Con la desaparición en General Belgrano a los 85 años de Jorge González, el pato, nuestro deporte nacional, pierde a un referente de jerarquía que según lo informó la radio local “fue el primer Olimpia de Pato y uno de los mejores de la historia”.
Casi 60 años unía a Humberto Montero la amistad con el extinto, nos recordada que cuando se fundó Barrancas del Salado hacia 1966, con Esteban Wehmeyer, decidieron completar el primer equipo y buscaban algún muchacho campero que se interesaba. Apareció entonces Jorge González, y en 1968 aparecían por primera vez en el Abierto de Palermo, transformándose junto a Juan Finochietto en la entidad que ganó la mayor cantidad de veces el campeonato en las décadas siguientes.
El club al que dedicó sus afanes por casi seis décadas lo despidió así: “Fue el primer 10 goles de nuestra historia, el que marcó un antes y un después en el deporte nacional. Supo llevar con orgullo la camiseta de Barrancas, dejando en cada cancha su entrega, su talento y su amor por el juego. Fue parte fundamental de los históricos 40 goles de Barrancas del Salado, hazaña que quedará grabada para siempre en la memoria de nuestro deporte. Cada uno de sus galopes y cada tanto convertido fueron inspiración para las generaciones que lo siguieron, dentro y fuera del campo”.
Su pasión después de su familia, fueron los caballos, esa impronta la prolongó en su hijo Darío que le agradeció: “lo que me enseñaste el amor por los caballos las horas que pase escuchando te todo lo que me decías los consejos que me dabas”.
Hombre de familia, en los últimos años se había repuesto de un tiempo de absoluta inmovilidad, lo que le permitió reanudar la vida social que tanto le agradaba en el club y en otros ambientes, hasta jugando al metegol; donde su trato amable y también su picardía en la conversación y en algunos gestos eran un sello inconfundible de su personalidad.
Jorge González dejó una huella, sin embargo siempre lo hizo en silencio, con ese silencio con el que partió rápidamente mientras jugaba con uno de sus nietos. Hoy estará gozando de esa “ciudad que no se acaba, sin penas ni tristezas ciudad de eternidad”, pero seguramente se estará escapando a los suburbios a contemplar esas nubes llenas de caballos, los caballos que tanto quiso, sus caballos, algunos de los cuáles le dieron también el prestigio que lo acompañó en el ambiente patero.