EL LATIDO DE LA CULTURA

La caída

Mi hijo de dos años se ha caído de la cama y es el impacto de su cabeza contra el piso de madera lo que me despierta a mitad de la noche. Un ruido grave que viaja desde mi habitación hasta el sillón del living donde ocasionalmente duermo. En casa estamos atravesando la era en la que de madrugada los niños se pasan de cuarto. Bajan de sus cuchetas y como pequeños zombies amables, a paso dislocado van en busca de su madre, que en dos semanas dará a luz. Es la época en la que los hijos no quieren a su padre y en la víspera de este embarazo nadie tiene cama fija: como consecuencia de los celos pareciera que para los hermanos del bebé por nacer todas las habitaciones son de todos. A veces mi mujer duerme en el cuarto de los niños con uno de ellos y yo con el restante, en nuestro cuarto. Otras veces, cuando quedan dormidos con nosotros, medio sonámbulo los rescato de donde estén y los cargo hasta su pieza. Al levantarlos, el primer contacto los saca de la profundidad de su sueño y aún dormidos se encogen como las arañas pollito al tocar el agua. Aprietan sus mandíbulas y hacen chirriar los dientes. Se resisten a migrar de ese extraño país que habitan.  

De regreso de alguno de estos traslados hay noches en las que me desplomo en el sillón de tres cuerpos del living, donde quedo encallado como un cachalote. Pero esta noche en la que mi hijo menor se ha caído de la cama, me despabila ese sonido seco, como de melón que, caído de su canasto, ha rodado hasta el piso en una verdulería. Cuando voy a ver cómo está lo encuentro entre el sueño y la vigilia, borracho de sueño, sollozando dormido. Después de calmarlo y de asegurarme que el golpe no ha dejado secuelas, contemplo la escena: su hermano duerme perpendicular a la altura de los pies; la madre, en posición fetal, recostada en el margen izquierdo de la cama. Noto que del otro lado de su piel alguien más está despierto. El cuero de la panza de mi mujer se tensa formando extrañas poses mutantes. Al parecer él –quien aún no tiene nombre— y yo somos los únicos dos desvelados a esta hora. 

Me quedo allí parado unos minutos más en medio de la oscuridad, escuchando al unísono el ritmo acompasado de las respiraciones de una familia entera. Ya no lograré conciliar nuevamente el sueño. Miro el reloj: son las cuatro. Convencido de que este desvelo es una suerte de extraño regalo, salgo a la calle seguro de que arrancar el día a esta hora me hace saborear una victoria secreta y singular. No sé a quién o a qué le he ganado pero con esa sensación a cuestas camino decenas de cuadras. Al que madruga Dios lo ayuda, pienso. Pero esto no es madrugar, es otra cosa. Todavía es demasiado temprano y la vereda de la calle comercial de mi barrio está poblada de nighthawks, esos halcones de la noche que el pintor norteamericano Edward Hopper se encargó de retratar. Llegando a la esquina, un anciano me recita el poema de su embriaguez. Balbucea, maldice a Dios. Luego trastabilla, gira sobre su eje como una bailarina de ballet y al caer, su cabeza da contra el cordón. Cuando voy a ver cómo está lo encuentro entre el sueño y la vigilia, borracho de ginebra, sollozando. Después de calmarlo y de asegurarme que el golpe no ha dejado secuelas, contemplo la escena. Me mira como un niño, me agradece. Después se pone de pie, se despereza y ya sobrio se pone de pie y retoma su andar. Al llegar a la otra cuadra escucho la palabra gracias. Buenas noches, le respondo y me corrijo: Buen día. Feliz domingo, me dice.