Opinión
Había una vez…Ubuntu
- Abuelo, nos dejaste intrigados: “Ubuntu”, ¿qué es?
- Les tiro un título: un faro desde Ruanda y una esperanza para Argentina. Es una “filosofía” africana. La palabra es zulú, una lengua del sur de África: “Umuntu, ngumuntu, ngabantu”: “una persona es persona por los demás”. - ¡Para mí que inventás! – me soltó una de las nietas, medio escéptica.
- Ja, no, no sé zulú, ¡por eso me lo escribí! Me puse a leer sobre esto cuando les conté la historia de aquella chica ruandesa que escapó de una matanza y, encima, supo perdonar. ¿Se acuerdan?
- ¡Sí, sí!
- Entonces se acordarán que, de golpe, estalló en Ruanda una ola de odio entre dos grupos: los hutus y los tutsis, y el resultado fue terrible: casi un millón de muertos en cien días. Familias enteras destrozadas.
- Y en el mundo, ¿nadie hacía nada?
- Mejor ni hablar… Vergüenza total. Especialmente la de Francia y las Naciones Unidas… Cuando el país empezó a calmarse, se encontraron con un problema enorme: había que juzgar a los culpables. Pero eran tantos que no alcanzaban los tribunales. El presidente, Paul Kagame…
- ¡Abuelo! – me cortaron todos, muertos de risa.
- ¡No se rían, que es otro idioma! Se llamaba así, qué voy a hacer... La cosa es que, a este hombre y a su gente, se les ocurrió recuperar un sistema tradicional africano para resolver conflictos. Se llamaban –y no se rían otra vez– tribunales gacaca. Los nombres nos suenan raros, pero ojalá tuviéramos algo así por acá…
Para armar un gacaca, elegían a una persona de la comunidad, íntegra, justa, y la nombraban presidente del tribunal. Se juntaban todos en una plaza, y escuchaban el caso. Por ejemplo, supongamos que acusaban a Jean de haber matado a Pierre durante el genocidio. Llamaban a los testigos, le pedían a Jean que se defendiera, y todos debían contar lo que sabían. El objetivo no era solo castigar (que es función de la justicia), sino reconciliar. Si Jean admitía su culpa, pedía perdón de corazón y la comunidad lo aceptaba, le bajaban la pena. Muchas veces, estos juicios terminaban con abrazos, lágrimas y reconciliaciones de verdad. Los gacaca ayudaban a los culpables a reparar el daño: trabajar para la comunidad y ayudar a sus víctimas. Aunque parezca mentira, ese sistema, simple y humano, funcionó.
Entre 2001 y 2012, inspirados en el ubuntu, los gacaca juzgaron casi dos millones de casos en aldeas de todo Ruanda. Aunque tenían sus críticas –seguro que los abogados ponían el grito en el cielo–, lograron algo increíble: restaurar la convivencia en comunidades que estaban rotas. El ubuntu fue el alma de este proceso, porque ponía en el centro que todos son hombres, incluso los que hicieron cosas horribles, y que había que unirse para reconstruir el país, perdonando.
El ubuntu, en el fondo, es un concepto humano: saber que siempre necesitamos de los demás. Y, miren qué lindo, el cristianismo lo llevó más lejos. Porque para muchos pueblos africanos era fácil ser solidarios con los suyos –de hecho, es una de sus grandes virtudes–, pero el enemigo seguía siendo enemigo. Eso pasa en todos lados, ¿no? Por eso Jesús fue revolucionario: dijo que hay que amar hasta a los enemigos. Eso no lo ves fuera del cristianismo. En muchos lugares, todavía rige la venganza, el “ojo por ojo”. Por eso, por ejemplo, es tan difícil que haya paz entre israelíes y palestinos: están atrapados en un ciclo de odio sin fin. En Ruanda, en cambio, eligieron perdonar y armaron un camino para hacerlo.
Y ahora entramos nosotros, los argentinos. Le ponemos otro titulito: “Ubuntu y la grieta”.
La Argentina lleva décadas atrapada en un lío de odios y negocios que agrandan lo que llamamos “la grieta”. Peronistas contra antiperonistas, civiles contra militares, liberales contra kirchneristas, o lo que sea… Etiquetas que ya ni sirven. Pero convierten al vecino, al amigo, hasta al primo, en “el enemigo”. Cada elección viene con una carga de desprecio y bronca al que piensa distinto. Y eso va contra lo que somos como pueblo, porque los argentinos, en el fondo, somos generosos.
