Había una vez…un alpino en Rusia
- ¿Qué escuchás? – me preguntaron apenas entraron.
- A un coro de soldados italianos, los alpinos, cantando una canción de Navidad... -les contesté.
- Parece triste…
- … Y lo es…
- Abuelo, la Navidad es alegre… - me retan…
- Claro, pero en este mundo las alegrías y las tristezas están casi siempre mezcladas. Mirá la foto de este soldado: Vincenzo Fugalli. Acabo de leer la última carta que le escribió a su familia. Era un soldado “alpino”, como los que cantan… Se los reconoce porque llevan este sombrero tan lindo, con una pluma, y porque son especiales: tienen un espíritu distinto. Por eso cantan y son de lo mejor del mundo.
- ¡Cómo los granaderos…! – dijo uno que sabe.
- Contanos su historia, ¡tiene linda cara! – lo cortó su hermana.
- Se hizo conocida hace unos años cuando encontraron en un libro su última carta. Una carta perdida, que llegó a la familia 80 años después. El Teniente Fugalli murió en una batalla terrible en la que los bravos alpinos pudieron romper el cerco en que los tenían encerrados los rusos comunistas: la batalla de Nikolaevka. Estamos en el año 1943, durante Segunda Guerra Mundial. 40 grados bajo cero, ya casi sin armas y contra un enemigo despiadado que no hacía prisioneros. O sea: peor imposible. Pero como les decía, los Alpinos eran especiales y aunque en Rusia la gran mayoría murió luchando, algunos pudieron escapar y comenzaron un larguísimo camino para volver a su casa. Vincenzo no. Murió a los pocos días de escribirle a su familia. Y en esos pocos renglones hizo ‘un monumento’ que quedará en la Historia grande para honor a los alpinos.
- ¿Una carta o un monumento? - y sí, la acotación ya se imaginan quien es…
- Las dos cosas. No se las voy a leer toda ahora, pero acuérdense de leerla cuando sean grandes. Está en internet. Lo primero que me impresionó es su optimismo: “Me gusta esta vida”. Un poco debe ser para no intranquilizar a sus familiares, pero no sólo es por eso. Fíjense lo que dice: “Aquí por primera vez me siento como un hombre que es responsable de que los demás estén bien. Jamás me sentí tan orgulloso y más tranquilo que ahora. Sería feliz si supiese que ustedes tienen esa misma tranquilidad... La satisfacción de sentirme jefe, confidente, amigo de estos magníficos muchachos será, sin dudas, la más bella experiencia de toda mi vida. Cuanto menos comen, más trabajan, menos duermen y más despiertos están; cuando el sacrificio es mayor, mayor es su alegría… Me quieren, me respetan, confían en mí, y es porque sienten mi cariño, mi estima y mi confianza. Me gustaría hablarles de cada uno de ellos, porque cada uno es mejor que el otro…”.
Recuerden desde dónde le escribe a su familia: desde “el peor lugar del mundo”. En el medio de una de las peores guerras; con un frío insoportable; rodeado del más inhumano de los enemigos; sin esperanza alguna de victoria; abandonados y esperando una muerte casi segura. Y sin embargo, Vincenzo está contento, porque sabe que sus hombres lo quieren y lo necesitan para la última batalla. La verdadera disciplina (de un soldado, de un alumno, de cualquiera) es la relación de confianza y afecto entre el jefe y sus “discípulos”. Y eso llena de satisfacción a todos, como dice en la carta. Y, no es menor: lo puede hacer porque sabe que “pase lo que pase, todo irá bien.” ¡Lo dice en la carta con todas las letras! Obviamente que sabía que por delante tenían días horribles… pero tenía la certeza cristiana que nos dice que Dios permite el mal sabiendo que el Bien triunfará siempre. “Todo irá bien”.
Miren su foto… Nos está mirando… Y nos dice sonriendo que también confía en nosotros, en ustedes especialmente.
- Vincenzo: estos son mis nietos. Ojalá tengan jefes como vos... Y si les toca mandar, que sepan hacerlo con tu alegría y corazón – les digo.
- La carta sigue así: “Esta es la noche de Navidad, estoy escribiendo mientras tanto, en el refugio contiguo al mío, cantan “la Pastorella” y así se olvidan de las raciones de comida que tardan en llegar. Afuera nieva fuerte, se ve que el Niño Dios tiene que nacer acá también, el ambiente es propicio y evocador. Los muchachos centinelas tienen un poco de frío y mucha nostalgia, voy a salir a recorrer la trinchera y verlos…”. No eran sólo soldados, era “sus” soldados.
No sé si murió enseguida o a los pocos días de esta carta. Seguro que lo hizo con honor, cuidando a su gente. Como un buen alpino. Estos son sus últimos renglones: “Mañana, cuando sea de día, finalmente podremos intentar dormir un poco, incluso con botas eternas en los pies, soñando con el Niño Dios. Y nuestro sueño será tan rosado e inocente como el de la infancia. Aquí nos volvemos buenos…”.
¡Ojalá chicos conserven siempre sueños como los del Teniente Vincenzo Fugalli y sus amigos! Que sueñen siempre con el Niño Dios que sabe renovar todas las cosas aún en el medio de las peores derrotas. Porque las tormentas están para “volvernos buenos” esperando la victoria final.