ACUARELAS PORTEÑAS

Fútbol y palabras: recuerdos y excursos

En épocas pretelevisivas constituía mi infaltable deber, los domingos por la tarde, encender la radio (Arkansas era la marca) y, con el corazón palpitante, escuchar las trasmisiones de los partidos de fútbol. En esa época, la B jugaba los sábados; la A, los domingos, generalmente a las 15:30 o 16:00. No nos abrumaba la terrible profusión, casi inmanejable, de partidos y de torneos que existen hoy en día.

FÚTBOL PRESENCIAL

De manera que los estadios, en general de tribunas de madera, se hallaban siempre colmados, aun en los partidos que podríamos llamar más modestos, por ejemplo Atlanta contra Banfield, ya que, harto sabido, a menor oferta, mayor demanda.

En un antiguo artículo (“El ecumenismo y la geografía del fútbol”, La Prensa, 17/04/2020) he recordado con especial fruición uno de esos encuentros entre el Bohemio y el Taladro, debido al hecho no menor de que fue el primer partido de los incontables que, desde el tablón o desde el cemento, presencié a lo largo de mi existencia. Ese bautismo mío ocurrió, a mis ocho años de edad, exactamente el domingo 27 de mayo de 1951, con el resultado de Atlanta 3, Banfield 2.

Como parte esencial de mi educación, mi papá y yo concurríamos con cierta frecuencia a ver los partidos de Atlanta, por pragmáticas razones de comodidad geográfica. Vivíamos en la calle Costa Rica, vereda impar, entre Fitz Roy y Bonpland, de manera que, caminando por esta última hacia la izquierda, llegábamos a la avenida Córdoba, donde se abría, en diagonal, el camino de tierra que, reliquia de la traza de un ramal ferroviario desactivado, desembocaba a muy escasa distancia de la diminuta cancha del Bohemio (Humboldt al 400).

FÚTBOL RADIOFÓNICO

A veces me tocaba presenciar los partidos. Otras, la mayoría, me sentaba junto a la Arkansas y buscaba en el dial el relator que se ocupaba, ese domingo, de trasmitir los partidos de mi AKDé de Avellané.

Existían tres radioemisoras de carácter, digamos, más distinguido, por tratar de definirlas de algún modo: El Mundo, Belgrano y Splendid. Otras, en cambio, tendían a ser de medio pelo. Y, finalmente, estaban las más ordinarias, populacheras o mersas: Radio del Pueblo y Radio Porteña, cada una, según creo recordar, en los extremos opuestos del dial.

Entre los relatores más reconocidos, gozaba de especial prestigio el autodenominado Fioravanti (seudónimo de Joaquín Carballo Serantes). De estilo barroco y culto, llamaba “esférico” a la pelota, y cantaba los goles alargando, no la vocal o, sino la consonante ele: ¡Gollllllll! Me parece que se desempeñaba en Radio Libertad.

Lalo Pelliciari cultivaba más bien un histrionismo estrafalario. Tanto él como Fioravanti provenían de la vecina orilla del Plata, al igual que otro relator mucho más reciente, de cuyo nombre, parafraseando a Cervantes, prefiero, por asepsia, no acordarme.

En realidad, mi preferido era Alfredo Aróstegui, apodado El Relator Olímpico, por haber realizado esa labor informativa en los Juegos Olímpicos de Amsterdam en 1928 (¿o serían los de Helsinki en 1948?, ¿o ambos?). Trabajaba en Radio Splendid.

Tanto los relatores como los comentaristas se dirigían unos a otros, respetuosamente, con el caballeresco usted

. Este tratamiento, me imagino, continuaba más allá de la radio, ya que, en aquellos años, era inexistente el voseo casi indiscriminado que se utiliza en nuestros tiempos.

También evoco los nombres de algunos comentaristas: Félix Daniel Frascara, Osvaldo Caffarelli, Damián Cané, Horacio Besio, los ex futbolistas José Salomón y Roberto Cherro… Y, sobre todo, me parece oír al enfático Enzo Ardigó que consagró su muletilla ¡evidentemente!, todo un hallazgo, al parecer, en esa época.

EXCURSO SOBRE “OBVIAMENTE”

El enzoardigoniano adverbio evidentemente constituye una especie de tatarabuelo del hoy todopoderoso obviamente.

Sugerencia: algún mecenas debería organizar un concurso dotado con un premio de un millón de dólares al héroe de un medio audiovisual que pueda resistir más de cinco segundos antes de pronunciar su primer obviamente, al que luego, obviamente, seguirá una extensísima retahíla de obviamente, la verdad que, por lo cual, de alguna manera, y otros sublimes frutos del ingenio humano.

Me atrevo a vaticinar que, a pesar del tentador monto pecuniario del concurso, el premio tendrá que ser declarado desierto, pues no existe mortal radiofónico o televisivo capaz de coronar tan valerosa hazaña. Obviamente, es un mero pálpito de mi parte.