Francisco Laureana: un artesano homicida entre el cielo y el infierno

Conocido como ‘El sátiro de San Isidro’ y bautizado por la prensa como el ‘Asesino puntual’ fue desconocido para muchos, pero tiene el dudoso honor de ser el asesino y violador serial más prolífico del país.

Cuando uno mira para atrás en la vida, muchas veces cuesta encontrar el punto en que se produjo un cambio y empezó a desviarse el camino. Pero esa bifurcación, es muy evidente cuando las decisiones nos hacen girar en U y nos llevan exactamente hacia el lado contrario.
Un ejemplo de esto fue la vida de Francisco Laureana, quien a pesar de elegir el camino de Dios siendo seminarista, decidió volcar su vida hacia el crimen, violando y asesinando a mujeres y niñas, hasta convertirse en el asesino serial más prolífico de nuestro país.
Laureana tiene en su haber más víctimas que los criminales seriales más famosos de la crónica negra nacional, habiendo asesinado más que Cayetano Santos Godino, alias “Petiso Orejudo”; Eduardo Robledo Puch, conocido como “el Ángel de la muerte”; o Mateo Banks, quien cometió siete homicidios en la localidad de Azul. Con quince asesinatos y trece violaciones, este sátiro que azotó en una zona al norte de la Capital Federal, no obtuvo ni quiso la fama de los anteriores.
Oriundo de Corrientes, había nacido allí en 1952 (al igual que Puch) y eligió seguir el camino de Dios, por lo que antes de huir de su provincia natal, fue seminarista. Pero tuvo que fugarse de Corrientes acusado de violar y ahorcar con una soga a una monja.
El tiempo lo ubicó en el coqueto barrio de San Isidro, donde continuó con su obra delictiva y donde también, encontraría la muerte.
Corpulento y de manos pequeñas, no tenía amigos y se presentaba como un humilde artesano que tallaba objetos en madera. En su casa era un padre y marido ejemplar, pero cuando volvía de sus raids asesinos, era un ser silencioso que en la cena no hablaba. Ese silencio lo acompañaba hasta la cama, en donde soñaba con ganarse la vida exponiendo sus trabajos en los museos argentinos más prestigiosos.

EL DETALLE
Laureana vendía artesanías y figuras gauchescas talladas en madera, que por el nivel de detalle en cada trabajo, eran “esculturas en miniatura”. Ese mismo esfuerzo en el detalle, era el que también usaba a la hora de delinquir, porque a pesar de ser un artista virtuoso, su obra criminal no dejó aflorar su espíritu artístico y así como hacía él con sus víctimas, pereció ahogado en medio de un apretón de la maldad más pura.
Como buen acosador, él merodeaba la zona y muchas de sus víctimas –mujeres o niñas- eran sorprendidas tomando sol en las piletas o en las terrazas de las casonas de San Isidro. Al abordarlas, las inmovilizaba, abusaba de ellas y luego las asesinaba estrangulándolas o a balazos. En todos los casos, el criminal se llevaba algo de las mujeres como souvenir y además, muchas veces regresaba a sus escenas para rememorar el momento del crimen.
Esta costumbre fetichista fue la que finalmente permitió conectarlo con un buen número de víctimas, ya que ocultas en una bota en su domicilio, se hallaron pertenencias de las personas a las que había atacado.
En apenas 6 meses dejó un reguero de muertes que lo convirtieron en el asesino serial y el violador más prolífico del país. En aquel momento y debido al modus operandi reiterado, los policías y el experto forense Osvaldo Raffo llegaron a la conclusión de que las muertes podrían ser obra de un solo individuo.
La realidad del momento lo ayudó a esconder sus fechorías ya que por entonces, los casos policiales ocupaban poco espacio en los diarios debido a que en el país había conflictos que, un año después, desencadenaron en la última dictadura. Por entonces los ladrones eran “hampones” y los títulos estaban mas dedicados a lo que el gobierno consideraba “guerrilleros” y “extremistas”.
Por ello, el caso del llamado “asesino puntual” se publicó cuando este fue abatido, ocultando sus crímenes en medio de una supuesta “paz social” que la presidenta Isabel Martínez de Perón quería instalar.