En estas desgracias, el ubuntu nos tira una idea para sanar esas heridas, que en el fondo son más artificiales de lo que creemos. “Los hermanos sean unidos / porque esa es la ley primera”. ¿Quién lo decía?
- ¡L-Gante! – tiró el mayor para hacerme enojar.
- ¡Martín Fierro! – gritaron los otros.
- ¡Eso! – dije, haciéndome el serio–. Y si no estamos unidos, ¿qué pasaba?
- ¡Nos devoran los de afuera! – contestaron a los gritos.
- Exacto. Y nos está pasando. Hace años que “la política (y la antipolítica)” hacen que nos devoren. Nos empujan a pelearnos, a hundirnos en luchas interminables. 50 años después, le seguimos echando la culpa de todo a los militares de los ’70. Y gritan “ni olvido ni perdón”, sabiendo que sin perdón no hay futuro y que su memoria es falsa. Los discursos políticos muchas veces agrandan estas divisiones: “nosotros contra ellos”.
El ubuntu nos invitaría a cambiar: reconocer que cada argentino está unido, atado a los demás. La reconciliación es una deuda que nadie se anima a saldar, porque el odio parece más negocio, aunque sea veneno. No es fácil. El ubuntu no fue mágico, pero recordó lo básico: la solidaridad es la base de una sociedad sana. En Ruanda, ayudó a una nación destrozada por el odio a encontrar un camino. En la Argentina, donde la grieta nos tiene cansados, podría inspirarnos a cambiar. Don Martín Fierro lo había anticipado.
Y ahí entra el modelo de la sociedad: la familia. Los valores familiares –la unión, el perdón, el cuidarnos– que son los únicos que harían fuerte a nuestra Argentina. Por eso Fierro habla de “hermanos”. Solo juntos podemos ser familia, podemos ser una verdadera Patria. Cada uno desde su lugar: mamá, papá, los hijos, hermanos, abuelos, tíos, los vecinos… Juntos. Como lo soñó San Martín.
- Les tiro un título: un faro desde Ruanda y una esperanza para Argentina. Es una “filosofía” africana. La palabra es zulú, una lengua del sur de África: “Umuntu, ngumuntu, ngabantu”: “una persona es persona por los demás”. - ¡Para mí que inventás! – me soltó una de las nietas, medio escéptica.
- Ja, no, no sé zulú, ¡por eso me lo escribí! Me puse a leer sobre esto cuando les conté la historia de aquella chica ruandesa que escapó de una matanza y, encima, supo perdonar. ¿Se acuerdan?
- ¡Sí, sí!
- Entonces se acordarán que, de golpe, estalló en Ruanda una ola de odio entre dos grupos: los hutus y los tutsis, y el resultado fue terrible: casi un millón de muertos en cien días. Familias enteras destrozadas.
- Y en el mundo, ¿nadie hacía nada?
- Mejor ni hablar… Vergüenza total. Especialmente la de Francia y las Naciones Unidas… Cuando el país empezó a calmarse, se encontraron con un problema enorme: había que juzgar a los culpables. Pero eran tantos que no alcanzaban los tribunales. El presidente, Paul Kagame…
- ¡Abuelo! – me cortaron todos, muertos de risa.
- ¡No se rían, que es otro idioma! Se llamaba así, qué voy a hacer... La cosa es que, a este hombre y a su gente, se les ocurrió recuperar un sistema tradicional africano para resolver conflictos. Se llamaban –y no se rían otra vez– tribunales gacaca. Los nombres nos suenan raros, pero ojalá tuviéramos algo así por acá…
Para armar un gacaca, elegían a una persona de la comunidad, íntegra, justa, y la nombraban presidente del tribunal. Se juntaban todos en una plaza, y escuchaban el caso. Por ejemplo, supongamos que acusaban a Jean de haber matado a Pierre durante el genocidio. Llamaban a los testigos, le pedían a Jean que se defendiera, y todos debían contar lo que sabían. El objetivo no era solo castigar (que es función de la justicia), sino reconciliar. Si Jean admitía su culpa, pedía perdón de corazón y la comunidad lo aceptaba, le bajaban la pena. Muchas veces, estos juicios terminaban con abrazos, lágrimas y reconciliaciones de verdad. Los gacaca ayudaban a los culpables a reparar el daño: trabajar para la comunidad y ayudar a sus víctimas. Aunque parezca mentira, ese sistema, simple y humano, funcionó.
