Había una vez… el redoble de campanas

- Abuelo, ¿es bueno este libro?- me estaba mostrando ‘Por quien doblan las campanas’ de Ernest Hemingway. Le debe haber llamado la atención la tapa con unos biplanos volando.

- No -siempre soy franco, ja-. De ese autor podrías leer algún día ‘El viejo y el mar’ que es una linda novelita. Lo demás no vale la pena. Éste es un librito de un hombre confuso y confundido. No te voy a negar que a veces tiene buena pluma, pero no vale la pena dedicarle tiempo. Un libro para que sea bueno, tiene que estar bien escrito y decir ‘verdades’, mostrar realidades, sobre todo buenas, bellas. No es el caso. El título es bueno, eso sí… aunque ni siquiera es original.

- ¿Las campanas se doblan?
- Ah… claro, hoy casi no se oyen campanas y es una pena, pero “el hacer sonar las campanas” también se dice “doblar”, redoblar, repicar, tañer… En otros tiempos la vida de los pueblos se ordenaba con el sonido de las campanas que llegaban desde las torres de las iglesias…

- ¿Se daban órdenes con las campanas?
- No, las campanas nos mostraban el orden natural de la vida humana. Nos lo recordaban. Esperame un segundo, por acá tengo un libro de un querido amigo, Antonio Caponnetto, que dice cosas lindas sobre eso. Se llama ‘Campanas de cielo y tierra’. Es de poesías, pero si mal no recuerdo tenía un prólogo que nos señalaba por quién doblan las campanas en serio.

- Me intriga quién fabrica las campanas… -dijo mientras me levantaba a buscar el libro.
- En Argentina queda un solo fabricante en Santa Fe, la familia Bellini. Sé que tuvieron que dedicarse a otras cosas porque casi no se venden. Pero tienen fama de ser excelentes. Ojalá no se abandone ese arte, necesitamos oírlas de nuevo. Y ordenarnos con su sonido.
Aquí tengo el libro. Fijate cómo empieza: “Hubo un tiempo en que los hombres solían y sabían escuchar los sonidos que les llegaban desde el campanario. Era natural para ellos, descifrar un tañido, acatar un repique o interpretar un martilleo. Aquella música de metales, lanzadas hacia el horizonte les advertía a los hijos de una comarca si la tormenta montañosa estaba cerca, si el enemigo secular acechaba, era la hora irrenunciable del ‘Angelus’, si el júbilo daba motivos para enarbolarlo en las calles o si la muerte se había aposentado en el terruño”.
Las campanas acompañaban la vida y la muerte. Existía todo un lenguaje de alegrías y tristezas, de peligros y fiestas. Por eso todo pueblito, junto a la iglesia, se esforzaba por tener un campanario lindo y sonoroso. La gente juntaba bronce (que es principal metal) y se le agregaban metales preciosos (plata y oro) que le daban mejor sonido. Eran el reloj de los pobres, pero mucho más… Las campanas antiguas tenían nombres e inscripciones que marcaban funciones especiales: ‘Defuntus ploro’ era la dedicada al recordar a los muertos. Cuando fallecía alguien, comenzaba a sonar, pausadamente para avisar. Y la gente, aún antes de saber quién era, ya empezaba a rezar. Había otras campanas con frases más llamativas: ‘Fulgura frango’, ‘Pauco Cruentos’ (quiebro el rayo, aplaco a los violentos). Se repicaban para alejar tormentas o guerras. Pero, lo más propio era ‘Laudo Deum Verum’, ‘Festa Decoro’, ‘Congrego Clerum’, Vivos Voco (alabo al Dios verdadero, embellezco la Fiesta, reúno al clero y llamo a los vivos). Lo triste es que la gente ya no las oye, o peor aún, a veces hacen campaña para silenciarlas para siempre y juntan firmas como si fuesen “ruidos molestos”. Claro que las campanas molestan a quienes no tienen la conciencia limpia.

- ¡A mí me encantaría tocar esas campanas gigantes que te levantan con la cuerda!

- ¡A mí también! Uno de los recuerdos más lindos que tengo de un tiempito que viví en Italia es el sonar de las campanas. En Venecia, la ciudad de mi papá, uno de tus bisabuelos, como no hay ruidos de motores, las campanas se oían como un concierto; las palomas revoloteaban y el sonido grave y antiguo inundaba todo, hablándonos de muchas cosas. Y en la casa que tiene nuestra querida tía Teti en la montaña, por las tardes podía oír cómo llegaban sus mensajes desde muchos kilómetros. Está en el valle del río Piave; allí el oído llegaba más que la vista. En distancia y en el tiempo, porque me imaginaba entonces, que lo que estaba oyendo era lo mismo que se oía hace cien o trescientos años. Cuando estoy en nuestros valles me apena no oír campanas. Las que hubo, enmudecieron. Aunque no tuvimos tantas…

- ¡Pero van a volver a sonar cuando nos dejen tocarlas a nosotros! – me dijo entusiasta. Y le creo. Sé que él podría restaurar el viejo oficio de ‘campanero’ y de allí vendría otra restauración más profunda. - Un viejo obispo de los buenos, el Cardenal Pie, decía que a los herejes no les gustan las campanas porque les recuerda la Verdad, que la “campana no era apóstata”. La cierto es que están y nos llaman, también con su silencio. Fijate acá lo que dice Antonio citando al ‘Bebe’ Goyeneche: “Las campanas son ejércitos angélicos que hablan al espíritu con un idioma que los hombres de hoy no quieren entender.” En el fondo son parte de un ejército invencible de cosas sencillas que hoy se ignoran. Pero, como son reales, volverán a ocupar su lugar cuando el hombre entienda y no se deje dominar por la pura técnica o el materialismo. La Inteligencia Artificial no sabe de campanas; los robots, mecánicos o de carne, no disfrutan del silencio, ni de la buena música, que no deja de ser silencio concertado.

Nos quedamos un rato mirando el atardecer… hasta que dijo:
- Me gustaría oír las campanas en ese valle que me contaste…
- Las vas a oír - le dije con total seguridad.