EL RINCON DE LOS SENSATOS

Hacedor de puentes

El papa Francisco fue un agudo lector de su tiempo y cumplió a cabalidad la misión eclesiástica de dar sentido, restañar vínculos y acercar a Dios.

Cuando uno recorre las portadas de los diarios que anunciaron en todos los idiomas la muerte de Francisco, cuando uno detiene la atención en los kilómetros de personas comunes que acudieron a San Pedro a presentarle sus últimos respetos, advierte, lamentablemente tarde, que nosotros, los argentinos, sus compatriotas, nos perdimos algo. Que en ese papado, en ese Papa, hubo algo que no supimos, no quisimos o no pudimos ver.

Paradójicamente, pudo haber sido su intensa cercanía lo que nos quitó la perspectiva necesaria para captar su dimensión. Allí donde el mundo veía a Francisco, nosotros nos encontrábamos con el padre Jorge, siempre al tanto de nuestras desventuras, siempre en contacto con alguno de los actores locales, siempre dispuesto a recibir en Santa Marta, mate en mano, a la persona de su tierra que le requiriera el diálogo.

Teníamos noticia de que el mundo apreciaba a Francisco, pero la recibíamos con la misma indiferencia con que nos enteramos de que algún actor argentino cosecha aplausos en el exterior. También pudo ser que ese desapego haya sido inducido por los intermediarios entre el Papa y nosotros: los medios que lo presentaron bajo prismas distorsionados, la casta que lo visitaba para usarlo en alguna foto, su propia Iglesia que entibió el vigor de su magisterio.

Ahora que han quedado atrás las ceremonias fúnebres, ahora que se han apaciguado las emociones, tal vez sea el momento para empezar a achicar esa distancia que nos separó, no del padre Jorge siempre presente, incluso sin buscarlo o a su pesar, en los avatares de nuestra vida pública, sino del papa Francisco que supo atraer sobre sí la atención de los pueblos más diversos; el momento para atender al mensaje que será su legado permanente.

DESCOMPOSICION

Al iniciar su reinado, Francisco tuvo que hacerse cargo de una Iglesia en descomposición inserta en un mundo en descomposición. Los más altos niveles de la jerarquía eclesiástica estaban atravesados por una corrupción financiera y moral, encubierta bajo el marco protector de la ortodoxia, que Juan Pablo II, absorto en su cruzada anticomunista, prefirió tolerar, y que el erudito teólogo Benedicto XVI no supo combatir.

Con decisión y energía jesuítica, que es como decir militar, Francisco puso la casa razonablemente en orden, por primera vez desde los años de Roberto Calvi, el Banco Ambrosiano, Michele Sindona, el Istituto per le Opere di Religione, en fin todos aquellos resonantes escándalos que están detrás de la misteriosa muerte de Juan Pablo I y sostienen en parte el capítulo final de la saga cinematográfica creada por Mario Puzo y Francis Ford Coppola.

Fuera de los límites del Vaticano, el caos. Parte del norte islámico de África y parte del Medio Oriente azotados por invasiones y guerras civiles concebidas y puestas en marcha desde Washington, oleadas de refugiados y emigrantes desesperados volcadas sobre Europa por organizaciones empeñadas en destruir su matriz cristiana.

La juventud de las grandes ciudades occidentales repartida entre una marea de zombies que deambulan por las calles carcomidos por las drogas, y otra marea de zombies que deambulan por los centros comerciales corroídos por la adicción del consumo. En uno y otro ámbito dominan el aislamiento, la pérdida de sentido, la necesidad de estímulos.

El vocabulario sociológico se puebla de nuevas palabras: exclusión, descarte, marginalidad, desplazamiento, cancelación, abuso. La familia humana parece marchar hacia el resquebrajamiento y la disolución, justamente cuando la tecnología le proporciona, a través de las redes sociales, inesperadas oportunidades para vincularse, comunicarse, entenderse y asociarse.

Los estados nacionales sucumben bajo el poder de las finanzas internacionales. Más del 90% de la riqueza mundial está en manos del 10% de su población, y una fracción de esa fracción aplica todo su poder financiero a un proyecto de ingeniería social principalmente dirigido a reducir la población del planeta empobreciéndola todavía más.

Ése es el mundo que esperaba a Francisco cuando al anochecer del 13 de marzo de 2013 se asomó a los balcones del Vaticano y saludó a los romanos con un cálido y cercano buona sera y les propuso “un camino de fraternidad, de amor, de confianza entre nosotros. Recemos siempre por nosotros: el uno por el otro. Recemos por todo el mundo, para que haya una gran fraternidad.”

