La reina agraviada y el más odiado monarca de Inglaterra: Carolina de Brunswick y Jorge IV

La historia de Carolina de Brunswick es más dolorosa y comprometedora que la de Diana, al punto que esta esposa de Jorge IV vivió uno de los escándalos más comentados de la Inglaterra decimonónica, a manos de un esposo psicopático, holgazán y vindicativo, quizás el más odiado de Inglaterra, lo que ya es mucho decir.
El hijo mayor (nacido el 12 de agosto de 1762) de los 16 vástagos que tuvieron el “Rey loco” (Jorge III) y la reina Charlotte (tan conocida por la serie de Netflix donde se exagera su pigmentación) resultó ser un felón en grado superlativo, casi al nivel de Fernando VII de España. Sus hermanos no resultaron mejores y aun siendo adolescentes llenaron Gran Bretaña de bastardos reales. Sin embargo, este príncipe de Gales era veleidoso y despilfarrador, siniestro y mujeriego, borracho y glotón. Jorge era un bon vivant amante del lujo y la buena vida, con un gusto ostentoso (solo hay que ver su retrato durante su accidentada coronación), pero con buen ojo para el arte.
A los 16 años, ya eran varias las amantes que contaba en su haber. Cuenta la leyenda que Jorge solía conservar un mechón de los cabellos de sus amantes, que atesoraba como preciado recuerdo. Las versiones discrepan en cuanto al número de bucles que hallaron a la muerte del monarca. Algunos sostienen que “solo” fueron 700 y otros hablan de 7.000 (una opinión guiada por la envidia adhiere al primer número). Cualquiera fuera la cifra, es seguro que el príncipe no cortó ningún cabello de su verdadera esposa, su prima, Carolina de Brunswick.
Con solo 18 años, Jorge ya había cometido dos pecados mortales para la corona: se había casado con una católica (María Ana Fitzherbert) y había acumulado una deuda de 600.000 libras esterlinas por la compra de bienes suntuarios y el arreglo del palacio de Clarendon donde vivía. Gastar esta cifra (más los 30.000 al año que graciosamente le cedía el Parlamento) era casi una proeza en los tiempos en los que un caballero londinense vivía bien con 300 libras esterlinas al año y un mayordomo ganaba 80… pero la imaginación del futuro Jorge IV era frondosa, concentrada en satisfacer su imperiosa necesidad de lujos y mujeres. 
Con la deteriorada salud de Jorge III –que caía en pozos depresivos por su porfiria–, el Parlamento veía con preocupación que el futuro monarca incurriese en estos gastos y se hubiese casado con una católica. Wellington, el duque de Hierro, que consideraba a Jorge la peor maldición de Inglaterra, resolvió ambos problemas: Jorge debía casarse con una rica heredera y el matrimonio con Fitzherbert se declaró nulo porque el príncipe tenía menos de 25 años. La opción de una nueva esposa cayó en la joven duquesa de Brunswick, hija de una hermana de Jorge III y un príncipe alemán de acomodada posición. 
Sin embargo, el problema surgió cuando la pareja se conoció literalmente al pie del altar. Los futuros consortes no se gustaron, es más, diría que se denostaron a primera vista. Jorge se quejó amargamente de la figura de su futura esposa y Carolina sostuvo que el príncipe no era como el que había conocido por los retratos... Pero ya no había tiempo para volver atrás y Jorge debió ser asistido por dos lacayos durante la boda de lo borracho que estaba. Más alcoholizado aún se encontraba, según la novia, al consumar el matrimonio (el alcoholismo fue una de las circunstancias que lo llevaron a la obesidad, concausa de su muerte; llegó a pesar 115 kilos). En total, solo fueron tres las veces que cohabitaron durante su luna de miel (que en este caso podría decirse que fue de hiel) y, sin embargo, Carolina quedó embarazada de la que sería su única hija, la princesa Carlota Augusta de Gales.
La cantidad de hijos naturales de Jorge es imprecisa; de hecho, se dice que uno de ellos, Miguel Hines, llegó a orillas del Río de la Plata durante las invasiones inglesas. Según el libro de Pastor Obligado, “Tradiciones argentinas”, fue Hines quien armó el 24 de diciembre de 1828 el primer árbol de navidad en Buenos Aires.
