Impaciencia o intolerancia

Señor director:

La premura por imponer cada una de las condiciones para lograr las bases para gobernar sin otra ley que la unilateralmente expuesta sin concesiones, acabó por derrumbarse estrepitosamente.

Tal vez por la convicción de que la sola voluntad basada en gritos destemplados acusando a todo lo existente sin distinción habría de imponerse como por arte de birlibirloque, y con la alusión a una supuesta fuerza del cielo recaída en un nuevo profeta y rey ungido por vaya a saber qué dioses, que bastaría para que el milagro se produjese.

Pero hay que recordar que matemáticamente cien menos cincuenta y seis da cuarenta y cuatro, y que ese resto no desaparece mágicamente y es parte de la realidad, buena o mala. Y, además, que el cincuenta y seis no es homogéneo sino la suma de desiguales.

A esto, y no sólo al día de los comicios, lo llaman democracia, sistema imperfecto si vamos al caso. Tanto como la equívoca acepción de la palabra libertad invocada como talismán, cuando en realidad se entiende como un absoluto individualismo ante una sociedad ahogada, casi al borde del “sálvese quien pueda”.

Debe recordarse que estamos muy lejos de la situación en que unánimemente la legislatura otorgó a un gobernante la suma del poder público. Tiempos muy distintos y situaciones políticas, sociales, culturales y de anarquía incomparables.

Y que hoy el autodenominado anarco-capitalismo, a no dudarlo, por cierto abomina; de acuerdo a las ideas de su mentor.

Es indudable que los exabruptos demuestran una impaciencia que revela en sus formas una intolerancia proclive a arrogarse la frase del absolutista: “el Estado soy yo”. Cosa que dejaría  ver una falla en la percepción de la realidad y en la capacidad de persuasión que un gobernante sabio debe poseer, basada en la sensatez y la bondad de sus propuestas para el bien de la sociedad toda, más allá de lograr que las arcas públicas y de algunos se colmen y calmen a los beneficiados.

La inicial intención de arrasar a fuerza de motosierra todos los obstáculos, no solamente ha fallado en la valoración del poder de los males enquistados, sino que pretende llevarse por delante derechos legítimos de una parte indefensa de la sociedad que puede quedar a la intemperie enfrentada a sectores que, en nombre de la libertad, pueden hacer valer su dominio.

Hacer creer que los pobres son vagos, que toda ayuda es clientelismo, que el pequeño emprendedor está en igualdad de condiciones frente a grandes grupos financieros, o que toda la industria nacional puede competir con un mercado internacional desregulado, es una falacia. Y eso ya lo hemos vivido.

Puede pensarse, quizás, que la desmadrada sobreactuación solamente haya estado dirigida a desenmascarar a los funcionarios políticos y su pésimo manejo de la cosa pública. Sin embargo, no parece que la abolición del Estado sea otra cosa que la excusa para entronizar a la agazapada casta financiera que no ha sido hasta el momento desmembrada.

Podrá decirse que son  éstos conceptos de izquierda o cosas por el estilo y con esto descalificarlos sin más. Pueden parecerse, pero eso no quita que dejen de ser válidos cuando se los  entiende rectamente a la luz de la verdadera definición de la Justicia, como virtud Cardinal, que propende al Bien Común; como nos enseña nuestra fe católica heredada de nuestra tradición, aunque hoy atacada desde todos los sectores aparentemente antagónicos.

Juan Martín Devoto

DNI 10.625.501