La maestra contemporánea del cuento

En octubre de 2013 los mandarines de Estocolmo se confabularon para perpetrar una acto de estricta justicia: anunciaban que concedían el Nobel de Literatura a Alice Munro (1931-2024). Fue la primera vez que la Academia Sueca reconocía a un autor que sólo compuso cuentos. Y fue la primera vez también que un canadiense ganaba el principal premio literario del mundo (Saúl Bellow había nacido en Montreal pero se naturalizó y desarrolló su carrera en Estados Unidos).

En aquellos días que gobernaban Obama y Cristina, el novelista Antonio Muñoz Molina escribió: “No me cansaría nunca de hablar de Alice Munro ni de leerla”. Suscribimos letra por letra la frase; creemos que "la maestra contemporánea del cuento" (Estocolmo dixit) puede ser comparada nada menos que con Jorge Luis Borges.

No incumbe el parecido, aclaremos, al estilo ni la temática, sino a la excelencia. Tanto nuestra gloria nacional como la narradora canadiense han elevado el relato breve a obra de arte.

SINGULAR EFICACIA

Hace un tiempo el autor de estas líneas se preguntaba en el Suplemento de Cultura de La Prensa: “¿De dónde obtiene la escritura de Munro su singular eficacia? Del oído, en primer lugar. La gran narradora canadiense tiene un oído excelente para el diálogo vivaz. De la vista, también. Las descripciones son espléndidas; los retratos, perfectos; y los detalles, conmovedores. Los personajes son típicos, en el sentido de que sus preocupaciones siempre nos resultan familiares; pero al mismo tiempo son extraordinarios en mente y alma. Cualquier persona -ésta es la clave- puede ocultar una tragedia o una aventura. Nunca falta la tensión dramática. Munro tiene también buen gusto. Hay abundancia de historias sabrosas; sazonadas con ricas observaciones. ¿Y el olfato? Los relatos de Munro huelen a madera, a nieve, a ropa vieja, a ese mundo más tierno, más estable y más hipócrita que nos causa nostalgia pero que nunca jamás volverá“.

En efecto, la señora Munro tenía una habilidad casi única para envolver al lector dentro de una trama. Puede que su prosa no sea exquisita como la de Borges, pero es trasparente como el agua. Economía de medios e intensidad, la caracterizaron. Hay un truco espléndido que usaba con frecuencia: el núcleo incandescente del relato se nos presenta por sorpresa, nos asalta con la guardia baja.

Ha esculpido relatos de cuarenta o cincuenta páginas que abarcan, incluso, varias generaciones y que nos llevan de uno a otro escenario. Ha demostrado -como Fargo- que incluso en las nevadas y quietas planicies de Norteamérica ocurren cosas tremendas. Pocos literatos, en fin, han enviado una sonda tan profunda a las inmensidades del alma humana.

Saludaba la Academia Sueca el "armonioso estilo de relatar, que se caracteriza por su claridad y realismo psicológico". Suele compararse a Munro con Chejov. Ella decía, no obstante, que sus influencias eran Eudora Welty, Flannery O'Connor y Carson McCullers (¡Oh, el Profundo Sur!) en los años mozos; y señaló a William Maxwell como su gran amor literario.

Alice dejó catorce libros que seguramente se van a reimprimir para gozo de los lectores de todos los tiempos. Sus textos son clásicos, como los Evangelios están hechos para todos y para cada uno.