Con ocasión de la actual crisis demográfica a nivel mundial, continental y nacional, suele repararse en las consecuencias económicas que importa tal fenómeno.
La preocupación por el tema se ejemplifica con sistemas previsionales próximamente quebrados, guarderías semivacías, colegios que no cubren la matrícula mínima para ser rentables, falta de “mano de obra”, y un largo etcétera. Se trata, sin dudas, de un problema real. Lo que se pierde de vista, si uno se conforma con la explicación meramente económica, es que la gravedad del asunto responde a motivos más profundos. Últimamente, no es en la economía sino en la cultura en dónde corresponde buscar y encontrar la explicación raigal.
La comprensión es relativamente sencilla y pasa por entender integralmente qué es la acción humana. Valga un ejemplo por la positiva: irse de vacaciones (objeto de la acción) para descansar con la familia (intención del agente) durante los días no laborales, con los ahorros suficientes para cubrir el hospedaje durante una semana entre el marido, su mujer y sus tres hijos en un lugar de playa en el verano (circunstancias del acto).
Valga un ejemplo por la negativa: robar (objeto de la acción) para comprar droga (intención del agente, en este caso agrava) o para pagar las deudas (la buena intención podría atenuar la maldad del acto pero no convertirlo en bueno) a una mujer anciana, probablemente jubilada, en la calle a las ocho de la noche en invierno cuando el sol se puso hace dos horas y la iluminación eléctrica es escasa (circunstancias).
LAS INTENCIONES
En lo que importa reparar ahora es en la intención o, todavía más, en las intenciones. La vida humana es compleja y puede haber varias a la vez con una predominante. Sobre estas motivaciones es que la cultura influye –y, a la vez, es generada por ellas–. La cultura, en definitiva, como configuración de la vida espiritual del hombre en sus manifestaciones externas, es la que brinda el tono social predominante de una comunidad desde la familia hasta el Estado como realidad permanente.
Con sus más y con sus menos, nos hemos acostumbrado a vivir en una sociedad secularizada, por un parte, y materialista, por otro. Hemos clausurado el acceso al Cielo y nos hemos vuelto hacia la tierra, o, todavía peor, hacia el asfalto y el cemento. De una sociedad como ésta no se puede esperar un orden económico que procure un desarrollo integral del hombre y de todo el hombre, si vale usar la terminología de san Pablo VI.
Los que tenemos una familia sabemos lo que implica mantenerla económicamente como condición para vivir bien “en sentido fuerte”, es decir, virtuosamente. Lo que por otra parte, beneficia a las comunidades a las que pertenecemos incluida la política.
La Argentina, nuestra querida Patria, es mejor cuando nosotros somos mejores, y nos convertimos en mejores viviendo en familia. El problema surge cuando, ya sea los miembros de la familia, ya sean los gobernantes, los legisladores y los otros miembros de la clase política, adoptan un criterio economicista como criterio de sus decisiones.
Visto el tema de la demografía desde el punto de vista gubernamental y legislativo, debemos hablar de política poblacional. Sucede que esta política poblacional –o su ausencia, que es como tener una– puede estar animada de distintas intenciones o motivaciones. En el caso de la Argentina, no tenemos una política poblacional expresa y orgánica desde, al menos, 1983. Y no parece que vayamos a tener algo semejante a futuro, al menos en lo inmediato.
Parece que los argentinos no llegamos a comprender que los problemas sociales –incluidos los económicos– se comienzan y se terminan de resolver en la medida en que se identifica la raíz de los males y se actúa en consecuencia para remediarlos. Dicho de otra manera, el problema de la Argentina es que la familia naturalmente fundada en el matrimonio está destruida. Entre las leyes del divorcio (1987) y la del aborto (2020), la partidocracia autóctona optó por una implícita política poblacional antinacional.
No hay que darle muchas vueltas. No hay que gastar tiempo en postular miradas reduccionistas como la meramente económica para explicar la crisis poblacional argentina. La respuesta está en otro lado: en la preferencia por el interés propio antes que por el bien común de la familia.
En la actualidad, la Argentina tiene un faro en el cual inspirarse sin caer en imitaciones: Hungría. No obstante los límites que puede tener toda empresa humana, lo cierto es que, hoy, Hungría es un país pro-familia. La Argentina, guste o no, hoy no es un país pro-familia.
Todavía estamos a tiempo porque “la naturaleza vuelve por sus fueros”. Lo que es necesario es estar preparados para cuando alumbre. Y con lucidez, tener la determinación determinada de re-edificar la Patria.