UN MICROCUENTO NAVIDEÑO

La noche que cambió todo

POR CARMEN VERLICHAK

Una vez, hace mucho tiempo, aunque también podemos pensar que fue hace poco, en un pesebre, un buey y un burrito estaban pasando la noche. Burri era muy joven, bastante travieso, casi lo que se dice molesto, y siempre le llevaba la contra a Bueyi. Bueyi no, él era diferente, había vivido mucho; estaba más cansado y pensaba más. Sabía ya que la vida no tenía sentido sin algo especial, algo del cielo. Y había aprendido que en definitiva, lo único que importa, lo único que queda es el amor. Por eso era más bueno también.

Como todas las noches, los dos habían estado comentando los trabajos del día, que eran muchos: que llevar, que traer, que los palos, que las espigas. Y a veces esos grandulones que molestaban; por todo eso estaban cansados.

Afuera nevaba, y de a ratos, Bueyi callaba y se adormecía un poco. Pero no dormía del todo, estaba alerta; o, como decimos a veces, dormía con un sólo ojo. Porque sabía que estaban atravesando una noche muy especial. Sabía –porque lo había soñado durante muchas noches-que algo importantísimo iba a pasar, aunque no sabía bien qué.

De repente, y eso fue a medianoche, una luz cruzó el cielo de punta a punta y un niñito estaba en el pesebre, allí entre los dos.

—Es éste, es éste— exclamó Bueyi contentísimo—. Es Dios que viene a salvar al mundo.

Burri se rió un poco, ¡tanto lío por una luz! Puede ser cualquier cosa... este Bueyi no sabe nada, se dijo. Y niños, ¡niños hay por todas partes! Sin embargo, sin embargo… poco a poco él mismo ya estaba sintiendo los efectos del amor.

La prueba está en que a último momento no quiso contrariar a Bueyi que estaba tan emocionado y se acercó al pesebre y hacía como si adorara a ese niñito. Burri miró a Bueyi que lloraba y se reía y volvía a llorar. ¿Era cierto que cantaban los ángeles? A él le pareció que sí. Y estaban esos pastores que decían ¡Nuestro Rey, Nuestro Rey! La historia cambió para siempre esa noche, sólo que pocos se dieron cuenta enseguida. Bueyi sí.

Pasó el tiempo, mucho tiempo. Bueyi se fue al cielo de los animales y Burri fue comprado por otro amo y luego por otro. Se llenó de trabajos y desilusiones, de cansancios y de alegrías. Ahora era viejo ya, y pastaba retirado en el monte. Siempre recordó esa noche, pero desde que se estaba poniendo viejo, la recordaba cada vez más.

—¿El Rey había nacido en un pesebre? Eso no era posible—, rumiaba vuelta a vuelta.

—Ese— escuchó que decía un hombre– sí ese, dijo el compañero. Lo tomaron despacito, lo ataron y lo llevaron frente a Jesús que había dicho: “Encontraréis un burro, traédlo”.

Así fue como ese domingo de Ramos, Burri llevó a Jesús en paseo triunfal por las calles de Jerusalén. La gente aclamaba a Jesús “¡Rey de los judíos!”, y tiraban ramos de olivo a su paso. Entonces fue que Burri no tuvo dudas de por qué había sido elegido; ahora también él lloraba y reía como lo había hecho Bueyi allá en Belén, bajo las estrellas, en la noche que cambió todo para siempre.