Había una vez… un fortín

- Si quiere le cuento –me dijo el sargento con criolla gravedad. Me lo encontré en un fortín olvidado gracias a que me llevó mi amigo Carlos Montefusco, el pintor gauchesco.
- Eso es más viejo que vos… -me dijo sospechando uno de los nietos.
- Sí, pero, bueno… - contesté dudando. Y dudaba en serio, porque a veces se me hace que también viví entre los gauchos que guardaban nuestras fronteras. Como le tocó al pobre Fierro y a miles más. No solamente gracias a José Hernández. Confieso mi predilección por el subgénero extinto de historietas gauchescas: mis preferida eran Martín Toro, el Cabo Savino, Capitán Camacho… Hubo muchas y muy buenas. Todas dolorosas. Como nuestra historia. Muchas gloriosas. Como abundan entre nuestra gente. Seguí el relato:
- Así que, cuando me lo encontré, nos dimos un fuerte apretón de manos y lo invité a tomar unos mates.
- ¡Ahí te agarré! – me dijo el crío que me andaba “maliciando” – Si vos llegabas, él te debía invitar, no vos…
- Tenía razón, ¿pero para que dársela tan pronto?
- Nosotros llevábamos provisiones para el fortín: yerba, harina, tabaco, fideos, algo de vino... y algo de galleta fresca. Él lo sabía, así que esperaba el convite. Y seguramente tendría necesidad de hablar. No había muchas oportunidades por esos lados. Así que lo invité yo, yendo por la mercadería.
El fortín era la desolación. Desprovisto de casi todo, hasta de árboles. Había unos chiquitos, pero les faltaba mucho todavía. Nos salvó la sombra de un ombú.
- ¡El ombú es un árbol!
- Ja, ahí te agarré yo. El Ombú es un “fofo yuyo megalómano”, como dijo alguno… Parece, pero no es un árbol. Es una maravilla, eso sí, pero árbol, no. Quizás por eso es un símbolo.
La cosa es que fuimos bajo el ombú, en donde siempre habría un fueguito con agua caliente. Nos sentamos sobre unos banquitos hechos con caderas de vacas y tientos. Hacía calor.
- Si quiere, me cuenta - le dije acercándole el primer amargo. Pegó un respiro, mirándome como para saber si podía confiar. Nos quedamos un rato en silencio. Mirando el horizonte. Como hay que hacer.
- El asunto es amargo… – fue lo único que dijo por largos minutos. Yo callaba. Él saboreaba el mate, también amargo. Yo el silencio. Como hay que hacer.
- Este fortín nació malparido. Los problemas empezaron casi al principio nomás. Los nuevos milicos habían sido un rejunte de gente que poco sabía de estas cosas. Diga que uno le tiene cariño a esta tierra… Diga que todos los días, al izarse la bandera, nos dábamos coraje pensando que valía la pena… Esta no es vida pa’ cualquiera, amigo, pa’ agua
ntarse esta soledá hay que tener con qué. Si no uno se va convirtiendo en una bestia más del desierto… comer, dormir, esperar que el tiempo corra y se termine el servicio…

Hay semanas en las que no pasa nada de nada, pero uno debe estar preparado. Ya nos pasó una vez, cuando aflojamos, aburridos como estábamos. Se nos vino la indiada; nos agarró de sorpresa. No me lo puedo perdonar… - dijo haciendo una sobria mueca de dolor. Toda palabra que salía de su boca era una especie de sacrificio, así que ni se me hubiese ocurrido apurarlo. Atardecía.
- Sabe Usted que la indiada no conoce la compasión, la piedad -arrancó al rato, después de mascar la idea, achinando sus ojos-. Y no los juzgo, pobres… si naides se la enseñó. La cosa es que fuimos chambones y no los vimos. Serían unos cincuenta. El capitán se había ido de comisión al pueblo. En el fortín quedaron doce soldados novatos. Y dos familias; una, la mía. ¡Malhaya! Si hubiésemos estado atentos… - allí cerró los ojos y se volvió a callar por otro largo rato. Yo ni respirar quería, porque sabía que él andaba hurgando sus heridas y el buen criollo es pudoroso. Él jugaba con las brasas. Yo entendía mirándolas.
- Con el cabo Sosa y uno de los miliquitos nuevos, habíamos salido antes del amanecer a buscar algo de carne. Nos entretuvimos boleando unos ñanduces a unas cuatro o cinco leguas. En el bajo de la laguna seca. Más allá de esa loma – me dijo señalando hacia el poniente-. Ni cuenta nos dimos hasta que vimos la humareda. No había mucho pa’ quemar, pero ardía… como ardía mi pecho furioso por la chambonada que había hecho. Fue un galope desesperado con mi cabeza que se llenaba de voces … que todavía escucho…
Ahí puede ver el fruto… - esta vez, apuntó con sus dedos hacia el lado contrario. Se veían unas cruces. Pensé entonces terminar con el mate y le ofrecí un trago de ginebra. Me dijo que no había vuelto a tomar. Que sabía que era una tentación que no se podía permitir hasta que cumpliese con su misión
.
- El asunto fue que cuando llegamos… -suspiró y volvió a callar.
- Me lo imagino todo -le dije para ahorrarle la descripción.
- No… no lo crea. No se imagina la rabia de un padre, de un esposo que sabe que todo se terminó por su propia culpa. No se imagina lo que fue esa noche esperando el amanecer, sin saber si los llevaban cautivos o habían muerto. Usted no sabe lo crueles que son los indios con las mujeres y con los niños cristianos. Yo lo había visto, así que esas imágenes se me venían encima como caranchos, arrancándome los ojos. Por eso cuando al aclarar, cuando vi a esos pajarracos planeando no muy lejos, respiré con algo de alivio. Mejor ansí, pensé, y apuré pa’ llegar y alejarlos...
Y aquí me ve, custodiando estas cruces. Ya que no los supe cuidar vivos, los cuido muertos. Pago mis culpas – y cerró la confesión encerrándose en un silencio del que no quise sacarlo.
- Nos viene bien hacer un poco más de brasas – le dije al rato, tirando al fuego unos tronquitos-. Andamos necesitando algo pa’l buche…

***
- Así fue mi encuentro con este paisano…
- Una historia triste… – dijo una nieta con alguito de resentimiento y verdad.
- Bueno, no creo que termine mal… El sargento era un hombre en serio, cabal. Gaucho entero. Y el fuego destruye, pero también purifica.
Y fueron ustedes los que querían saber lo que él me contó. Una historia repetida y que los argentinos olvidamos. Como el dolor de las miles de cautivas esclavizadas, de sus hijitos. Parece que nunca existieron… y es una de las muchas llagas sin cicatrizar que tiene nuestra patria.