CLAUDIO MAYEREGGER COMBINA FILOSOFIA Y VERDADES DE FE

Ideas de un sabio contemporáneo

POR IGNACIO BALCARCE

En tiempos de pensamiento débil, relativismo rampante, nihilismo rabioso y progresismo corruptor, encontrar palabras sólidamente ancladas en la verdad, esgrimidas con convicción y defendidas con valor y entusiasmo, es refrescante, provechoso y esclarecedor.

Ese modo de expresarse -que combina argumentos profundos y destreza pedagógica en amena claridad expositiva-, pertenece al profesor Claudio Mayeregger, voz sonora que se alza desde un barrio sencillo y discreto en la ciudad de La Plata. Voz que puede resultar escandalosa para un tiempo alérgico a la verdad y susceptible a los mensajes claros. Es una voz que puede herir la sensibilidad posmoderna y que suena desafiante para todos aquellos que se instalan cómodos en los mullidos esquemas y convencionalismos de lo políticamente correcto, pero creemos que merece ser oída.

No voy a abundar en elogios para no perturbar la modestia del Profesor. Pero para presentar su tarea no se puede omitir referencia a su erudición apabullante, su saber enciclopédico y la posesión de una genuina sabiduría, a la que ha consagrado su vida.

Es un políglota que domina muchas lenguas y disciplinas, su ciencia desborda todos los cauces y se dilata en las más variadas áreas, pero por resumir, podemos clasificarlo como teólogo, filósofo, historiador y docente, no porque lo acrediten títulos académicos –esos cartones que se cuelgan en la pared- sino por acopiar un profuso conocimiento -mayormente ganado de manera autodidacta- y una larga trayectoria laboral en distintas instituciones de enseñanza. Él se considera deudor y discípulo del gran teólogo platense Mons. Ruta, otro erudito de conocimiento oceánico.

Sólo dos aclaraciones antes de explorar su trabajo. Uno: comprende la sabiduría desde una dimensión teándrica. Al ser humano sólo se le permite entrar al palacio de la sabiduría en vínculo positivo con lo divino. Pensemos en Santo Tomás de Aquino que afirmaba haber aprendido más de rodillas frente al Santísimo Sacramento que en los libros. Es evidente en el Profesor, que su conocimiento ha sido meditado en largas horas de oración. Segundo: en Mayeregger se manifiesta de modo elocuente que sabiduría y humildad, nacen, crecen y se despliegan juntas. En sus clases no vamos a hallar pedantería ni poses intelectuales. Todo lo contrario, se respira un sincero anhelo de verdad, donde la erudición es administrada con prudente modestia y llaneza para ilustrar situaciones y acontecimientos.

MAGISTERIO

La intención es dar a conocer el luminoso magisterio que ha producido encabezando la Fundación Santa Ana, cuyo propósito es hacer presente la fe en la cultura, y desde distintas clases y conferencias que se han podido grabar y hoy se encuentran disponibles en YouTube gracias al esfuerzo de sus alumnos. Dentro de ese rico y variado material hay mucho por destacar.

La nota característica de esas profundas disertaciones radica en la capacidad del Profesor para definir y distinguir, evitando siempre los reduccionismos y las simplificaciones. A estos hábitos escolásticos los acompaña con un amplio conocimiento histórico y un morrudo bagaje cultural que le permiten mostrar, en pulcras construcciones lógicas, el origen de los errores actuales y las tergiversaciones que han ido facilitando el oscurecimiento de la verdad.

Su fineza para ensamblar la filosofía -esfuerzo de la razón natural- y las verdades de la fe -extraídas de la Revelación y profundizadas en reflexión teológica- hacen que sus juicios resulten originales y subversivos para el mundo incrédulo, pero de un brillo especial que no deja a nadie indiferente por su denso núcleo de verdad.

