UNA NUEVA EDICION DE ‘A TREINTA DIAS DEL PODER’, DE HENRY ASHBY TURNER JR.
La historia en la encrucijada
El ensayo clásico del historiador estadounidense revisa las causas inmediatas del ascenso del nazismo en 1933. Su razonamiento descree de las explicaciones deterministas y el realza el papel de la contingencia.
La reaparición en las librerías argentinas de este libro del historiador estadounidense Henry Ashby Turner Jr. quedó atravesada por la política local. El contexto es la amarga polémica, luego trasladada a la Justicia, que meses atrás enredó al presidente Javier Milei y Carlos Pagni por una observación que el periodista extrajo de la lectura de la obra y que el mandatario, erróneamente, juzgó ofensiva porque entendió que comparaba su triunfo electoral de 2023 con el de Adolf Hitler noventa años antes.
Ocurre que el tema de A treinta días del poder (Edhasa, 344 páginas), un clásico de la historiografía moderna cuya primera edición en inglés se publicó en 1996, es el estudio de las causas inmediatas que explican el ascenso de Hitler a la jefatura del Gobierno alemán en los últimos días de enero de 1933.
Lejos de cualquier ánimo panfletario, al emprender la revisión de lo que el británico Alan Bullock calificó de “historia tortuosa de intrigas políticas”, Turner (1932-2008) eligió la narración objetiva a manera de crónica y reservó para el último capítulo el análisis y la distribución de culpas y responsabilidades de todo el proceso.
El autor, catedrático durante décadas en la Universidad de Yale, se propuso destacar una serie de paradojas de aquella encrucijada histórica que no pasaron inadvertidas a los investigadores anteriores del período, empezando por el propio Bullock y su ya lejana biografía de Hitler aparecida en 1952.
PARADOJAS
La primera y la más importante es que el líder nazi llegó al poder cuando su caudal electoral había empezado a mermar y emergían críticas, fisuras y deserciones entre ciertas figuras representativas de su partido.
Esas discrepancias, y he ahí una segunda paradoja, respondían a la disconformidad con el método “legalista” que Hitler insistía en adoptar para concretar su llegada al gobierno.
A comienzos de 1933 los nazis más extremistas creían que “el momento histórico del movimiento” ya había pasado. Pedían al Führer que abandonara la “manía de legalidad” y alistara sus tropas de asalto para librar una batalla “más brutal y revolucionaria” que los condujera al poder.
Una tercera paradoja es la que envuelve a la propia explicación de Turner. En su argumentación procuró rechazar “el mito de que los nazis habían sido financiados por capitalistas alemanes”, tema al que dedicó un estudio específico aparecido a mediados de la década de 1980 (Las grandes empresas alemanas y el ascenso de Hitler).
Ni Hitler ni su movimiento fueron títeres de poderes ocultos, corrobora el autor en A treinta días del poder. Pero, acto seguido, pasa a enumerar las diferentes personas o fuerzas que en 1932 y 1933 creyeron exactamente eso, incluyendo a “un número considerable de figuras judías respetadas”, entre los que se contaba el dueño de la influyente editorial Ullstein.
La opinión mayoritaria entre los principales dirigentes políticos alemanes de aquel momento era que Hitler y los nazis podían ser “domados”. Su pretensión era conducirlos al ejercicio tutelado del poder que, por un lado, respetara las reglas tradicionales, y por otro revelase su impericia ejecutiva y acentuara su desprestigio. “Si no existieran, habría que inventarlos”, llegó a decir uno de esos confiados jerarcas germanos.

ERROR DE JUICIO
Turner subraya repetidas veces este aparente error de juicio que atribuye al desconocimiento y a la presunta falta de información de la “casta” gobernante alemana.
Incurrieron en esa falla los miembros más prominentes del elenco de líderes políticos, hoy largamente olvidado, que precedió al auge del nazismo: el presidente y mariscal Paul von Hindenburg (el gran responsable en opinión del autor), el ex canciller Franz von Papen (un hombre clave) y el último canciller en ejercicio, Kurt von Schleicher, además de otros nombres menores que pertenecían a los partidos de centro y centroderecha, a la socialdemocracia y a determinados círculos de nazis disidentes.
La última de las paradojas, ya señalada por otros historiadores y biógrafos antes que Turner, es el papel secundario que desempeñó el propio Hitler en su meteórico encumbramiento.
Fueron otros los que le allanaron el camino en el momento que parecía el menos favorable para su designación como canciller. Cierta ignorancia política, numerosas falencias de criterio, falta de información y el peso enorme de las disputas personales explicarían la serie de carambolas políticas que condujeron al desenlace histórico conocido.
“En realidad, Hitler no se hizo con el poder; le fue entregado por los hombres que en ese momento controlaban el destino de Alemania”, es la frase final que clausura el tramo narrativo de A treinta días del poder.
LO CONTINGENTE
El último capítulo de la obra, titulado “Determinismo, contingencia y responsabilidad”, resume la interpretación de Turner y despliega lo que podría interpretarse como su credo de historiador.
Sin negarlas del todo, su explicación resta importancia a las causas “deterministas” del triunfo de Hitler, causas que se remontarían por lo menos hasta 1848 en el pasado alemán y europeo. Tales procesos de larga data fueron necesarios para lo habría de suceder en 1933, pero no agotan su comprensión.
La clave para el autor debe buscarse en el papel de la contingencia, categoría en la que ubica a la actuación decisiva que tuvieron determinadas personas en el desenvolvimiento del drama histórico.
Llevando al extremo este razonamiento, Turner imagina cuáles podrían haber sido las alternativas al ascenso de Hitler, siempre que se partiera del mismo encadenamiento de causas históricas de viejo origen.
Su aporte de historia contrafáctica, no menos paradojal, señala que la mejor alternativa que podría haber impedido el surgimiento de la era nazi habría sido la imposición en Berlín de un gobierno militar.
Este hipotético régimen de facto instalado en 1933 hubiera despejado los impedimentos políticos que atenazaban a una república a todas luces inviable y se habría beneficiado de la recuperación económica que ya empezaba a vislumbrarse en Alemania, superada la peor parte de la Gran Depresión. Esos generales incluso podrían haber invadido Polonia, pero su guerra no habría sido un conflicto mundial.
A más de noventa años de aquellos hechos, no deja de asombrar este ejercicio de imaginación histórica que, con el argumento contener el avance legal de una fuerza indeseable, considerara lícito proponer la suspensión retrospectiva del estado de derecho y la imposición de una dictadura al margen de la ley.
Un ejemplo de la misma clase de manipulación selectiva y contradictoria de las reglas contra la que pretendió alzarse la prédica nazi, y que fue lo que entre otras cosas dio alas a su vertiginosa llegada al poder.