Volviendo a la tortuosa relación entre los príncipes, por más que los medios difundieron imágenes de una relación idílica, poco después del nacimiento de Carlota, Jorge se paseaba abiertamente con la condesa de Jersey. No solo eso, sino que impuso a su amante como dama de compañía de Carolina, a la vez que escribió un testamento donde declaraba que su “única esposa verdadera y heredera de sus posesiones” era Fitzherbert. A la que “se hace llamar princesa de Gales” le dejaba un chelín.
Atormentada por la presencia de Lady Jersey, quien no desperdiciaba oportunidad para denigrar a Carolina, ésta aceptó una separación no oficial para no verlo a Jorge ni a su amante. Los términos de la separación fueron acordados en un intercambio epistolar a fin de poder pasar el resto de sus vidas “en una tranquilidad ininterrumpida”.
Pero Jorge, a su múltiples defectos, debía agregar el rencor, pues afirmaba que Carolina fue “la desgracia más vil con la que este mundo lo había maldecido” y no estaba dispuesto a olvidarla tan fácilmente.
La princesa se mudó a Montague House, donde creó una corte paralela. Allí estableció vínculos con distintas figuras de la sociedad británica, como el escritor Walter Scott, el futuro ministro George Canning y el pintor Thomas Lawrence. Si estos vínculos sociales pasaron al plano íntimo nunca se podrá saber a ciencia cierta porque los rumores malintencionados rodearon la vida de Carolina. Uno de ellos afirmaba que había dado a luz a un hijo ilegítimo. Como el adulterio era la única forma de disolver al matrimonial real, Jorge estaba dispuesto a desatar este escándalo para terminar el vínculo con su esposa. A tal fin creó una comisión que debía demostrar que un niño llamado Willy Austen era hijo de Carolina. La “delicada investigación” no condujo a ninguna conclusión. Los tiempo del ADN estaban lejos. El niño era un huérfano que Carolina había acogido en su hogar como a otros niños desposeídos. Aunque la investigación fue inconcluyente, la sola sospecha hizo que a Carolina le restringieran las visitas a su hija y cuando Jorge fue nombrado regente por incapacidad de su padre, también le impidió el acceso a la corte.
Todas las medidas que Jorge pergeñaba en su contra crearon un inmenso apoyo popular hacia la atribulada cónyuge, ya que la figura del ahora regente y futuro rey se deterioraba, a punto de que el duque de Wellington debió reprimir violentamente varias insurgencias, como en Peterloo, donde una manifestación pacífica que reclamaba el derecho a voto. Sin embargo, esta fue aplastada impiadosamente por los soldados del rey. Como toda propuesta republicana, inmediatamente evocaba a la revolución francesa de 1789, y al Duque de Hierro no le tembló el pulso cuando llegó el momento de aplacar a los insurgentes. 
Carolina era a los ojos del pueblo otra víctima más de la odiada monarquía.
En 1814, Carolina decidió irse del país y se instaló en un palacio a orillas del lago de Como, Italia, donde fue atendida (en más de un sentido) por su mayordomo Bartolomeo Pergami. El príncipe regente estaba obsesionado con obtener el divorcio y la única forma era demostrar el adulterio, razón por la cual enviaron espías para demostrar que Carolina cohabitaba con el tal Pergami. También se orquestó una campaña de desprestigio en Inglaterra. Una divertida caricatura de la época lo mostraba a Pergami como un extraño cuadrúpedo llamado Bonassus que se exhibía en Londres como una especie exótica, aunque en realidad se trataba de un búfalo que por entonces poblaba las planicies del oeste americano.
En el interín murió Carlota de parto. La princesa tampoco se llevaba bien con su padre, quien llegó a recluirla en un palacio para desalentar el romance con un pretendiente que no estaba a la altura de las expectativas de la casa real. A pesar de las circunstancias, no tuvieron la delicadeza de comunicarle a Carolina sobre la muerte de su hija y su nieta que se enteró por los periódicos. La noticia tuvo un efecto devastador.