DOS CURSOS

Por cuestiones de espacio nos detenemos a comentar dos cursos, uno dedicado a la Doctrina Política de la Iglesia y otro referido al Concilio Vaticano II. Pero es inevitable recomendar enérgicamente todas sus clases, algunas dedicadas directamente a contenidos de fe, como aquellas que se ocupan de la Divina Misericordia, la justicia de Dios, la ley y la gracia, los Padres de la Iglesia, los dogmas marianos, los salmos, etc. Otro grupo de ponencias –siempre iluminadas desde la fe- se ocupan de problemáticas históricas y su resonancia política y cultural, como las que abordan el saber histórico, la categoría “edad media”, la masonería, el liberalismo y el socialismo, las cinco revoluciones en William Cobbett, la revolución rusa, mayo del ‘68, la teología de la liberación, etc. También se puede hallar otro grupo de agudas disertaciones dedicadas a grandes personalidades como Aristóteles, Augusto, Isabel la Católica, el Cardenal Cisneros, Francisco Suárez o Donoso Cortés, y otras al análisis de obras pictóricas como las de El Bosco y Tintoretto.

En un recorrido de cinco clases, el Profesor apunta los elementos de una política conforme al magisterio inmutable de la Iglesia.

Es interesante observar que se habla mucho de Doctrina Social de la Iglesia y se desconoce la enseñanza política, lo que lleva a una interpretación muy endeble de lo social. Sin algunos presupuestos que hacen al recto orden político, la DSI va quedando inmanentizada, es leída en clave naturalista y economicista, y termina reducida a una tercera vía tomando cosas de acá y allá, para finalmente conformarse exigiendo solidaridad o mera distribución de riqueza material. Claro, esta interpretación hace que la puedan asumir todos los partidos políticos del régimen, pero eso no es DSI. Si es de la Iglesia, es porque su eje está en Cristo y la fe.

La DSI sólo puede sostenerse adhiriendo a premisas de la DPI y Mayeregger nos menciona algunos pilares que la sostienen: a) Gobierno divino del mundo; b) Origen divino de la autoridad; c) Orden de bienes; d) Superioridad del régimen político católico; e) Conciencia de la imperfección de todo gobierno temporal.

Aceptar estos puntos es indispensable para que se pueda desarrollar una política social de acuerdo a la fe y los fines del hombre. Con estas premisas se afirma que los seres humanos gobiernan en segunda instancia, sobre el zócalo del derecho natural y la ley de Dios (así se evitan los totalitarismos de cualquier clase, incluso los democráticos), y que la sociedad y las autoridades no nacen de pactos sino de la voluntad divina (tampoco significa que Dios elige al gobernante de modo directo). En cuanto a la noción de bien común, sólo queda esclarecida cuando se comprende una jerarquía de bienes, en donde lo material se supedita a lo espiritual, lo particular a lo común, lo temporal a lo eterno y lo natural a lo sobrenatural.

Al reconocer el Estado Católico como el superior -contra las modernas opciones laicas- se le reconoce a Dios su derecho al culto público en su única religión revelada, y se coopera con la Iglesia para que todos los ciudadanos tengan posibilidad de alcanzar la salvación del alma. Los Estados no pueden sustraerse a sus obligaciones con Dios procurando un bien alternativo como fin. La última premisa que señala la imperfección de los sistemas temporales evita las utopías y los mesianismos políticos.

CONCILIO VATICANO II

Hemos dicho que Mayeregger no es amigo de simplificaciones. Para comprender el Concilio Vaticano II, su significado y sus consecuencias, desarrolló un curso de 33 clases, de dos horas cada una. La extensión se debe a un delicado rastreo que hizo de los gérmenes de una mentalidad que paulatinamente se ha ido imponiendo. En ese evento tan particular de la historia de la Iglesia, desarrollado entre 1962 y 1965, no se inicia nada, sino que aflora algo que se venía cocinando desde lejos, por lo menos, dos siglos atrás.

Tampoco es que todo empezara con la revolución francesa. Este hecho sólo significó el ingreso de la Revolución -algo mucho más amplio, profundo y complejo- al territorio católico. La Revolución ya había cumplido otras fases en suelo protestante, pero ahora le tocaba empezar a relacionarse estrechamente con la Iglesia. Aquí comienza Mayeregger el estudio de las distintas actitudes frente a la Revolución, y encuentra dos grandes líneas, la representada por Pio VI que muere encarcelado en abierta confrontación contra el avance y la difusión de los principios revolucionarios, resistiendo virilmente la Declaración de los Derechos del Hombre y la Constitución Civil del Clero, y por otro lado, la de Pio VII, que al firmar el Concordato con Napoleón y asistir a su coronación, inicia la línea de la negociación, la diplomacia y la condescendencia. Esta línea cree posible cristianizar la Revolución, limpiar sus defectos, aprovechar lo positivo y trabajar en la coexistencia.

