Había una vez…fiesta en el “Clú”
- Abuelo, ¿cómo anduvo la cosa en el boliche del puma Rosendo?
- ¡Ah! ¿Se acuerdan? Habíamos quedado en que Rosendo puso orden en las elecciones. Llamó entonces la atención la incorporación de Rino, el zorrino, porque tenía un perfil discreto y a nadie se le habría ocurrido sumarlo. La cosa es que fue un “tapado”.
- ¿Tapado con qué?
- Se dice así cuando alguien se revela como especial: una sorpresa. A Rino se le ocurrió festejar la llegada de la Primavera con una Fiesta Solidaria. Nunca se había hecho. El paisanaje era naturalmente unido y, a pesar de las largas distancias, se preocupaban mucho por los demás. Pero nunca está de más remarcar que lo que nos debe unir como sociedad sana es, en el fondo, la preocupación por los más necesitados, los más débiles.
- Abuelo, eso suena a libro, no a fiesta de campo – dijo la mayor. Sí, la objetora. Y tenía razón.
- En la forma que lo dije, sí. En lo que dije, no. Desde ya que no se pusieron a filosofar sobre la finalidad de lo que hacían. Pero no lo hicieron porque no hacía falta, les era, como dije, algo natural. En aquellos pagos no había llegado la tontería del mundo moderno, y vivían ocupados por las cosas que valen. Rino, era especialmente sensible, creía que los demás no lo querían y eso lo hacía sufrir. Pero no era así. Es cierto que, por culpa de sus perfumes, a veces lo esquivaban, pero todos conocían su buen corazón y hasta admiraban el blanco camino que surcaba su lomo por su negro y limpio pelaje. Aunque de lejos... eso sí. Y eso lo hizo medio solitario. La gente que es solitaria, puede serlo por “buenas o por malas causas”, y eso da en su vida “o buenos, o pésimos frutos”. La vizcacha que vivía por allí, hacía honor a su fama: mal llevada, amarga, despreciaba a todos por igual. La soledad le había transformado en cardo su corazón. Si te acercabas, te pinchaba, así que nadie lo hacía. A Rino en cambio, la soledad lo fue purificando. Hablaba poco, pero siempre decía lo necesario: palabras que alegraban a los demás. “O dioses, o bestias son los que viven solos”, dijo el griego Aristóteles.
- Abuelo, ya te fuiste a los griegos y estás hablando de un zorrino… - ¡esa chica no me deja pasar una!.
- Está bien, pero era para marcarte la naturaleza de Rino. No a cualquiera se le ocurre ayudar a los demás. Sólo a los que fueron bien educados. Y era el caso.
Para la fiesta, en donde no podía faltar la buena música, llamó a un conjunto chamamecero. Se llamaba “Los del Yacaré”, aunque no había ningún lagarto entre ellos. Sirvieron para calentar el ambiente. Acordeón, guitarras y voces criollazas. Muy buenos para el jolgorio. Pero lo más emotivo fue cuando llegaron “Los del Pago”. Eran dos primos de Rosendo, sureros, habilidosos con sus guitarras, que empezaron a cantar historias de la Patagonia. Allí los oyentes lagrimearon.
Rino lo planificó bien: los cansó primero con el baile y después los hizo rumiar buenos versos. La dulzura de los acordes de buenas guitarras hizo el resto… aunque el buen vino, servido con precaución, debe haber ayudado. Como las empanadas.
Era de noche cuando Rino pidió la palabra y habló en público por primera vez. ¿Quieren que les cuente su discurso?
- ¡Sí!
- Aquí va. “Queridos amigos, saben bien que no me gusta esto de hablar. Será por única vez. Y solamente lo necesario. Quisimos con Ña Pirincha y Don Peludo organizar una fiesta y… algo más. Por eso la adornamos con todo. Piensen primero que ninguna de estas cosas las podríamos haber hecho solos… Hoy nos reunimos para darnos cuenta de que somos algo más que una banda de bichos juntos, amontonados por el viento. Somos y formamos una “querencia”, un lugar que amamos. Y cuando nos damos cuenta, como lo estamos haciendo ahora, de que cada uno de nosotros forma parte de esas cosas que queremos, nuestro corazón se engrandece. Y vemos todo con mayor claridad. Hasta llegamos a pensar con cariño en la Vieja Vizcacha, que nos sacó corriendo cuando fuimos a invitarla, ¡pobre! Nuestro clú está llamado a ser como un gran árbol que dé lugar y abrigo a todos los nidos de nuestra buena gente...”
Al oír esto, los pájaros quisieron aplaudir, pero como en vez de manos tenían plumas nadie los escuchó. Rino se dio cuenta de eso, entonces remarcó esta idea.
“Miremos a nuestro alrededor… Somos muy distintos. Todos tenemos habilidades, virtudes. También defectos e incapacidades. Yo no puedo volar, ni siquiera mirar por arriba del pasto largo… Sin embargo, tengo amigos capaces de hacer casi todas las cosas que yo no podría. ¿Se imaginan a un ser con la fuerza de Rosendo, la tenacidad de mi compañero Peludo, la capacidad de preocuparse por todos como Ña Pirincha, hasta el orden de nuestras olvidadas hormigas, o el espíritu vigilante de Guana, o la vista sinfín del amigo Cóndor...?”.
“¡Ché Rino, nombrame a mí también!” dijo el loro y todos se rieron.
“Yo creo que ese ser existe -siguió Rino-. Que repartió entre nosotros partecitas de su poder. Y que nos custodia “silenciosamente”, porque el bien es silencioso, amigo Loro. Y que nos está pidiendo que en “el clú” nos preocupemos por los demás de manera constante. ¡Y sobre todo de los más débiles o lejanos! Más que los paisajes, lo que hace una “querencia” es oír “¡Güenos días!”, “¡Cha’ Gracias!”. Con una sonrisa. Siempre. Si no nos saludamos, terminaremos pareciéndonos a los de la ciudad… Esto nos haría más fuertes y esperanzados…”.
Aquí hizo una pausa larga… mirando a cada uno de los presentes. “Los miembros de este club tienen que tener ´corazones querencieros´”. Y si no, es mejor que se vayan.” Los dijo sin enojo, pero con una seriedad que silenció a todos. Y remarcó: “Disculpen si lo digo a mi manera, tal vez hablamos lenguas diferentes: los que no quieran al pago, los que no quieran a nuestra gente, ¡mejor que se vayan…!” Por unos segundos salieron lenguas de fuego de sus ojitos achinados. Algunos bajaron la mirada…
“Para recordarlo -terminó volviendo al tono afectuoso del principio-, hicimos esperar a los músicos…” Hizo un gesto y empezaron a tocar un chamamé esperado: “El Toro”. Sonaba bien “tarragosero”.
Rino recitó mientras se escuchaba un sapukai infinito que llegaba al cielo: “Allá en campos de Corrientes, frente a un arisco rodeo, engreído un toro pampa, clava en la tierra sus guampas…”.
- Papá, linda la historia, pero le estás robando mucho al cura Castellani… y a otros… - dijo una de mis hijas que escuchaba.
- La pretensión de originalidad es un capricho moderno -le contesté con seguridad.
Mientras, en el boliche, los del clú seguían bailando: “…se hace un claro junto al monte, iniciándose aquel duelo…”.