La cruzada libertadora oriental y la historia de su primer hospital de sangre
La madrugada del 19 de abril de 1825, treinta y tres orientales desembarcaron en la playa de Agraciada, la provincia Cisplatina, usurpada por el Imperio Lusitano. Allí juraron luchar para expulsar a los invasores:
“Si hemos de morir, moriremos como buenos en nuestra propia tierra. ¡Libertad o muerte!”
La cruzada no fue una campaña improvisada. Casi dos años antes, diversos enviados desde Buenos Aires no solo llevaron adelante tareas de espionaje, sino que además apalabraron el apoyo de caudillos locales y estancieros. Así, poco después del desembarcó, los 33 (que en realidad no fueron 33, pero quedó este número en el acervo popular como parte de una simbología masónica, con un papel activo en la independencia de los países latinoamericanos) organizaron la provisión de caballada, municiones y comida. Sin embargo, cuando empezaron a caer heridos y enfermos, recién entonces se percataron que no tenían medicinas.
No fue la primera vez ni la última que los genios militares olvidan esos detalles. Durante la Segunda Guerra Mundial, 120 años después de esta cruzada, al famoso general Philippe Leclerc –convertido en uno de los héroes franceses de la contienda –, cuando en una conferencia le preguntaron cómo evacuaría a los soldados heridos en una compleja campaña contra el Afrika Korps, contestó:
“Pues, si no me dan más medios, que se mueran”.
Esto causó un escándalo que concluyó con la entrega de más vehículos al irascible Leclerc (cuyo verdadero nombre era Philippe François Marie, conde de Hauteclocque, pero peleaba bajo este seudónimo para no poner en peligro a su familia que vivía en Francia).
Los jefes de la cruzada, Antonia Lavalleja y Manuel Oribe, le comentaron esta falta de previsión a Josefa Oribe, hermana de Manuel, quien ya había demostrado su coraje y valía durante las campañas artiguistas y la ocupación de la Provincia Cisplatina por parte del ejército lusitano.
A Josefa la llamaban “La Tupamara”, pseudónimo otorgado en honor a Túpac Amaru, un término que entonces se utilizaba para designar a cualquier opositor al régimen colonial español. Pero en el siglo XX, sería utilizado por la guerrilla urbana uruguaya de izquierda.
María Josefa Francisca Oribe y Viana (1789-1835) había estado casada con Felipe Contucci, un matrimonio sin amor que pronto quedó trunco. Antes de separarse, tuvo una hija, Agustina, quien con los años sería la esposa de su tío Manuel Oribe –segundo presidente uruguayo y fundador del Partido Blanco–.
En 1825, los ahora brasileros eran dueños de la Provincia Cisplatina, y algunos patriotas deseaban liberarla de su yugo para volver a ser parte de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Aún no se discutía una intención emancipadora: los orientales solo querían volver a la frágil unión con las provincias argentinas, como lo había planteado Artigas. Sabían que sin el apoyo de las demás provincias volverían a caer presos de los usurpadores brasileros.
La opción creativa de un estado tapón, propuesta por los ingleses, dio viabilidad a la propuesta independentista, pero aún faltaban años para este desenlace.
Para lograr apoyo dentro de Montevideo, Josefa intentó sobornar a las tropas de pernambucanos que llegaron con los imperiales. Los oriundos de Pernambuco tampoco deseaban ser miembros del imperio de Pedro I. Para lograr su adhesión a la causa de los orientales, Josefa repartió oro entre sus jefes. Sin embargo, los pernambucanos se gastaron el dinero en alcohol, que les aflojó la lengua. Pronto, el nombre de Josefa estaba en boca de todos. “La Tupamara” debió descolgarse por una ventana para huir de las murallas de Montevideo y las garras del imperio.
Cualquier otra mujer (u hombre) en su sano juicio no hubiese vuelto a la ciudad, pero Josefa, o “Pepa” como se la conocía, no parecía estarlo por estas bravuconadas al borde de la temeridad que la caracterizaba.
Conmovida al ver a su gente morirse como perros luchando por ese sueño que en algún momento sería Uruguay, Josefa decidió ennegrecer su cara, sus brazos y piernas, vestirse como una esclava y agenciarse los remedios que necesitaba para salvar la vida de los combatientes heridos.
Las esclavas eran las únicas personas que podían salir de los muros de la ciudad para lavar la ropa en los pocitos o manantiales que daba al Río de la Plata. Disfrazada, Pepa entró a la ciudad por la puerta de San Pedro sin ser molestada por los guardias. Fue directamente a ver al médico brasilero José Pedro Oliveira, ante quien se presentó para solicitar todo lo que los orientales necesitaban a fin de curar a sus heridos: pinzas, sierras, tijeras, vendas, algodones, láudano…
El Dr. Oliveira no podía creer lo que estaba ocurriendo y le pidió a Josefa que se retirará inmediatamente, que él no le iba a entregar nada. Sin inmutarse, Josefa le recordó su juramento hipocrático, que iba más allá de la defensa de los ideales: eran hombres sufrientes y él debía asistirlos… Peor Olivera insistió: no, no y no.
Entonces Pepa perdió la calma e instó al doctor a llamar a la guardia, sugiriéndole que explicara qué hacía allí una mujer así vestida. Si la acusaba, ambos serían traidores y así las cosas, ambos serían fusilados. Este argumento fue suficiente para persuadirlo: el doctor estaba atrapado entre su juramento y su lealtad a la patria. Oliveira le entregó a Josefa todo lo que necesitaba.
No fue esta la única visita porque Josefa le tomó afición al juego de cambiar de personaje para conseguir lo que necesitaba de Montevideo: remedios, armas o información. Un día vestida de pordiosera, otra de vendedora, y hasta de monja con rosario se disfrazó .
Terminada la guerra contra Brasil y lograda la casi impensada independencia de la Provincia Oriental, Josefa se recluyó en su hogar. Su pasado estuvo marcado por glorias poco reconocidas y sinsabores: un matrimonio mal avenido con el tal Contucci, las miradas recriminatorias de damas que no se ensuciaron con barro y sangre, que nunca miraron de frente el peligro o sufrieron prisión por pelear por lo que consideraban injusto…
Josefa murió dos semanas después que su hermano y yerno asumiera la presidencia de la nación. No presenció las guerras fratricidas donde derramó mucha sangre de orientales.