Francisco anticipó esa noche el perfil de su papado. Al Papa los católicos le llamamos Pontífice, constructor de puentes: puentes entre Dios y los hombres, puentes entre la jerarquía de la Iglesia y los fieles. En sus primeras palabras, el papa argentino dio a entender que a esa tarea se le añadiría otra dimensión, que ahora debía tender además otra clase de puentes: puentes entre los hombres.

LAS ENCICLICAS

En sus encíclicas, Francisco advierte “síntomas de una verdadera degradación social, de una silenciosa ruptura de los lazos de integración y de comunión social” y atribuye esos males a una “economía enferma”, en la que el dinero distorsiona la relación entre la producción y la necesidad. “El dinero es el estiércol del Diablo”, dice. “El Diablo entra siempre por el bolsillo”.

“Las finanzas ahogan la economía real”, dice también el Papa. Esa economía sofocada y deforme degrada tanto el ambiente natural como el ambiente humano y así aparecen “la angustia, la pérdida del sentido de la vida y de la convivencia”. Por eso toda la argumentación de su encíclica “ecológica” Laudato si’ apunta tanto a la preservación física de la casa común como a la protección de los vínculos interpersonales.

“Si la crisis ecológica es una eclosión o una manifestación externa de la crisis ética, cultural y espiritual de la modernidad, no podemos pretender sanar nuestra relación con la naturaleza y el ambiente sin sanar todas las relaciones básicas del ser humano”, dice. Y agrega: “No se puede proponer una relación con el ambiente aislada de la relación con las demás personas y con Dios. Sería un individualismo romántico disfrazado de belleza ecológica y un asfixiante encierro en la inmanencia.”

“Cuidar el mundo que nos rodea y contiene es cuidarnos a nosotros mismos. Pero necesitamos constituirnos en un nosotros que habita la casa común”, insiste Francisco en su segunda encíclica importante, Fratelli tutti, dedicada a los vínculos humanos.

Ese nosotros aparece amenazado desde su raíz en la estructura familiar: “La falta de hijos, que provoca un envejecimiento de las poblaciones, junto con el abandono de los ancianos a una dolorosa soledad, es un modo sutil de expresar que todo termina con nosotros, que sólo cuentan nuestros intereses individuales.” Pero la amenaza sobre el nosotros se dirige también contra las naciones: “El siglo XXI —dice Francisco— es escenario de un debilitamiento de poder de los Estados nacionales, sobre todo porque la dimensión económico-financiera, de características transnacionales, tiende a predominar sobre la política.”

Los mecanismos de disolución social identificados por el Papa alcanzan impensados niveles de sutileza, o perversión: “La mejor manera de dominar y de avanzar sin límites es sembrar la desesperanza y suscitar la desconfianza constante, aun disfrazada detrás de la defensa de algunos valores. Hoy en muchos países se utiliza el mecanismo político de exasperar, exacerbar y polarizar.”

En este contexto de agresiones “se hace difícil detenernos para recuperar la profundidad de la vida”, dice Francisco. Pero sin embargo propone: “No nos resignemos a ello, y no renunciemos a preguntarnos por los fines y por el sentido de todo.”

EL NUCLEO

Estas son, brutalmente resumidas, las ideas centrales expuestas por el papa argentino en sus encíclicas mayores. Pero no fueron esos elaborados documentos los que promovieron la formidable adhesión popular al Pontífice que hemos visto en estos días, tanto en Roma como en el resto del mundo cristiano. Allí hubo algo más, algo que excede lo doctrinario para tocar ese núcleo a la vez humano y divino que habita en toda criatura, y al que tal vez Francisco haya querido aludir en su tercera encíclica, Dilexit nos, dedicada al Sagrado Corazón y al amor de Cristo.

La mayoría de los consultados por la prensa sobre su simpatía respecto de la figura del Papa hablaron de su cercanía, de su capacidad de escuchar, y especialmente de su preocupación por los pobres, los desvalidos, y en general por los que no hallaban la manera de insertarse provechosamente en el tejido social. Lo que la gente encontró en Francisco no fue tal vez doctrina religiosa, sino religión en su sentido estricto, el de volver a ligar.

En uno de sus textos, el Papa habla de “abrirse al mundo” pero descarta enseguida la expresión, “cooptada por la economía y las finanzas”. Lo mismo podríamos decir de otra fórmula corriente en estos días, como es la de “batalla cultural”, de la que se apropiaron los libertarios y otros actores para encubrir acciones comunes de agitación y propaganda a favor de sus propuestas contrarias a la familia, la nación y la fe.

