La serenidad (I)

Una vez ese hombre canoso de piel morena y andar despacioso mencionó su nombre. “Me llamo Juan”, dijo y me ofreció sus servicios de carpintería. “Yo estoy retirado hace mucho tiempo, pero si tiene que hacer algún trabajito, puntual, puede contar conmigo”, agregó.

 Desconozco con exactitud cuántos años tiene pero juego a adivinar su edad. ¿Setenta? ¿setenta y cinco? El asunto es difícil de precisar porque las nieves del tiempo no platearon completamente sus sienes. Lo tengo visto hace once años, el tiempo que hace que me mudé a este suburbio de techos bajos y silencios de siesta.  Juan vive a la vuelta de mi casa. A veces cuando salgo a fumar a la entrada lo observo pasar por la vereda de enfrente. Su paso siempre va cargado de una lentitud sobrecogedora, como si sus pies hicieran un esfuerzo por demorarse, como si aquel acto no pudiera hacerse más lento. Lleva las manos atrás, saludadas en su espalda baja, en un gesto elegante que define la parsimonia. Suele recorrer el barrio recién salido de la ducha, antes de que baje el sol. Luce bien afeitado y peinado al costado y en verano viste siempre camisas, de mangas cortas, con los dos o tres primeros botones desabrochados. Al pasar deja flotando en el aire de las veredas una estela de fragancia a agua de colonia.

Hay un claro contrapunto entre el paso señorial al que camina Juan y la velocidad con la que gira todo a su alrededor: los autos doblan en la esquina haciendo chirriar sus neumáticos; los adolescentes lo adelantan a tranco veloz mientras escuchan un audio en el altavoz de sus celulares; una mujer se baja a las apuradas de su auto con un reggaetón a todo volumen; las parejas de la vereda de enfrente caminan mientras discuten a los gritos. Pareciera que en este vecindario nadie realmente camina, ni mira, ni contempla. Salvo él. Sólo su mirada, como la de un buen flâneur, se pierde un poco en casi todas las cosas.

Ayer por la tarde, de vuelta de mi trote diario, pasé por la puerta de su casa, un PH al fondo que da a la calle. Al lado de su puerta, Juan había colocado una silla vieja. Puesto a disfrutar del fresco de las siete, fumaba su cigarrillo y saboreaba una lata de cerveza helada que descansaba en el suelo, a un costado. Al pasar frente a él lo saludé. “Hola”, dije. “¿Qué tal? ¿cómo te va?, me preguntó, mientras asentía con la cabeza. Su saludo tenía algo de pregunta retórica, pero por el modo cortés en el que se dirigió a mí sus palabras adquirieron un brillo especial. No me estaba devolviendo una respuesta automática, sino que estaba completamente presente en sus palabras. “Este hombre sí que sabe saludar”, pensé para mis adentros.

La serenidad que se desprende de mi vecino me lleva a pensar en la manera de todas las cosas, en estar en las cosas que se hacen, en la consciencia depositada en los actos cotidianos. Entre tanto bullicio ordinario hay una marea calma, el oleaje sereno de los que saben vivir. Y es también una enseñanza, acaso la de una de las más bellas metáforas de la elegancia.