La despedida del gran campeón

El baúl de los recuerdos. El 30 de octubre de 1977 Carlos Monzón le puso fin a su carrera. Se retiró tras derrotar al colombiano Rodrigo Valdez. Fue la 14ª defensa exitosa de un campeón sin igual.

Cayó el campeón. La sorpresa se apoderó del estadio Louis II, de Montecarlo. Una imagen inédita. Inesperada. Ocurrió en el segundo round. Pudo haber sido el último de su carrera. Pero no. Se puso de pie y empezó a ser el formidable boxeador que siempre había sido. La cuenta de protección le dio el tiempo justo para reaccionar. A partir de ese momento, Carlos Monzón edificó una victoria con su sello. Inapelable. Le ganó por puntos al colombiano Rodrigo Valdez. Fue el 30 de julio de 1977. Un rato después anunció su retiro. Se fue a lo grande.

Hacía siete años que el mundo estaba rendido a los pies del santafesino. Indiscutido campeón mundial de los medianos, era respetado en cada rincón del planeta. Pero Monzón ya tenía la mente ocupada en otros asuntos y estaba listo para decir adiós. Solo necesitaba una última victoria. La oportunidad para despedirse y pensar en su nueva vida. Ya sin golpes, ni entrenamientos… Sin privaciones. Y con todos los placeres que el dinero pudiera asegurar.

Monzón estaba cerca de los 35 años. Iba a cumplirlos una semana después de vérselas otra vez con Valdez. No subía a un ring desde hacía 13 meses, justo cuando había derrotado al colombiano en la reunificación de los títulos del Consejo (CMB) y la Asociación Mundial de Boxeo (AMB). Llevaba demasiado tiempo ganándose la vida con la fuerza de sus puños.

El campeón venía de protagonizar La Mary, con Susana Giménez. El cine y su tumultuoso romance con la modelo ocupaban sus horas.

Fumaba 40 cigarrillos por día, tomaba vino sin preocuparse por lo que pudiera pasar después. Las abundantes cenas con los más variados y aplaudidos personajes de la farándula argentina e internacional eran regadas con costosísimas botellas de champán. Cuentan las crónicas de la época que su turbulento romance con Susana Giménez atravesaba momentos difíciles por los enfermizos celos del campeón.

No tenía la cabeza puesta en el boxeo. Proyectaba su carrera cinematográfica. En 1974 había protagonizado La Mary junto a Susana, bajo la dirección de Daniel Tinayre, el esposo de Mirtha Legrand. El Cholo, su personaje, era un hombre impetuoso y de voraz apetito sexual. Tenía bastante de Monzón. Sea como fuere, en esos días había comenzado la relación con la entonces joven modelo.

La fama y la gloria le pertenecían al campeón, quien dos más tarde volvió a aparecer en Soñar, soñar, de Leonardo Favio, y en La cuenta está saldada, un filme italiano de Stelvio Massi. Ya en el ´77 encabezó el elenco de El Macho, un spaghetti western de Marcello Andrei en el que también intervino Susana. En el futuro le esperaban otras tres apariciones en la pantalla grande, pero antes de que esos productos fueran concebidos debía concentrarse en su reencuentro con Valdez.

El Macho, un spaghetti western protagonizado por Monzón y Susana.

EL PRIMER CAPÍTULO

El 9 de febrero de 1974 el argentino había vencido por nocaut técnico al cubano José Mantequilla Nápoles en París. Se trataba de la novena defensa del título mediano de la AMB y el CMB que había conseguido el 7 de noviembre de 1970 en un memorable combate contra el italiano Nino Benvenuti. Apurado, se fue a festejar con su amigo Alain Delon -un galán francés de aquellos tiempos que además fue el organizador de la pelea- y no aceptó someterse al control antidoping.

En realidad, entregó una muestra de orina cuando volvió de cenar, pero las autoridades del Consejo no la aceptaron y le quitaron el reconocimiento como campeón. Un respetado especialista de boxeo como el periodista Carlos Irusta explicó en una oportunidad que el faltazo al control fue el argumento oficial. En realidad, el CMB necesitaba alimentar el negocio y no era redituable un solo campeón en una categoría tan relevante como la de los medianos. Necesitaba otro y Monzón le dio la excusa perfecta.