Entre 2001 y 2012, inspirados en el ubuntu, los gacaca juzgaron casi dos millones de casos en aldeas de todo Ruanda. Aunque tenían sus críticas –seguro que los abogados ponían el grito en el cielo–, lograron algo increíble: restaurar la convivencia en comunidades que estaban rotas. El ubuntu fue el alma de este proceso, porque ponía en el centro que todos son hombres, incluso los que hicieron cosas horribles, y que había que unirse para reconstruir el país, perdonando.
El ubuntu, en el fondo, es un concepto humano: saber que siempre necesitamos de los demás. Y, miren qué lindo, el cristianismo lo llevó más lejos. Porque para muchos pueblos africanos era fácil ser solidarios con los suyos –de hecho, es una de sus grandes virtudes–, pero el enemigo seguía siendo enemigo. Eso pasa en todos lados, ¿no? Por eso Jesús fue revolucionario: dijo que hay que amar hasta a los enemigos. Eso no lo ves fuera del cristianismo. En muchos lugares, todavía rige la venganza, el “ojo por ojo”. Por eso, por ejemplo, es tan difícil que haya paz entre israelíes y palestinos: están atrapados en un ciclo de odio sin fin. En Ruanda, en cambio, eligieron perdonar y armaron un camino para hacerlo.
Y ahora entramos nosotros, los argentinos. Le ponemos otro titulito: “Ubuntu y la grieta”.
La Argentina lleva décadas atrapada en un lío de odios y negocios que agrandan lo que llamamos “la grieta”. Peronistas contra antiperonistas, civiles contra militares, liberales contra kirchneristas, o lo que sea… Etiquetas que ya ni sirven. Pero convierten al vecino, al amigo, hasta al primo, en “el enemigo”. Cada elección viene con una carga de desprecio y bronca al que piensa distinto. Y eso va contra lo que somos como pueblo, porque los argentinos, en el fondo, somos generosos.
En estas desgracias, el ubuntu nos tira una idea para sanar esas heridas, que en el fondo son más artificiales de lo que creemos. “Los hermanos sean unidos / porque esa es la ley primera”. ¿Quién lo decía?
- ¡L-Gante! – tiró el mayor para hacerme enojar.
- ¡Martín Fierro! – gritaron los otros.
- ¡Eso! – dije, haciéndome el serio–. Y si no estamos unidos, ¿qué pasaba?
- ¡Nos devoran los de afuera! – contestaron a los gritos.
- Exacto. Y nos está pasando. Hace años que “la política (y la antipolítica)” hacen que nos devoren. Nos empujan a pelearnos, a hundirnos en luchas interminables. 50 años después, le seguimos echando la culpa de todo a los militares de los ’70. Y gritan “ni olvido ni perdón”, sabiendo que sin perdón no hay futuro y que su memoria es falsa. Los discursos políticos muchas veces agrandan estas divisiones: “nosotros contra ellos”.
El ubuntu nos invitaría a cambiar: reconocer que cada argentino está unido, atado a los demás. La reconciliación es una deuda que nadie se anima a saldar, porque el odio parece más negocio, aunque sea veneno. No es fácil. El ubuntu no fue mágico, pero recordó lo básico: la solidaridad es la base de una sociedad sana. En Ruanda, ayudó a una nación destrozada por el odio a encontrar un camino. En la Argentina, donde la grieta nos tiene cansados, podría inspirarnos a cambiar. Don Martín Fierro lo había anticipado.
Y ahí entra el modelo de la sociedad: la familia. Los valores familiares –la unión, el perdón, el cuidarnos– que son los únicos que harían fuerte a nuestra Argentina. Por eso Fierro habla de “hermanos”. Solo juntos podemos ser familia, podemos ser una verdadera Patria. Cada uno desde su lugar: mamá, papá, los hijos, hermanos, abuelos, tíos, los vecinos… Juntos. Como lo soñó San Martín.