Páginas de la historia

Galileo Galilei

Es evidente que en el conocimiento, en el saber, cada puerta que abrimos, nos abre otras puertas. Y alguien que abrió –y nos abrió- puertas, fue un científico italiano nacido unos 70 años después del descubrimiento de América.

Se llamó Galileo Galilei y fue quizá quien más contribuyó a la formación de las modernas ciencias naturales, la física especialmente.

Casi cien años antes de Galileo, un astrónomo y sacerdote polaco llamado Nicolás Copérnico, aunque su verdadero apellido era Kopernick, había expresado que la tierra y otros planetas, giraban alrededor del sol.

Copérnico estaba, quizá sin quererlo, contradiciendo el pensamiento de la Iglesia, que sostenía que la Tierra era el centro del Universo y por lo tanto descartaba, toda idea en cuanto a que tuviera movimiento.

Galileo había estudiado a fondo los seis libros que sobre el tema había publicado Copérnico hasta el año de la muerte de este, en 1534, unos 30 años antes que naciera nuestra figura.

Galileo fue, sometido a proceso, por adherirse a las teorías del sabio polaco. Tenía casi 70 años, una enorme amargura y, sobre todo, un gran cansancio. Quizá un cansancio de tiempo.

Y para esta fatiga, el hombre no ha podido crear todavía ningún tipo de reposo.

Galileo había nacido en Pisa, hoy República de Italia, en 1564. Sus teorías, por innovadoras y en contradicción con lo que la Biblia expresaba, se consideraron como subversivas, y peligrosas. Galileo Galilei era un científico muy prestigioso y además un católico ferviente.

Como hombre de ciencia había formulado anteriormente, leyes sobre la caída libre de los cuerpos y sobre la oscilación del péndulo.

Y llegó a su conocimiento, que un óptico holandés, fabricaba un tipo de lentes, que acercaba los objetos lejanos y que aumentaba enormemente su dimensión, transformando lo distante de la vista, en cercano. Se contactó con ese artesano y le adquirió ese tipo de lentes. Y así observó, antes que ningún otro hombre, que la luna no era plana, sino que poseía cráteres y montañas. Que el sol presentaba manchas que se desplazaban, confirmándole que giraba sobre si mismo.

A los 24 años -caso único por su juventud, sobre todo en ese tiempo- fue designado profesor de Matemáticas en la Universidad de Pisa. Allí construyó con sus propias manos un enorme telescopio.

Fueron pasando los años y se iba sintiendo cada vez más acosado por la calumnia, que “es siempre un impuesto al talento”. Así como  “la envidia es un impuesto al éxito”.

Se trasladó entonces a Florencia, donde teniendo 59 años, escribió un libro que decidiría negativamente su destino.  Se llamó: “Carta Sobre las Manchas Solares”. Es más de lo que la mediocridad ambiente podía soportar.

Entonces, este sabio, muy adelantado a su tiempo, debió escuchar –de rodillas- la sentencia donde se repudiaban todas las ideas por las que había luchado.

Por ser un hombre de profunda religiosidad, lo condenaron “provisoriamente” a arresto domiciliario, menos tétrico que la cárcel, pero no menos humillante, en lo espiritual.

Él sabía que habría un nuevo juicio, y para salvar su libertad y quizá su vida, decidió entonces, rectificarse públicamente. ¡Debilidad humana…!

Y aceptó contra sus convicciones, que el sol no era el centro del universo y que la tierra no se movía. Considero que nadie debe erigirse en juez de un semejante, y menos aun atribuirle a nuestro científico, cobardía o debilidad.

Porque vivimos pretendiendo que los demás nos comprendan. Y a veces olvidamos comprender a los demás. Además, cuando juzgamos a alguien, sólo estamos juzgando a una parte de ese alguien. Y así como absolvemos con lentitud, condenamos rápidamente.

Cuando dada su retractación, salió posteriormente absuelto del proceso, declaró muy reservadamente a sus fieles discípulos, una frase en italiano, inscripta ya en la historia de la humanidad, con referencia a la Tierra: “E pur… si muove”. Y sin embargo… se mueve.

Por eso no debemos juzgar con demasiado rigor su retractación pública.  Porque la justicia muy estricta roza la injusticia. 

Y en definitiva, como la verdad, aun encadenada, vuela mas alto que la mentira libre, el tiempo, que es un jurado infalible, determinó la realidad de sus teorías y le otorgó el premio de una merecida inmortalidad.

Y un aforismo final para todos los Galileo, en plural, a los que a veces condenamos con muy pocas pruebas: “No hay culpas. Hay circunstancias”.