Valdez se apoderó del cinturón mediano vacante de esa entidad al superar por nocaut técnico al estadounidense Bennie Briscoe en Montecarlo. Eso pasó el 25 de mayo del ´74, apenas treses meses de que a Monzón lo despojaran de su cetro. El colombiano ya le había ganado al norteamericano en 1973 y aparecía como un rival calificado para el argentino, quien en esos años desistió de enfrentarlo. Esa negativa plantó la semilla para que el Consejo avanzara sobre el título del santafesino.

Valdez se apoderó del título mediano de la AMB al imponerse a Bennie Briscoe en 1974.

La pelea por la unificación entre Monzón y Valdez tardó tres años en volverse realidad. Mientras tanto, el santafesino defendió exitosamente el título de la Asociación contra el australiano Tony Mundine, el ítalo-estadounidense Tony Licata y el francés Gratien Tonna. El colombiano, por su parte, conservó el del Consejo con triunfos sobre Tonna, el argentino Ramón Méndez, el mexicano Rudy Robles y el galo Nessim Max Cohen.

Por fin, el 26 de junio del ´76 se concretó el esperado duelo. A Monzón le aseguraron una bolsa de 250 mil dólares, 50 mil más que a Valdez. El escenario fue el glamoroso Louis II, en Montecarlo, la tierra del príncipe Raniero y la bella Grace Kelly. La pelea cumplió con las expectativas. El argentino edificó un triunfo en el que su acostumbrada solidez le permitió contrarrestar el plan de trabajo de Rocky, quien por momentos sufrió un impiadoso castigo.

Antes de estar cara a cara con el monarca de la AMB, Valdez recibió un golpe mucho más duro que el que pudiera aplicarle Monzón o cualquier otro adversario. El 19 de junio, es decir una semana antes del combate en el Principado, su hermano Raimundo fue asesinado durante una pelea en un bar. Amagó con no presentarse y regresar a su tierra, pero no tuvo otra alternativa que cumplir el contrato que había firmado. Además, le costó mucho dar el límite de la categoría -72,562 gramos-, ya que debió subir varias veces a la balanza hasta quedar habilitado.

Monzón recuperó el cinturón de la AMB en una histórica pelea que se concretó en junio del ´76.

En el tercer round Monzón acertó con un impacto en el rostro de su oponente, que terminó con el ojo izquierdo semicerrado. La estrategia de Valdez consistía en atacar una y otra vez al santafesino y, al mismo tiempo, cuidarse de sus golpes a larga distancia. Con un fuerte derechazo conmovió al campeón de la AMB. Pero el argentino se mantuvo de pie y en el 14° asalto derribó al colombiano, que apenas logró reponerse.

Valdez llegó al final para enterarse del fallo unánime del referí Raymond Baldeyrou (146-144) y de los jurados Andre Bernier (147-145) y Pierre Talayrac (148-144). El claro triunfo de Monzón en las tarjetas fue la mejor evidencia de la excelente labor que desarrolló a lo largo de los 15 rounds. El triunfo le devolvió al santafesino el cetro de la AMB. Era el mejor. Ya no había dudas. En realidad, nunca las hubo.

LA ÚLTIMA FUNCIÓN

Después de la unificación, Monzón ya no tenía demasiados argumentos para concentrarse en el boxeo. La buena vida era demasiado apacible como para negarse a ella. Escopeta, tal como lo conocían en su Santa Fe natal, disfrutaba del tabaco, las fiestas y el alcohol. ¿Cómo abandonar esos placeres para volver a entrar en el gimnasio a someterse a los rigores del entrenamiento? Debió hacerlo ante una suculenta oferta de 500 mil dólares de bolsa para darle una revancha al colombiano.

El 30 de julio de 1977, después de más de un año, el argentino volvió a estar cara a cara con el colombiano.

Solo una cantidad de dinero tan tentadora -la mayor en su carrera- podía arrastrarlo al trabajo que le imponía el Maestro Amílcar Brusa. Le dedicó tres largos meses a la preparación para el segundo cruce con Valdez. A los 34 años y con la mente ocupada por otro tipo de asuntos, se trataba de una carga no deseada. Pero iba a ser la última vez. Estaba decidido. Y esa última vez tenía que ser a lo grande. No podía ganar sin volver a mostrarle al mundo que había pocos boxeadores como él.

Rocky tenía 31 y entendía mejor que nadie que el destino le había hecho un guiño al ponerle en el camino a un Monzón con poca -por no decir ninguna- voluntad de dedicarle más tiempo al noble deporte de los puños. El colombiano confiaba en su estilo aguerrido y su fuerte pegada. Y quizás también pensaba que el año que había pasado después de la primera contienda entre ellos había apagado algo del fuego interior del campeón.