A ese panorama que puede plantearse como combate frontal o acercamiento pragmático, hay que agregarle otro elemento a revisar, y es la relación que se va produciendo entre lo doctrinal y lo práctico. Durante el siglo XIX hasta principios del XX, incluidos los papados de San Pio X y Pio XI, permanece la solidez doctrinal. Pero en lo práctico operan los acercamientos, arreglos, componendas y concesiones a la Revolución. Por ejemplo, León XIII -que fue muy firme en lo doctrinal a través de contundentes encíclicas-, en lo práctico, buscando que los conflictos no escalen, va a pedir a los católicos franceses aceptar la III República, y a los argentinos, los llama a no resistir la ley de matrimonio civil.

Avanzado el siglo XX, guerra de por medio y amenazas totalitarias extendidas por todo el horizonte, Pio XII realiza un desesperado guiño al liberalismo que parece validarlo, mientras ya posicionaba en su sucesión a dos diplomáticos de carrera: Roncalli y Montini.

ERRORES MODERNOS

Pero aquí no se trata de discutir formas políticas, lo relevante es lo que está detrás de esas formas, el espíritu que las anima. Se trata de entender como la Iglesia fue asimilando lo que el Magisterio, nutrido en la Revelación y la Tradición -y que por lo tanto no puede mudar-, llamaba “errores modernos”. Lo que sucede es que la Iglesia va renunciando a ser alternativa real al mundo y se conforma simplemente con suavizar o moderar las aspiraciones revolucionarias.

Mayeregger plantea una cuestión interesante sobre el Concilio, que por esencia es una reunión de obispos con el objeto de definir doctrina. En el Vaticano II no hay definiciones dogmáticas. Por lo tanto, en primer lugar, sólo hay magisterio ordinario en aquello que es conforme a la Tradición. Pero esa evasión a las declaraciones solemnes y extraordinarias, donde la Iglesia ejerce la plenitud de su autoridad apostólica y hace jugar todo el peso de su infabilidad participada de Dios mismo para definir doctrina y disciplinar extraviados, revela la actitud que se consolida en el interior de la jerarquía eclesial. El pastoralismo, el dialoguismo y la diplomacia han desplazado la doctrina y el dogma. Este error en relación al mundo es el que abre paso a la proliferación de nuevos errores que sólo pueden tender a multiplicarse por haber perdido pie en suelo firme.

Nuestro Señor Jesucristo encomienda a su Iglesia una misión: cuidar la integridad de la Verdad Revelada en depósito para su transmisión. Esa Verdad se puede ver mermada, alterada o sufrir adhesiones extrañas. Todo esto sucede cuando la ideología ingresa a la Iglesia.

Mayeregger, en otras clases, ha detectado algunas de las diferentes caras con que la ideología circula actualmente. Las enumera como: 1) pastoralismo antidogmático: privilegiando la acción sobre la doctrina. Se busca llegar a más gente eliminando los elementos incómodos, acoplándose al mundo y montándose en las modas del día; 2) pragmatismo moralista: moralismo disociado de la contemplación de la verdad. Se cae en un humanitarismo sentimental; 3) praxis social transformadora: se cree que la Iglesia debe acompañar las revoluciones que sacuden estructuras políticas, económicas y sociales, adoptando espíritu revolucionario; 4) interreligiosidad: como principio superador de la fe tradicional; 5) historicismo modernista: la Iglesia debe plegarse a un mundo que avanza a estados de mayor libertad y conciencia, venciendo las rémoras del pasado, lo que implica resignificaciones constantes de la fe.

Triste paisaje de una Iglesia afanosa por congraciarse con el mundo. Lo cierto es que el curso nos interpela suscitando muchos interrogantes. ¿Cuánta diplomacia puede tolerar la verdad? ¿No estábamos llamados a cuidarla y testimoniarla hasta el derramamiento de sangre? Queda claro que en la mente de Mayeregger lo contenido en las Actas de los Mártires no son exageraciones pretéritas ni romanticismo obsoleto. El católico tiene un deber perenne con la Verdad. Con la Revolución no se negocia, se combate.