‘La broma’, una obra imprescindible

“Ningún movimiento que se plantee transformar el mundo soporta la burla ni el desprecio porque eso es un óxido que todo lo disuelve”. M.K.

Podría decirse que, desde siempre, dos sistemas se disputan el control de la humanidad: la plutocracia y los regímenes esencialistas, como el nazifascismo, el comunismo o las teocracias, que postulan que “todo es política” (o religión). Lo curioso es que los sistemas regidos por el verticalismo y la sumisión a una poderosa voluntad de poder -también el populismo latinoamericano- no tienen el menor sentido del humor. Todo se lo toman en serio. Vaya usted a mofarse de Juan Perón en la Argentina de 1950 o de Fidel Castro en la Cuba del último medio siglo. Esa desgraciada incapacidad para comprender una broma también caracterizó al bolchevismo cuartelero que el Ejército Rojo impuso a la desdichada Centroeuropa después de la Segunda Guerra Mundial. Milán Kundera lo registró en, acaso, su mejor novela: La broma (Tusquet, 325 páginas edición 2012).

Intentar seducir a una chica escribiéndole en una postal loas a Trotski y considerando al optimismo como el opio del pueblo, le significó al entusiasta militante Ludvik Jahn la expulsión de la universidad, el confinamiento en una unidad militar de castigo y cinco años de trabajos forzados en las minas de carbón. También le envenenó el alma de tal manera que ya de adulto se consagró a consumar una venganza estúpida. Quince años rencorosos de un intelectual que perdió el derecho primordial a no ser un enemigo del Estado.

Kundera escribió en 1965 esta obra filosa como una navaja sobre la vida estropeada de un camarada caído en desgracia. La crítica ha destacado que pocos autores han logrado retratar mejor una sociedad comunista en decadencia. La náusea espiritual, la miseria uniforme, la muerte de los ideales, la aplastante burocracia, el descrédito del marxismo, el aparato de propaganda, la necesidad de refugiarse allí donde la política, con sus tácticas y su estrategia, no desempeñe ningún papel.

La primera novela de Kundera, la que demostró que era un artista de primera, está narrada de manera coral. Escuchamos cuatro voces, entre ellas la de Kotska, un iluso que creía que el socialismo real podía regenerarse superando el error histórico de haberse malquistado con el cristianismo. Claro, eran tiempos de la Primavera de Praga. Faltaban tres años para que los tanques rusos aplastarán la heterodoxia en la fenecida Checoslovaquia. A Kundera, por ciento, lo obligaron a ganarse la vida como jardinero y le prohibieron tener una biblioteca (!!!).

En esto se parece mucho el comunismo, al que se ha definido como una Iglesia sin Dios, con la versión integrista de las religiones. Comparten la convicción de que el pecador puede y debe ser reeducado mediante la penitencia. Al hereje recalcitrante le solía esperar, fíjese usted, la hoguera o el pelotón de fusilamiento.

Un libro imprescindible pues, ya que además de sus virtudes estéticas (como la gran legibilidad o la profundidad psicológica, o la densidad de la mirada del escritor que es consciente del peso de la Historia), advierte sobre los peligros de la revolución y el partido único, ante los cuales “sólo nos resta mantener la cabeza gacha”. Si no fuera por su abrumadora crueldad, uno podría concluir que los sistemas políticos de “pensamiento fuerte” no son otra cosa que una inmensa ridiculez.

PD: En la era comunista se acostumbraba a destruir a un individuo, a torcer su destino, mediante la imposición de una etiqueta. Uno estaba condenado si los inquisidores oficiales le colgaban el sambenito de “falto de fe, existencialista, intelectual, escéptico, individualista, pesimista, cosmopolita”. Más inocente era el saludo obligatorio entre los camaradas: “Honor al trabajo”.