EL LATIDO DE LA CULTURA

Fuegos artificiales

Chris Martin, cantante del grupo Coldplay, el pasado martes frenó repentinamente el recital que la banda estaba brindando en el estadio de River. En un gesto de edulcorada teatralidad argumentó que necesitaba que la gente (“el mejor público del mundo”, según sus palabras), acompañara la canción con mayor ímpetu. “Les pido que salten un poquito más, que griten un poco más, que se muevan un poco más y que para ello dejen a un lado sus celulares y miren a quien tienen al lado”, rogó Martin.  ¿No es irónico que la banda de las melodías sosas, la misma que montó un espectáculo que vendió una decena de estadio repletos a fuerza de pulseras electrónicas, luces de colores y fuegos de artificio le pida a su público que “viva el presente” y que por un momento deje la tecnología de lado?

¿Qué es lo que más me molesta acerca de Coldplay?  No sé si que casi todas sus canciones se parezcan entre sí o que su líder sea un mal cantante. Hay algo peor, sin embargo, y es que en su carrera hacia la popularidad estén dispuestos a hacer absolutamente cualquier cosa con tal de alcanzar el éxito en ventas y fama. Y con cualquier cosa me refiero, por ejemplo, a apostar a los algoritmos. Seleccionaron a los artistas con más seguidores en las redes sociales y escuchas en plataformas y se esforzaron por tenerlos en su último disco, Music of the spheres. De ahí la presencia de Selena Gomez y las estrellas del pop coreano BTS.

Me crié escuchando buena parte de la música del pasado, la que escuchaban mis padres. Pero a los quince descubrí la que escuchaban mis abuelos. El rock and roll, especialmente ese estilo denominado rockabilly, fue para mí un punto de no retorno. Como en los noventa me era difícil comprar discos compactos, armaba cassettes grabados donde compilaba canciones de cedés que hallaba en casas de amigos. Por esos TDK 90 desfilaban Chuck Berry, Lil´Richard, Elvis, Buddy Holly y Gene Vincent. Acceder a la música no era sencillo. Mirando hacia atrás, me gusta que haya sido así: ese impedimento alimentó mi curiosidad. 

Tanto me fanaticé con el rock de mediados de los cincuenta que logré imponerlo entre mis amigos y amigas. Mi adolescencia estuvo signada por reuniones en casas de familia donde los fines de semana bailábamos rock and roll hasta bien entrada la madrugada. Nada de alcohol ni drogas. Durante nuestra adolescencia alcanzó con el poder de las hormonas para que el rock and roll se estirara hasta la salida del sol. 

Y entre todos esos rockitos estaba Great balls of fire, de Jerry Lee Lewis. Rock and roll “de piano”, adictivo, directo como una trompada. Rock and roll performático, de largas repeticiones de notas. Recuerdo la primera vez que lo vi en TV . Jerry Lee Lewis pateaba de un tacazo la banqueta del piano y aporreaba las teclas de parado, tocaba con sus pies, se sentaba encima del teclado. Si bien no me tocó ser contemporáneo de esa música, había algo en su espíritu que yo sentía como propio. 

La semana pasada falleció el gran Jerry Lee Lewis. La noticia me llevó a escuchar nuevamente esas viejas grabaciones. Allí está, por ejemplo, “Whole lotta shaking going on”, una canción que encierra el signo de una época: mucho revuelo aconteciendo. Mientras en 2022, en River, los muchachos del pecho frío se suben al escenario para vender a valor “dólar Coldplay” sus papelitos de colores, sus fuegos artificiales. 

Antes salían de adentro de un piano.