Tal vez la batalla que se les plantea a los pueblos de Occidente, frente al colapso o la perversión de sus instituciones tradicionales, sea la batalla por el sentido. La gente trabaja, se esfuerza por sostener su vida, tiene hijos, lucha, sufre, y no sabe para qué. Perdida la confianza en los emisores tradicionales de mensajes sociales (la cultura, la cátedra, los medios, la política), quebrada la conciencia histórica, debilitada la noción de patria, desplazada la familia de su lugar central como organizador de la vida, ¿dónde está el sentido de lo que hacemos?

Esa angustia lleva a algunos a encontrar respuestas en las drogas, a otros en el último modelo de iPhone, a unos terceros en la incorporación a tribus organizadas en torno de consignas elementales, signos de identificación como tatuajes o indumentaria, o la adhesión perruna a cantantes u otras figuras públicas. La suerte voluble de algunos líderes o consignas políticas, hoy aclamados y mañana denostados, responde al mismo fenómeno: la búsqueda de sentido, la mayoría de las veces allí donde sería imposible encontrarlo.

Con su humildad, con su rechazo del boato y la majestad como forma de facilitar la cercanía, con su disposición a escuchar sin prejuzgar ni condenar de antemano, con una entrega que lo llevó a forzar su último aliento para regalarse la ocasión de desplazarse una vez más entre la grey, pastor con olor a oveja, Francisco se ofreció como puente hacia una fuente de sentido que lo excedía pero que le tocaba representar: la fe cristiana, la fe católica, como ancla para restañar los vínculos humanos en una sociedad agredida y fragmentada.

Cuando Bernini diseñó la plaza San Pedro con su doble columnata tendida como brazos abiertos y con su amplia explanada sin vallas ni obstáculos quiso simbolizar esa apertura de la Iglesia para acoger a todos, fratelli tutti, amorosamente y sin juicios previos, dispuesta a escuchar y a perdonar, pero también a reprender y exigir. Las gruesas columnas de personas que atravesaron la plaza para despedir a Francisco a lo largo de jornadas interminables respondieron a ese abrazo. Confiaron, le entregaron su fe.

EL PERONISMO

Así como Francisco fue un agudo lector de su tiempo, el italiano Loris Zanatta fue un agudo lector de Francisco, al menos en un sentido: Francisco, dice, es incomprensible sin el peronismo. Pero Zanatta interrumpe la genealogía allí, y no dice que el peronismo es incomprensible sin la doctrina social de la Iglesia, porque eso lo llevaría a dejar de lidiar con Francisco, cosa fácil en una columna periodística, y a tener que vérselas con la tradición católica, que es un poco más complicada.

Por cierto hay algo en la personalidad de Jorge Bergoglio que transpira peronismo, especialmente su insistencia en la justicia social, su sensibilidad respecto de la cultura popular y su capacidad para entablar ricos diálogos con las personas más sencillas y humildes, pero también hay algo que tiene que ver con su formación jesuítica, mucho más cercana a la idea de una comunidad organizada y mucho más alejada de cualquier forma de liberalismo que el propio peronismo.

Sin embargo, en una de sus últimas y más enérgicas exhortaciones, dijo: “A cada persona de este mundo le pido que no olvide esa dignidad suya que nadie tiene derecho a quitarle”. La frase no remite al peronismo ni al jesuitismo, ni a forma alguna de organización social que se imponga por sobre la sacralidad de cada criatura humana. Remite, me parece, a ciertos pensadores cristianos como Gabriel Marcel, Paul Ricoeur y especialmente al personalismo de Emmanuel Mounier.

Muchos de quienes lo despidieron en el Vaticano y también en los altares levantados en innumerables ciudades del mundo dijeron sentir que habían perdido un padre. “Padre” es la denominación con la que los católicos se dirigen a sus sacerdotes, a su párrocos, a sus curas, a esos representantes de la Iglesia que están junto a ellos, en la calle y en el barrio, y los acompañan cada día en sus desventuras y sus alegrías.

Del mismo modo, muchos integrantes de la jerarquía eclesiástica, también alrededor del mundo, cuestionaron no sólo los modos sin pompa cultivados por Francisco, sino también muchas de sus reformas más audaces, en su mayoría relacionadas con la sexualidad y el lugar de la mujer en la Iglesia. Esta clase de discusiones quedan reservadas al interior de la institución y los doctores de la fe sabrán qué hacer con ellas.

Lo que no podrán discutir es que este Papa argentino, hincha de San Lorenzo, que tomaba mate y se hacía acompañar por la Virgen de Luján, que al igual que José de San Martín prefirió no desembarcar en la Patria para no dejarse arrastrar por las luchas facciosas, este Papa cumplió a cabalidad el papel de Pontífice al que lo llamó el destino y tendió puentes, entre Dios y la Iglesia, entre la Iglesia y sus fieles, y también entre los hombres entre sí. Los religó, y por eso lloran su ausencia.