La cara oculta de la II Guerra Mundial
El último libro del británico Max Hastings esclarece el uso del espionaje por los dos bandos en lucha. Gracias al temprano desciframiento de los códigos secretos alemanes y japoneses, los Aliados gozaron de una ventaja decisiva en el conflicto. Los soviéticos superaron a todos los contendientes por sus redes de agentes infiltrados.
La Segunda Guerra Mundial es una fuente inagotable de temas para el mercado editorial anglosajón, que tiene en la historia militar a uno de los géneros más populares para obras que no sean de literatura. Y pocos autores han aprovechado mejor esa veta que el británico Max Hastings, periodista primero y ahora historiador celebrado que lleva más de tres décadas escribiendo libros de guerra.
Después de una decena de volúmenes dedicados al desembarco en Normandía, el bombardeo aliado de Alemania o el papel de Winston Churchill como caudillo militar, Hastings vuelve la mirada a uno de los aspectos más relevantes y al mismo tiempo menos conocidos del conflicto.
En el voluminoso La guerra secreta (Crítica, 824 páginas) indaga en el papel que tuvieron las acciones de inteligencia en sus diferentes variantes sobre el desarrollo de los combates por parte de los dos grandes bandos enfrentados. Su intención fue producir un repaso completo en el que no hay grandes revelaciones para el lector especializado, pero sí montañas de hechos bien narrados que conforman una suerte de antología de lo que conviene saber en áreas que van de la criptografía y el espionaje humano al uso de partisanos y comandos infiltrados tras las líneas enemigas.
La lectura del libro ratifica una verdad sabida: los Aliados tuvieron la supremacía absoluta en materia de inteligencia sobre las potencias del Eje. Ese predominio solo pudo comprenderse en toda su magnitud a mediados de la década de 1970, cuando, treinta años después de finalizada la contienda, empezó a revelarse el secreto mejor guardado de la guerra. Hastings lo engloba bajo la denominación genérica de Ultra, que es el nombre que recibía la lectura descifrada de las comunicaciones radiales que los alemanes codificaban usando la máquina Enigma, a la que juzgaban inviolable.
Con la ayuda inicial de polacos y franceses, que en 1939 capturaron una de esas máquinas, los británicos empezaron a leer esos mensajes descifrados ya en enero de 1940, y lo siguieron haciendo en número siempre creciente hasta el fin de la guerra.
En total se calcula que los decodificadores acantonados en la residencia de campo de Bletchley Park, unos 75 kilómetros al norte de Londres, enviaron 100.000 mensajes descifrados a los jefes operativos aliados, cifra que, apunta Hastings, "sólo representaba la pequeña proporción considerada útil para los comandantes, del total de 90.000 que Bletchley procesó mensualmente entre 1944 y 1945".
EN TIEMPO REAL
Esa información fue decisiva para derrotar al mariscal Erwin Rommel en el norte de Africa en 1942, doblegar a los submarinos alemanes en la Batalla del Atlántico de 1943, planificar y ejecutar sin preocupaciones los desembarcos en Italia y el sur de Francia en 1944 y bloquear la única contraofensiva de cierto vigor que Hitler lanzó al final de la campaña de Normandía, en agosto de ese mismo año.
En el tramo final de la guerra los jefes aliados recibían casi en tiempo real los descifrados sobre el orden de batalla alemán, los movimientos previstos, sus necesidades logísticas y sus planes de defensa. El flujo era tan abundante y certero que llegó a funcionar como una droga para los generales británicos y norteamericanos, quienes, señala Hastings, "requerían dos o tres dosis al día antes de tomar ninguna decisión operativa", y por lo tanto tenían "todas las de ganar". La magnitud de esa ventaja sin paralelos históricos la resumió sin matices el jefe de inteligencia del mariscal Bernard Montgomery: "Pocos ejércitos han ido nunca al campo de batalla mejor informados acerca del enemigo".
Si a eso agregamos que los criptógrafos estadounidenses habían descifrado parte de los códigos militares japoneses y por completo el código diplomático (llamado Púrpura), comprobaremos que el dominio aliado en el rubro de la inteligencia de comunicaciones (Sigint, en la jerga inglesa) era poco menos que total. Los avances de los analistas norteamericanos, que tenían sus propias versiones de Bletchley Park, fueron claves para anticiparse y vencer en la batalla de Midway en 1942 (que Hastings considera "el verdadero triunfo decisivo de la inteligencia en el conflicto mundial"), devastar a la marina mercante nipona en 1943 y 1944, y elegir las posiciones más vulnerables del enemigo donde lanzar la vasta contraofensiva desde Nueva Guinea y las islas del Pacífico central.
Y también fueron útiles en el teatro de operaciones europeo. Ello fue así porque al dominar el código diplomático japonés estaban en condiciones de leer las comunicaciones que enviaba a Tokio el embajador en Berlín, barón Hiroshi Oshima. Entre 1941 y 1945 los aliados pudieron leer unos 2.000 de esos despachos que testimoniaban las conversaciones que mantenía sobre temas políticos o militares con funcionarios alemanes de alto nivel.
