El latido de la cultura

La mujer que fuma

­Un atardecer, a orillas del mar de una playa del Caribe, durante una vacación familiar mi padre y yo nos quedamos solos y me cuenta la siguiente historia:

"A los nueve meses de vida estuve a punto de morirme por un cuadro severo de meningitis. El médico le dijo a mi mamá que mi estado era tan grave que si sobrevivía no podía darle ninguna garantía del tipo de sobrevida que tendría. En concreto, no sabía cómo iba a quedar. Durante largos meses mi mamá no se separó de mí. Como éramos muy pobres era complicado el acceso a medicaciones. Me daba de comer banana pisada, me tenía en brazos durante horas, dormía al lado de mi cuna. Todavía creo que mucho más que cualquier remedio, fue ella quien me salvó la vida. Pero pasó el tiempo y a los tres, cuatro y cinco años de edad yo era un niño que destacaba del resto por una condición que en ese entonces mi entorno comenzó a asociar a una secuela de aquella enfermedad: no hablaba ni una palabra. La única expresión que balbuceaba era ``nefemequetuma'': la mujer que fuma, la imagen con la que convivía, la de mi madre fumando un cigarrillo tras otro. Mi impedimento con el habla hizo que cuando mi madre me fue a anotar a primer grado le dijeran que no podían admitir a un niño con esa condición. De modo que me perdí buena parte de la escuela primaria.

Tiempo después surgió otro problema. Al perder los dientes de leche, mi nueva dentadura creció completamente torcida. Tenía muchos problemas en la boca: caries, dientes agujerados, deformados. Con mucho esfuerzo, a mis siete años mi madre me llevó a un dentista del barrio que al verme le dijo que mi boca era un desastre y que la única solución era extraerme todos los dientes y que cuando estuviera a nuestro alcance, me pusieran prótesis. Y así visité durante varias semanas ese consultorio donde me fueron arrancando de a uno o dos por vez hasta que me quedé sin dientes''.

Debe haber sido muy traumático atravesar eso a los siete años, las burlas, los complejos, le dije a mi padre. ``No pensábamos en eso. Eramos pobres, había otros problemas. Había que seguir. Además, tenía a mi madre al lado'', me respondió.

``No sé cuánto tiempo tuve la boca chupada hacia adentro como la de los viejos, pero un día algo blanco se asomó por una de mis encías inferiores. Un diente, otro. Y otro. Me crecieron todos de nuevo, los mismos que tengo hasta el día de hoy'', me dice mi padre, con una sonrisa que deja ver un teclado perfecto. Le digo que pensaba que no era posible que a una persona le creciera tres veces la dentadura. ``Pero así fue'', me respondió.

``A los ocho años no solamente tenía todos mis dientes, sino que de un día para otro comencé a hablar. Entonces, mi madre me llevaba todos los fines de año al Ministerio de Educación a que rindiera libre las materias de los grados que me había perdido. Y así me incorporé al colegio, recién en cuarto grado''.

Cuando terminó de hablar fui yo quien se quedó mudo, desolado por el dramatismo de la historia, suspendido por el relato de un pasado que hasta ese momento desconocía. De cara a una brisa tibia que agitaba las copas de las palmeras, ya casi había anochecido y sólo atiné a decirle que no podía imaginarme la dureza de esas situaciones, de enfrentar una vida tan pobre a esa edad, con tantos traumas y heridas.

El calla por un momento. Y luego me dice que no había sido tan difícil porque detrás de todos esos trances había estado mi nonna.
``Vos no te das una idea, no sabés la mamá que yo tuve''.