Había una vez… hospitalidad
- Abuelo, ¿qué estás leyendo?
- Uno de mis muchísimos libros preferidos: “Agua del Ñire”, de un escritor casi desconocido, Álvaro Cayol. Escribió recuerdos de su vida en el Norte de Neuquén. Cosas sencillitas y profundas. Tendría que tener un lugar importante en nuestra Literatura… A veces los olvidos son injustos, se deja de lado a gente valiosa y al revés, se recuerda a autores que no lo merecen. Gracias a él podemos conocer la vida rural en aquella zona… No, perdón, lo más importante es que podemos conocer a su gente, que es la que le daba sentido a esos paisajes tan impactantes. Cada vez que lo leo, me siento neuquino, aunque solamente viví algunos meses en esa provincia. ¿Querés que te lea algo?
- Dale…
- Mirá, esta paginita habla de lo que es la verdadera educación, esa que no pasa solamente por las escuelas. El que la cuenta es el mismo autor, que administraba una estancia familiar. Tiene, como te decía, la capacidad de mirar hondamente a la gente, pero gran con simplicidad. La historia sucede en plena cordillera. Allí, todavía, se producen grandes arreos de ganado: vacas y ovejas mayormente, que durante el verano van en busca de los pastos tiernos que brotan, después del frío, en las montañas más altas. Se llama la “veranada”. Debe ser algo lindísimo para ver. Lo cierto es que cuando ya hace mucho aparecieron los alambrados, esos viajes se entorpecieron mucho, porque se cortaron pasos naturales. Acá nos encontramos con el dueño del campo queparte enojado a encontrarse con uno de esos “veraneadores” que pasaba por su campo. Así empieza:
“Cientos de arreos pasaban por la veranada de Ñireco, y como el alambrado no estaba acondicionado aún, cosa que había que hacer todos los años, el cuidador, Juancito Peucón, iba día por medio a la estancia a quejarse, porque los arrieros soltaban sus animales, prendían fuego a campos y montes, y hacían caso omiso del ´mapuche ese´ que decía ser puestero de la estancia. Agobiado por esta responsabilidad, ensillé una mañana mi picaso overo, ´de la mirada inteligente y fiera´, y me encaminé a las verdes pasturas del Divisadero. Después de una hora larga, de subida por las piedras del callejón, encontré un arreo grande, cuyos animales, distribuidos en abanico, aprovechaban la hora efímera de una veranada cuidada, con oportunismo duramente aprendido.
Unos ponchos y un pedazo de carpa me indicaron el ´real´ provisorio. Al aproximarme me atropellaron los perros, lo que no mejoró mi talante. Había juntado en camino una furia que desbordaba.
Un hombre con rodilleras de chivo, que recién estaba ensillando, hizo callar los perros y saludó con toda cachaza. Sin contestar el saludo, entré de lleno en materia, protestando ante la audacia de llegar así, como Pedro por su casa, a meterse con toda la hacienda en un campo de propiedad ajena. Cité el Código Rural, la Constitución, y creo que, hasta las Leyes de Indias, recalcando particularmente que el propietario debía en este territorio – ´... hacer de cuidador de animales ajenos, y llevárselos al juez, que allí sentao en su silla, cobraba al infractor una multa de centavos y conformaba al damnificado encomiándole, patrísticamente, los frutos de la paciencia...´ La mujer que rodeaba a las chivas, trepadas en los ñires como langostas, se fue acercando.
Usaba sombrilla blanca para proteger su arrugada y curtida tez, con un gesto de invencible coquetería. En la maleta bordada que pendía de su montura de cuerno llevaba un gato que me miraba con soberbia. Tanto ella como el marido me contemplaban incrédulos. Un ejemplar humano tan tosco y brutal, les inspiraba esa lástima que, entre gente culta se sobrepone a una instintiva reacción de desprecio.
Cuando hube agotado el caudal de febriles acusaciones, ella miró hacia las azules lejanías como avergonzada por mis desatinos, y él comenzó ponderosamente por presentarse:
- Emiliano Riquelme, hijo de don Jecho (Jesús), que usté habrá sentido nombrar pues, caballero.
Su mesura fue como un balde de agua fría que me dejó sin ánimo de continuar. Aparentando un escepticismo que no era otra cosa que confusión, oía yo a Emiliano explicando, en términos castizos y pintorescos, que ellos habían "alojado" allí por generaciones, no ignorando ni atropellando la, propiedad, sino en la seguridad de que, llegando nada menos que de las salinas, contaban por consenso con la hospitalidad tradicional hacia el viajero. Me aseguró además que, como yo podía ver, él estaba ensillando para seguir viaje, porque si había algo que aborrecía era molestar al prójimo...
Abrumado, saqué distraídamente los cigarrillos, que fueron generosamente aceptados por la dama de la sombrilla y el caballero de las ´chaparreras´. Hablamos de bueyes perdidos, un tema muy apropiado para los trashumantes, y acepté un trago del vino áspero de la bota. Ponderé el poncho de Emiliano y se ofreció a hacerme tejer uno por ´las mujeres de la casa´, comentando que, sin despreciar a ´nadien´, la vieja era una tejedora de primera.
Ella reía a carcajadas.
Me despedí lo más airosamente que pude, y mientras continuaba mi recorrida, pensé que en materia de diplomacia yo estaba muy atrasado. Y como no podía pedir a los Riquelmes, Roas, Bastidas y Retamales, de evocación conquistadora, que mi iniciasen en el secreto, lo más eficaz sería un curso por correspondencia.
No sé si volveré a ser un genuino hombre de ciudad. Gozaré del contraste; tráfico, luces, avenidas con perspectivas lineales. Pero siempre sentiré añoranza de los campamentos accidentales, de horarios forzados, de penosas digestiones, en preocupaciones súbitamente olvidadas ante la belleza de una hondonada”.
Fin. ¿Te gustó la historia?
- Sí, aunque tenía palabras que no entendí.
- Me imaginé, pero si te las explicaba, el relato perdía su magia. Sólo te remarco una cosita. ¿Viste qué hace el paisano cuando vienen a retarlo?
- Sí, le da la mano y lo saluda.
- ¡Muy bien! “Emiliano Riquelme, hijo de don Jecho (Jesús), que usté habrá sentido nombrar...” Siempre me acuerdo de ese momento. ¡Cómo lo desarmó! Y de alguna manera lo avergonzó un poco… Porque él sabía (y apreciaba) lo que es la buena educación y la hospitalidad. De la amabilidad ni te hablo en estos tiempos de locos rabiosos, pero te remarco la hospitalidad, que es una de las virtudes más lindas que tiene la gente de nuestra Argentina profunda. Se pierde en las ciudades y eso es malo. Estoy seguro de que don Álvaro Cayol siempre se acordó con afecto de la lección recibida de don Emiliano Riquelme, el hijo de don Jecho.