Había una vez… grandes agradecimientos

—El otro día les prometí que iba a contarles una historia distinta de la última. Es sobre un “gran maestro” y los agradecimientos.

—Abuelo, ¿tus maestros eran buenos?

—Muy buenos… Creo que todos los que nos dedicamos a enseñar es porque por un lado nos encontramos con al menos un gran maestro, y también con algún aspecto de la “realidad” al que vimos que valía la pena dedicarnos.

—¡No te entiendo!

—Perdoná… Por ejemplo, un buen maestro de música, te hace enamorar de la música… ¿Ahí se entiende? Un “gran maestro” es todavía más valioso, porque te hace gustar todo, en conjunto. Y te ayuda a lo principal, encontrar el sentido de tu vida y te acompaña. ¡Tenés que estar atento a reconocerlos y aprovecharlos! Y te cuento la historia de uno que conociste: Jorge Ferro, ¿te suena?

—Sí, porque a mamá le dieron un premio que lleva su nombre. Está fumando una pipa…

—Jorge fue profesor primero de tu abuela, en el secundario, después mío, en la universidad, y por último de tu mamá, también en la universidad. Bueno, ahí lo fuimos conociendo, pero un “gran maestro” se transforma siempre en un “gran amigo” cuando tenemos la suerte de tenerlo cerca. Les voy a contar algo de su historia.

Su padre era oficial de Gendarmería, allá por la frontera norte. Fue hace no tantísimos años, pero fíjate qué envidia: cuando él viajaba, iba o en barco o en ¡hidroavión! Y llegaba a un puerto en un territorio casi salvaje… Eso le dio una infancia muy especial. Y probablemente esas aventuras lo acercaron a los libros. Cuando fue grande, después de haber estado en el Liceo Militar, se decidió a estudiar Letras. Por esos tiempos lo conoció tu abuela. Era jovencito, sus primaras clases. Pero ya se le notaba lo esencial. Su vida de profesor fue luminosa: sabía, amaba lo que enseñaba y lo transmitía con pasión. Pero para poder hacerlo hace falta también un elemento clave: querer a los alumnos. Saber que se les está dando un bien valioso. Por eso se entusiasmaba y así entusiasmaba a los demás. Yo lo conocí unos pocos años después y con un tema espectacular: la obra de J.R.R. Tolkien, ‘El Señor de los Anillos’. Fue uno de los primeros estudiosos de ese autor en Argentina (y casi en el mundo). Para los que lo oímos en aquellos tiempos, hace unos cuarenta años, fue un descubrimiento. Transmitía con pasión una historia emocionante, llena de heroísmo y lucha y, al mismo tiempo, profunda. Una de las mejores obras de la Historia de la Literatura, sin dudas, y Jorge fue uno de los mejores maestros que nos podría haber tocado para poder apreciarla. En particular para nosotros (también para tu mamá), haber descubierto a Tolkien fue en primer lugar como encontrarnos con aire puro. donde había lugar para luchar por el bien, para perder y para ganar también. Donde había Esperanza en medio de las oscuridades; donde el mal era malo y bueno lo bueno.

—Eso es obvio, abuelo…

—No lo creas. Justamente el problema del mal en el mundo de hoy es que está en una gran nebulosa… Fijate en las películas de ahora: los malos a lo sumo son “confundidos” y los buenos… bueno, ni siquiera hay buenos “buenos”. Y acá lo asocio a algo importante: un buen maestro debe ser una buena persona, coherente. Que practique lo que predica. Que huya de la confusión. Si no, nadie le cree. Jorge era un hombre íntegro, y porque era bueno, también era muy divertido. Las amarguras son para los otros, no para los buenos en serio. Las tristezas sí, son parte de este mundo, pero siempre con Esperanza. Me acuerdo cuando nos contaba cómo había conocido a su mujer, Celia. La vio desde el colectivo y aunque no la conocía, supo que se iba a casar con ella (¡lindos tiempos en que la gente se casaba). En una película, una historia así no te la creés, pero la realidad es más linda. Cuando tu abuela era su alumna ellos se casaron y todos festejaron su alegría. Tuvieron hijos, nietos… Y por su casa desfilaron cientos de alumnos a los que él recibía con generosidad. Y ahí otra característica de un gran maestro: es generoso. Sabe que recibió mucho y que lo recibido hay que darlo. Él aprovechaba siempre las oportunidades: el tren, unos mates, un viaje, pescar… Todo era ocasión para una charla jugosa, para reírse un rato y aprender. Con sencillez.

Y se va la tercera: la sencillez. Jorge tenía “todos los títulos”, libros, conferencias por todo el mundo… Era un número uno. Pero nunca te lo hacía notar, por el contrario. Le gustaba escuchar, disfrutaba con el saber de los demás, especialmente si los otros eran o habían sido sus alumnos. El gran maestro sabe, pero no es jactancioso. —Ay, abuelo, ¿qué es eso?

—Es una forma de vanidad. Los hombres tendemos a ser tontos y creernos que lo bueno que nos pasa es por mérito nuestro y nos pertenece. Y no es así. Jorge lo sabía. Y cuando lo leas, te vas a poder dar cuenta y, aunque apenas lo conociste, lo vas a sumar como maestro y amigo. Y él desde el cielo te va a saludar riendo con su pipa en la mano. Acordate.