto que nos asombra no podría ocurrir sin la acción insidiosa del traidor, y lo que no hemos encontrado, me parece, es el coraje para mirar el problema de frente, e incluirlo en la interpretación de nuestras desventuras.

PROBLEMA POLITICO

El análisis político nunca puso aquí el foco en la traición, posiblemente amparándose en la idea de que se trata de un problema moral, no un problema político. Aún si fuera así, se trataría de un problema moral con consecuencias políticas, como ocurre con la corrupción. Pero todo el mundo habla de la corrupción y nadie habla de la traición, lo que da pie a suponer que no hay facción política que no tenga algo que ocultar en materia de deslealtad nacional, y que por lo tanto, mediante un tácito acuerdo, unos y otros y otros prefieran hablar de otra cosa.

Advierten que la opinión pública ya se ha acostumbrado a la corrupción política y tiende a tolerarla como parte tan indeseable como inevitable del pacto social, pero nadie sabe qué pasiones podría desatar la evidencia flagrante de una traición.

Pero también puede haber otra razón para que la traición no haya captado la atención de nuestros historiadores o politólogos en proporción a sus dimensiones escandalosas. Tal vez la intensidad con que el reconocimiento de la traición política golpea al cuerpo social traicionado esté en relación directa con la intensidad con que ese cuerpo social percibe, valora y protege su propia cohesión, su destino común. Dicho de manera más simple: donde no hay una conciencia nacional poderosa, donde no hay un amor a la patria que desborde las razones de la razón, las dimensiones escandalosas de la traición no producen escándalo. La traición sólo puede mortificar a un cuerpo social vivo, consciente de sí mismo, orgullosamente embarcado en su aventura común. Nuestra tolerancia o indiferencia a la traición denuncia una percepción débil de nosotros mismos como comunidad de propósitos.

No se me escapa que estoy poniendo sobre la mesa un asunto desagradable e incluso peligroso. Puede desatar una cacería de brujas y una multitud de mutuas acusaciones malintencionadas o distractivas. Pero al mismo tiempo entiendo que la traición ha lesionado en el pasado y pone en riesgo ahora mismo nuestra propia existencia como nación, y creo que hemos llegado al punto en que es imposible seguir ignorándola, apartándola del análisis.

En las redes puede encontrarse, atribuido a Cicerón, un texto que no pertenece al orador romano sino al novelista estadounidense Taylor Caldwell, quien lo pone en su boca en la novela A pillar of iron, de 1983. Lo reproduzco con la salvedad del caso porque ilustra con suma elocuencia la condición del traidor y los efectos de la traición:

“Una nación puede sobrevivir a sus locos y hasta a sus ambiciosos; pero no puede sobrevivir a la traición desde dentro. Un enemigo que se presente frente a sus muros es menos formidable, porque se da a conocer y lleva sus estandartes en alto, mientras que el traidor se mueve libremente dentro de los muros, propaga rumores por las calles, escucha en los mismos salones oficiales; porque un traidor no parece un traidor y habla con un acento familiar a sus víctimas, mostrando un rostro parecido y vistiendo sus mismas ropas, apelando a los bajos instintos que hay ocultos en el corazón de todos los hombres. Corrompe el alma de una nación, trabaja en secreto y desapercibido en medio de la noche, socava los pilares de la ciudad e infecta el cuerpo político hasta que éste ya no se puede resistir. Un asesino es menos peligroso. El traidor es la peste.”