A todo esto, Jorge III, que estaba alejado del trono por su deterioro mental, murió en 1820. Por fin, Jorge subiría al trono como el cuarto en llevar ese nombre, pero de ninguna manera pensaba compartir la corona con su odiada esposa y la excluyó de la liturgia, además de prohibir a los clérigos anglicanos que la mencionaran en las misas.
Sin embargo, para el pueblo inglés, Carolina se había convertido en el ícono del descontento popular y estaba dispuesta a ceñirse la corona. Así volvió a Londres donde fue recibida con mostraciones de afecto por la multitud. 
Ante esta situación, Jorge IV introdujo en el Parlamento una petición de penas y sanciones porque ella era una adúltera y debían privarla de sus privilegios (recordemos que tres siglos antes, Enrique VIII había ordenado la decapitación de Ana Bolena por la misma razón).
Por tres semanas el público ingles atendió este juicio particular, mostrando un apoyo incondicional a Carolina. Una petición de un millón de firmas proclamaba su exoneración (cabe señalar que Londres, la primera ciudad del mundo en contar con un millón de habitantes, aún no había llegado a esa población). La moción del rey fue aprobada por la Cámara de los Lores, pero el clamor popular les hizo abandonar la idea. Condenar a la reina era un suicidio político. 
Carolina estaba resuelta a asistir a la coronación y convertirse en reina de Inglaterra. Una multitud la victoreó en su camino a Westminster. “¡La reina, la reina!”, aclamaban a su paso. Pero cuando estaba por entrar a la Abadía en medio de esta fervorosa muestra de apoyo, Jorge IV ordenó que no le fuese permitida la entrada. Soldados con bayonetas le impidieron el acceso. Carolina estaba furiosa y al grito de “Soy la reina” trató de franquear el paso. 
Jorge decidió dar un fin a este enojoso asunto y dirigiéndose al gran Chambelán y ordenó con frialdad: “Cumple con tu deber”. Y Carolina quedó afuera de la Abadía y nunca pudo ser ungida reina. Se retiro alterada y 19 días más tarde murió. El acta de defunción afirmaba que la causa de muerte había sido una obstrucción intestinal, aunque los rumores que corrían insistían que se había tratado de un envenenamiento.
Para evitar que la reina muerta continuase siendo un problema para la corona, decidieron enviar el ataúd a Brunswick de la forma más discreta. Su cuerpo no debía pasar por Londres. Sin embargo, Carolina era tan popular que finalmente la multitud logro que el cortejo fúnebre pasase por el centro de la ciudad donde un público dolido despidió a la reina que no pudo ser.
La última voluntad de Carolina fue cumplida y sobre su lapida se puede leer:
“Aquí yace Carolina de Brunswick, la reina agraviada del Reino Unido”
Jorge continuó reinando a su antojo. Hasta se dio el lujo de despreciar a Wellington como Primer Ministro quien, como dijimos, consideraba a Jorge un tormento para la monarquía. Igualmente la vida disipada del rey no le aseguró una larga existencia como cantaba el himno inglés, un tumor de vejiga lo llevó a la muerte diez años después de ser coronado, Murió atormentado por el dolor vesical y la retención urinaria,  solo paliado por láudano y la ingesta de enormes cantidades de brandy. Al final de sus días estaba casi ciego por cataratas (lo llegaron a operar), postrado por la gota, obnubilado por los opiáceos y odiado por sus súbditos que lo consideraban “un perro sin sentimientos”. Sin embargo, no había perdido su apetito digno de Gargantua, ni sus ganas de disfrutar de la vida. Cuando una hemorragia digestiva masiva lo arrancó de esta vida de placeres, solo atinó a decir: “¡Mi Dios! Esto debe ser la muerte”. Era una de las pocas veces que no estuvo equivocado.
Murió sin dejar herederos directos, razón por la cual una sobrina llamada Victoria fue su heredera.
En algún momento esta historia vergonzosa para la casa reinante seguramente llegará a las pantallas de todo el planeta, porque este relato de desamor y desencuentro, odios y venganzas y una vida de holgazán consentido con la del rey más odiado de Gran Bretaña es un ejemplo más de cómo la realidad histórica puede superar la ficción más fantasiosa.