Había una vez… un regalo de Navidad

- Muchas veces Dios habla por los libros que nos regalan o que nos encontramos aparentemente “de pura casualidad”, esto le pasó de modo especial a este cura que ven acá: el Padre Christopher Hartley. Tiene una vida de novela, anduvo por todo el mundo, por las selvas de África, las del Caribe, las del Bronx, creo que ahora anda por México… ¿quieren que les cuente su secreto? - Sí abuelo… es bueno eso de “contar secretos” porque genera intriga… Aunque la vida de este cura es transparente como el agua.
- Antes que nada, les cuento que es español, aunque su nombre suene gringo. Nació en una familia rica. Su padre, era inglés, empresario. Su madre, española, de la aristocracia.
- ¿Qué es eso? -me preguntaron los chicos- Y me quedé pensando un ratito, porque “aristos” debería significar “lo mejor”, pero se ha deformado y hoy no sé qué significa en esta realidad. La “nobleza” la mayoría de las veces se ha envilecido…
- Que era de una familia con antepasados famosos – dije sin nada de convencimiento.

ENTRE COMODIDADES
El joven Christopher nació y creció entre comodidades, pero un día todo cambió… Él lo cuenta así: “Volví del colegio a las 17.30 de la tarde, tiré los libros encima de la cama. Yo odiaba el colegio, la vida era un asco. Teniéndolo absolutamente todo y una familia maravillosa, en ese momento me di cuenta de que Dios me amaba y que quería ser sacerdote. Y dos horas después llegó de la oficina mi padre, que era anglicano, y fue al primero que se lo dije”. Tenía 15 años.
En el seminario tuvo la Gracia de tener a un gran formador: el Padre José Rivera. Un Santo. Durante la Navidad de 1976, Christopher se fue a celebrarla a casa de sus padres. Allí lo esperaba un regalo que sería gravitante en su futuro: un libro sobre la vida y apostolado de Madre Teresa de Calcuta. Tan conmovido quedó el joven seminarista, que se prometió a sí mismo: “Yo toda mi vida me voy a dedicar a esto”.
El joven seminarista encontró el sentido de su vida en un regalo de Navidad. “Jamás volví a mirar para atrás. Nunca he tenido la menor duda y he sido el hombre más feliz del mundo. Tan simple como eso”.

VOLUNTARIO
Durante los años de seminario cada verano aprovechó para ir como voluntario con las Misioneras de la Caridad en Londres, en las “villasmiseria” de Ciudad de México o a las calles de Calcuta.
Después viajó a Nueva York para ir a uno de los perores lugares el Bronx. Violencia, sordidez y narcotráfico. Pero después de un tiempo fue por más. Se instaló en la República Dominicana y con los trabajadores haitianos en las plantaciones de caña de azúcar conoció lo que era la esclavitud en pleno siglo XX. “Eso sí que es misión”, recuerda, “¡había sitios donde nunca antes se había celebrado Misa!”. Allí inició una lucha que va a terminar con su expulsión y amenazas de muerte. Hay una película que cuenta esa historia y se llama “El precio del azúcar”. Terrible. No dudó en enfrentarse al poder para defender a los más miserables.
De allí fue por más todavía: se instaló en Etiopía cerca de la frontera con Somalia, donde permaneció hasta mediados de 2019. “Celebré misa solo durante siete años”, recuerda, “pero la gente iba a recibir el fruto de la Eucaristía, que es la caridad; que era la que yo tenía que manifestar… haciendo el bien que pude hacer durante aquellos años. Lo que es invencible es la caridad, que es lo que deja el signo de interrogación en el corazón del que no conoce a Jesucristo”.
Y más todavía… de allí se fue a Sudán del Sur: “La única razón por la que hacemos todo esto”, explicaba, “es para que estas pobres gentes ‘se salven y lleguen al pleno conocimiento de la Verdad’… Llego hasta donde puedo, de choza en choza por los senderos de estas selvas, pero se quedan tantos sin atender”, se lamentaba. Y más se lamentó cuando por razones de salud tuvo que irse. Un tiempito en su tierra y de nuevo a lo desconocido. Hoy, con amenazas de muerte pendiente, anda de nuevo por América. Y lo cierto es que de nuevo eligió a los que más lo necesitan.

“CAMBIAR LA VIDA”
En una de sus últimas cartas contaba que uno de sus nuevos fieles, al verlo le preguntó: “Padre, ¿por qué la Iglesia, ha tardado tantos años en venir a ayudarnos… somos gente muy religiosa, pero no sabemos nada de religión, llevamos tantos años esperando y pidiendo un sacerdote…” Por eso les pido que nos hagamos eco de un pedido: “Les ruego de rodillas que pidan ‘al dueño de la mies que envíe más obreros’… que el Buen Dios mande más sacerdotes misioneros”.
En fin, el secreto es que cuando sus padres le compraron ese regalo de Navidad no se imaginaron que le iba a cambiar la vida no solo a su hijo, sino también a muchos miles de personas de distintos continentes. Qué lindo, ¿no?