Al espiar a Oshima accedían a los secretos más reservados de la cúpula nazi. "Jamás en la historia -señala Hastings- un país en guerra había contado con la posibilidad de escuchar las conversaciones de quienes tomaban las decisiones en el bando contrario como entonces".
El gigante soviético, la otra potencia aliada, alega haber conseguido triunfos similares a los de Londres y Washington en el descifrado de los códigos alemanes, pero hasta la fecha, aclara Hastings, no se han conocido documentos que veraces lo prueben. La excelencia de Moscú estaba en otro rubro del mundo del espionaje, el de la inteligencia humana (Humint). Hasta bien avanzada la guerra los agentes de Stalin lograron mantener tres redes de espías dentro del imperio nazi que pasaron información crucial, en algunos casos de fuentes en el corazón mismo del régimen que hasta el día de hoy no fueron identificadas (aunque se sospecha que una de ellas, la "red de Lucy", con base en Suiza, era un invento de Londres para pasar a Moscú los datos que obtenía de Ultra).
INFILTRADO
Algo similar ocurrió con la red montada en Japón por Richard Sorge, quien, infiltrado entre los círculos de la embajada nazi en Tokio, accedía a la información confidencial que los japoneses compartían con Berlín y llegó a ser "probablemente, el agente mejor informado del mundo".
Pero los soviéticos no solo espiaban a los enemigos. También buscaban secretos entre los Aliados anglosajones. Sus agentes todo lo penetraron, desde el exclusivo Bletchley Park (donde estaba John Cairncross el quinto hombre de los "Cinco de Cambridge", pero también otro topo llamado "el barón", hasta hoy no descubierto) a las altas esferas del gobierno norteamericano, incluyendo al círculo del presidente Roosevelt, pasando por la OSS (antecesora de la CIA) y, lo más importante de todo, la fabricación de la bomba atómica. La infiltración entre los científicos del Proyecto Manhattan (Enórmoz en el código soviético) fue a juicio de Hastings "el capítulo más importante del espionaje de la Segunda Guerra Mundial", el logro supremo de la red de 200 informantes que llegó a tener Stalin en Estados Unidos, la mitad de los cuales todavía no fueron identificados.
Ningún triunfo comparable podían exhibir los países del Eje. Como en el resto de la guerra, el papel de Italia en el rubro del espionaje fue marginal. Japón demostró ser muy hábil en la inteligencia previa al ataque a Pearl Harbor de 1941 y a la posterior campaña por el sudeste de Asia y el Pacífico central y meridional. Pero luego no pudo -ni intentó- sostener ese esfuerzo ante el contraataque estadounidense.
Alemania obtuvo ciertas victorias en el espionaje radial a través de su propio Bletchley Park, la B-Dienst de la Armada, que aportó un "extraordinario caudal de información sobre los movimientos de los convoyes" que cruzaban el Atlántico para abastecer a Gran Bretaña. Secciones equivalentes en el Ejército consiguieron descifrar las comunicaciones francesas en 1940, las de los británicos en el norte de Africa hasta 1942 y las de ciertos agregados militares, como el de Estados Unidos en El Cairo, Egipto.
Sin embargo, su gran fracaso estuvo en la agencia de espionaje militar, la Abwehr, que dirigía el misterioso almirante Wilhelm Canaris. Durante el conflicto los agentes de la Abwehr fueron ineficaces en el mejor de los casos, en tanto que su red en Gran Bretaña fue atrapada y doblada por la inteligencia británica, que de ese modo pudo intoxicar a Berlín con material falso que hacía pasar por verdadero.
Hastings cuenta esta formidable historia siguiendo un orden que combina la cronología con la selección por temas y países. Lo hace con su probado talento narrativo, aunque ensaya una perspectiva exageradamente escéptica acerca de la utilidad del espionaje, que su propio material desmiente. Una y otra vez se esfuerza por advertir que Ultra, la máxima victoria aliada en materia de inteligencia, muchas veces aportaba datos con demora o de modo incompleto, o que su lectura no equivalía al triunfo en el campo de batalla.
Tanto esfuerzo por disminuir la importancia del recurso que, en palabras de Churchill, había sido "el arma secreta que ganó la guerra", revela una pose común entre ciertos autores anglosajones, quienes tal vez deseen desalentar preguntas incómodas, referidas al pasado pero también al futuro, sobre el verdadero alcance de la información confidencial y el grado en que los gobiernos deciden usar o no ese material, según convenga a sus objetivos de corto, mediano o largo plazo. El propio Hastings lo reconoce al citar los motivos oficiales por los que se cubrió de secreto a Ultra cuando los cañones ya habían callado: "Estos métodos (de espionaje)...iban a ser indispensables en guerras futuras".