El viaje a Mongolia

La abolición del Cristianismo

La comunidad católica de Mongolia es minúscula, cuenta con 1.500 fieles, lo cual permite pensar que el país no ha sido en realidad profundamente evangelizado. La presencia allí del Sucesor de Pedro presentaba una ocasión inmejorable. ¿No era posible, acaso, para anunciar el nombre de Jesucristo, con respeto y cordialidad hacia los oyentes budistas, y presentarse no como el portador de un mensaje humanístico sino como lo que es, Vicario de Cristo? Lamentablemente, los viajes del Papa no son gestos evangelizadores sino vagamente religiosos; no se encuentra primordialmente en ellos la proclamación del kérygma, como corresponde al oficio apostólico. Esta vez fue una prédica contra el fundamentalismo: “La cerrazón, la imposición unilateral, el fundamentalismo y la coerción ideológica arruinan la fraternidad, alimentan tensiones, y ponen en peligro la paz”.
 

FUNDAMENTALISMO PROGRESISTA
El discurso de San Pablo en el areópago de Atenas (Hch 17, 22-31) es un modelo que analógicamente puede ser aplicado hoy día en la relación de la Verdad católica con la religiosidad de “las naciones”. El Apóstol no preparó una ensalada interreligiosa, como la que se sirvió en Mongolia. A propósito, podemos preguntarnos en qué consiste una actitud pastoral, en sentido cristiano.
“El fundamentalismo pone en peligro la paz”, titula el diario La Prensa, de Buenos Aires, sobre la advertencia del Papa. Es verdad: el fundamentalismo progresista instalado en Roma turba la paz de la Iglesia, en la que la desarmonía afea su belleza. En la reunión desarrollada en el teatro Hun, de la capital Ulan Bator, donde se reunieron chamanes locales, monjes budistas, y un sacerdote ortodoxo, el Pontífice elogió indistintamente a las “tradiciones religiosas, en su originalidad y diversidad (que) importan un formidable potencial de bien, al servicio de la sociedad”.
El Santo Padre escuchó atento mientras otros religiosos, incluidos judíos, musulmanes, bahaíes, hindúes, sintoístas, adventistas, y evangélicos, describían sus creencias, y su relación con el más allá. Muchos destacaron que “la yurta mongola es un poderoso símbolo de armonía con lo divino, un lugar cálido de unión familiar, abierto al Cielo, y donde todos, aun los desconocidos, son bienvenidos”.
En el orden internacional, señaló el Papa que si quienes gobiernan las naciones “eligieran el camino del diálogo con los demás, contribuirían de manera determinante a poner fin a los conflictos que siguen causando sufrimiento a tantos pueblos”. Con budistas sentados en primera fila, recordó las persecuciones de las que ellos fueron víctimas de manos de las dictaduras comunistas de la región: “Que la memoria de esos padecimientos nos dé la fuerza para transformar las heridas sombrías en fuentes de luz, la ignorancia de la violencia en sabiduría de vida, el mal que arruina el bien que construye”. “El hecho de estar juntos en el mismo lugar ya es un mensaje”, afirmó el Vicario de Cristo.
¿Qué hubiera pensado de ese mensaje –sobre todo de los discursos- el Sócrates danés Soeren Kierkegaard? Seguramente que significaba la abolición del cristianismo. La sal kierkegaardiana, perdido su sabor, entró en la composición de la ensalada junto a escritos budistas, Gandhi, y San Francisco de Asís, todos citados en la misa. A ésta, celebrada en un estadio deportivo, asistieron muchos peregrinos chinos, desafiando las prohibiciones del régimen de Pekín, que no permitió salir del país a los obispos. Viajaron en trenes durante más de veinte horas para ver al Papa; ellos evitaban prudentemente hablar con la prensa, ser grabados, o fotografiados. A la celebración litúrgica asistieron unos dos mil fieles, entre ellos los peregrinos del coloso asiático vecino. En la misa el Pontífice volvió a hablarle a China; les pidió a los católicos “que sean buenos cristianos, y buenos ciudadanos”. Palabras bien medidas.

EN MONGOLIA
La orientación del Pontificado se mostró claramente en el viaje a Mongolia. Se me ocurre relacionar la misma con una reciente expresión del Papa Bergoglio, que imaginó a su sucesor como Juan XXIV. El número XXIII encaminó a la Iglesia hacia ese pantano en el que estamos hundidos. En mi artículo “El nuevo Papa” tracé un esbozo de lo que me parece deseable para el próximo turno pontificio. ¿Por qué el sucesor no podría ser Pío XIII? ¿O Urbano IX (Nono)? El octavo de la serie reinó entre 1623, y 1644. Sería un homenaje a la Urbs, la Urbe, la Roma eterna, que ocupa un lugar privilegiado en el corazón de todos los católicos. Los designios de la Providencia de Dios son inescrutables.