El cruzado de derecha que 13 meses antes había aturdido a Monzón se mantenía intacto. Y lo usó varias veces para intentar socavar la resistencia del argentino. En el segundo round logró lo que nadie había conseguido: derribar al venerado rey de los medianos. Monzón, que en sus 86 victorias acumulaba 59 por nocaut, besó la lona. El campeón había caído. El mundo estaba azorado. Pero el campeón no estaba derrotado. De ninguna manera. Ese acto desconocido para él, un especialista en condenar al ostracismo a sus oponentes dejándolos desparramados en el piso, fue un llamado de atención.

Monzón besa la lona. Una imagen que sorprendió al mundo.

La cuenta de protección del árbitro inglés Roland Dakin le otorgó el tiempo suficiente para recuperarse y empezar a hacer la pelea que más le convenía. Tenía que imponer condiciones. No podía simplemente dejarse pegar por Valdez.

En las páginas de El Gráfico, Ernesto Cherquis Bialo, un periodista que le otorgaba una exquisitez casi poética a sus agudos comentarios de boxeo, dio una explicación minuciosa del cambio de actitud del argentino: “Para Monzón fue un llamado de alerta. Se dio cuenta del peligro. Más que físico, el efecto del golpe fue espiritual. En ese momento afloró como nunca su temperamento”.

Con lujo de detalles, decía Cherquis: “Los ojos abiertos. Los dientes apretados. Los músculos tensos. Firmeza en las piernas y convicción en la mirada insensible. Ya estábamos frente al Monzón de siempre. El que transmite aplomo y seguridad. Conciencia y elucubración. Un Monzón que se dijo basta, y readquiriendo la posición vertical puso en funcionamiento la mano izquierda para contener y la derecha para fusilar. El hombro y la pierna izquierdos adelantados para lograr la distancia y la cabeza fuera del área de alcance. Con el dominio del espacio logró también aquietar el ritmo. Le quitó vértigo, desordenó el planteo del retador y marcó la tregua a la fricción estableciendo el dominio intelectual del combate”.

Víctima de un castigo impiadoso, Valdez terminó abrazado a Monzón. 

El nuevo escenario ofrecía los certeros contragolpes del campeón esparcidos inmediatamente después de cada intento de ataque del retador. La seguridad del argentino fue limando las ventajas que el colombiano había cosechado en los primeros pasajes de la pelea. Empezaba a adueñarse del trámite. Castigó duro el santafesino en el noveno round. Valdez apenas resistió. No resultaba sencillo sobrevivir a esos puños sedientos de victoria.

Otra vez se hace conveniente reparar en las palabras de Cherquis para entender cómo el décimo round acercó el desenlace. “Antes de los treinta segundos de ese inolvidable 10° round se vivió una rara sensación. Primero los gritos que acompañaron al gong. Después un murmullo con destino de silencio. Y cuando el silencio llegaba, como a propósito, una derecha en punta que choca la ceja de Valdez y la abre como si fuera una granada madura. La sangre del colombiano baja por su torso, y Monzón, cada vez más implacable, reaviva su instinto y lo castiga a voluntad”, indicó en su rico comentario.

El abrumador dominio de Monzón en esos tres minutos de acción marcó el destino de la pelea. Se sabía ganador. Para Valdez el combate se había transformado en un martirio. El argentino comprendía que no tenía sentido seguir machacando sobre un rival que ya no era tal. Su última gran obra estaba consumada. Las tarjetas de Dakin (144-141), Kurt Halbach (147-144) y Angelo Poletti (145-143) determinaron el triunfo por puntos en fallo unánime al cabo de 15 capítulos.

El Gráfico y Sports Illustrated reflejaron en sus portadas el valor de la última victoria del indiscutido campeón de los medianos.

De pronto, apareció Juan Carlos Lectoure, Tito, un personaje fundamental en el boxeo argentino desde su rol de promotor y dueño del Luna Park. Él había guiado paso a paso a Monzón en su carrera, pero se habían separado luego del anterior choque con Valdez. Se abrazaron, tal vez procurando disimular las diferencias del pasado reciente y regodearse de los viejos buenos tiempos. El santafesino le dijo al oído que dejaba el boxeo.

Y se fue como el enorme campeón que era. Con 14 defensas exitosas a lo largo de siete años de reinado. Fue la despedida ideal para un boxeador como pocos.