La confesión de un no creyente

Los abandonos

Por Russell Banks

Sexto Piso. 325 páginas

 

Pese a todas las teorías sobre el fin de la novela y la muerte del autor, pese al posmodernismo que se muerde la cola y al estructuralismo incansablemente regurgitado, aún siguen escribiéndose libros con la comprensible ambición de contar una historia y dibujar la silueta creíble de ciertos personajes.

Podrían citarse varios ejemplos. Uno de ellos es Los abandonos, la penúltima de las 14 novelas publicadas del estadounidense Russell Banks (1940-2023), escritor respetado y de relativa fama a partir de obras aparecidas en las décadas de 1980 y 1990, un par de ellas luego trasladadas al cine, como la que inspiró la película El dulce porvenir, de Atom Egoyan (1997).

El eje narrativo de Los abandonos, que también fue llevada al cine y se estrenó semanas atrás en el festival de Cannes, es la íntima confesión de un no creyente. Leonard Fife se llama el arrepentido. Tiene 78 años, es un reconocido documentalista estadounidense con pasado contestatario. En 1968 emigró a Canadá, al igual que otros 60.000 jóvenes que no querían ser reclutados para que los mandaran a combatir a Vietnam. Pero pronto nos enteramos de que su huida nada tuvo que ver con la guerra.

Cincuenta años más tarde, en 2018, Fife está enfermo de cáncer y experimenta una misteriosa urgencia por confesar las maldades que cometió en el pasado (él nunca habla de pecados, aunque lo sean).

Su deseo coincide con la propuesta de unos ex alumnos que quieren entrevistarlo para preparar luego un documental sobre su vida. Fife acepta y los recibe en su casa de Montreal. Pero enseguida elude las preguntas guionadas y se dedica a relatar, de manera muchas veces caótica, algunos de los actos inmorales que perpetró en una larga vida que está a punto de extinguirse. Exige además que la confesión quede registrada en video y que la presencie su actual esposa, Emma, a quien conoció décadas atrás cuando era su profesor.

“Durante cuarenta y cinco años —explica—, el tiempo que llevo en Canadá y desde que salí a comprar mi primer cámara de dieciséis milímetros, he sacado a la luz la corrupción, falsedad e hipocresía de gobiernos y empresas...Y ahora...soy yo quien se pone al descubierto. Mi corrupción, mi falsedad, mi hipocresía. Y eso es algo que solo yo puedo hacer. Nadie más”.

He ahí la estructura del libro. Un presente fijado en la entrevista de 2018, que se alterna con las evocaciones mentales de Fife que lo llevan a revivir de manera confusa los años de juventud y de estudiante, la relación con sus padres, con sus amigos y, muy especialmente, con las mujeres y los hijos que engendró.

 

IDA Y VUELTA

 

La novela va y viene entre aquel pasado lejano estadounidense y el presente bien definido en Canadá, acompañando la borrosa narración de un anciano debilitado por la enfermedad y los medicamentos que apenas consiguen mantenerlo con vida.

El recurso, típico en escritores que pretenden generar suspenso y estimular el contraste entre dos líneas narrativas, se acepta hasta la segunda o tercera vez que ocurre. A partir de entonces empieza a notarse demasiado lo artificial del mecanismo. Tampoco convence el repetido desconcierto de los entrevistadores canadienses ante lo que ellos interpretan como un desvarío incomprensible, pero que los lectores entienden plenamente.

Fife se arrepiente de variadas infamias. Ha sido cobarde, egoísta, mal esposo, mal padre y mal amigo. Cometió traiciones en diferentes planos y procuró desembarazarse de cada situación problemática huyendo hacia adelante, a menudo cambiando de geografía dentro o fuera de Estados Unidos.

Sus recuerdos vaporosos, acaso inventados, exagerados o adaptados de otras vidas, son el núcleo de Los abandonos. En esos capítulos Banks prescinde del relato enmarcado y recrea las evocaciones con la vividez característica de los narradores anglosajones realistas que se formaron leyendo a Joyce, Conrad y Faulkner. Las escenas “suceden” frente a la mirada del lector, no llegan mediadas por el uso de torpes añadidos literarios que terminan por disolver todo empeño de verosimilitud.

Ese es el gran mérito de una novela por lo demás imperfecta, pero que vale la pena por la potencia de sus mejores pasajes, y por la reivindicación de las virtudes del narrador clásico que sabe conmover con un cuento bien contado.