DEBACLE
Apenas comenzado 1975 la debacle de este asesino serial comenzaría, ya que tras matar a dos niñas de 5 y 7 años en la localidad de Boulogne Sur Mer, y a una mujer en su casa de San Isidro, cometió el error de balear a un trabajador al escapar de su último crimen. Tras ser visto por el jardinero, este le dio una cara al sátiro de San Isidro, que pronto se multiplicó en identikits que fueron pegados a los postes en la zona.
Ramírez, así se apellidaba el jardinero, fue hospitalizado y salvó su vida. Luego brindó una declaración a la policía con la que pudieron bosquejar el rostro de Laurena, diciendo que "tenía una altura de 1,70 metros, era ágil y esbelto y tenía un acento norteño o de algún país limítrofe".
Con todos esos datos, la policía emitió el siguiente comunicado: "La policía de Buenos Aires solicita al vecindario, en caso de observarse circular por las arterias de la zona a personas cuyas características fisonómicas guarden similitud con dicha imagen, se dé de inmediato aviso telefónico a la dependencia más cercana".
Las dos niñas de 5 y 7 años, que asesinó a fines de enero de 1975 marcaron su crimen más aberrante y el principio de su final.
Una tarde, alrededor de las 17.30, la madre de las pequeñas había salido a hacer las compras y al regresar se encontró el cuerpo de Carmen, su hija de 5 años, tendido en el suelo del comedor con signos de haber sido estrangulada. Presa de un ataque de nervios, salió a la calle a pedir socorro a sus vecinos, pero al retornar a su hogar vio que en la cama matrimonial estaba el cuerpo de Nora, su otra niña de 7 años, tenía una almohada tapándole la cara. Como si esa imagen no fuera suficiente, al quitar la almohada vieron que un disparo en la frente había matado a la niña.
Una vecina declaró a la policía que había escuchado ruidos en la casa y que se acercó para ver qué pasaba, pero solo vio a un hombre alejarse que “levantó la mano para saludar” y creyó que era un pariente de las niñas. Esta fue una de las mujeres que luego reconocería el cadáver del asesino.
El 27 de febrero de 1975, Laureana salió de su casa y en una propiedad de San Isidro, vio cómo un grupo de niñas nadaba en una piscina de la casa. La madre de una de ellas observó a Laureana en la ligustrina, llamó a su jardinero, quien increpó al asesino que escapó hacia la calle Juan Fernández.
Tanto la mujer que vivía entonces en un chalet de la calle Tomkinson como las niñas que allí nadaban, podrían haberse convertido en la víctima número 16, pero una nena de 8 años se cruzó con él y lo encontró parecido al hombre del identikit que su mamá había pegado en la heladera de su casa, le dijo a su madre: “Mirá, el que mata nenas”. Los gritos de la mujer provocaron el escape de Laureana y acto seguido, alguien llamó a la policía.
Interceptado a las pocas cuadras por el subcomisario Eugenio Furlam, el sargento Domingo Ledesma y los cabos Alberto Gargean y Celestino Isarrague, estos le dieron la voz de alto en la calle Don Bosco, pero el criminal decidió que no iba a dejar que lo identificaran y se resistió abriendo fuego sobre los uniformados.
Con algo de suerte se pudo fugar. "Era ágil y saltaba los cercos como un gato", diría luego a la prensa el sargento Ledesma. Los agentes pidieron refuerzos, pero en Esnaola entre 3 de Febrero y Don Bosco el sospechoso se esfumó.
Laureana atinó a esconderse en un gallinero, pero para su desgracia apareció Rina en escena, la perra de Carlos Sandoval, el peón que cuidaba la mansión de la calle Esnaola 666, que le marcó a su dueño el lugar en el que se escondía el asesino. El animal iba y venía nervioso y sin dejar de ladrar entre su dueño y un galpón que tenían al fondo de la vivienda, que la familia usaba como gallinero. Asustado, Sandoval no se animó a abrir la puerta, y decidió dar aviso a las autoridades. Unos minutos después, el lugar se llenó de pólvora y sangre. Francisco Laureana había muerto en un gallinero, pero mientras estuvo escondido, era tan fuerte su deseo por matar, que acogotó dos gallinas.
“No tuvimos más remedio que darle muerte. Fue una pena porque la idea era apresarlo vivo para que contara todos sus crímenes y qué le pasaba por su mente”, declaró la policía, que halló en el bolso del delincuente una pistola calibre 765, una Beretta, un revólver 32 y un pistolón calibre 14.
Tras el ingreso de la policía en el gallinero, el cuerpo de Laureana fue hallado acribillado a balazos y con los ojos abiertos (como puede verse en una de las tres fotos que se conocen del sátiro) y los bolsillos llenos de municiones. "Si no hubiese sido por mi perrita el sátiro me hubiera matado", diría Sandoval a la prensa.
Cuando cayó abatido en el tiroteo con la bonaerense, ya había carteles donde se difundía el identikit, que realizado a partir del relato del jardinero, que había dicho "Jamás olvidaría ese rostro". Por suerte, no lo olvidó y eso permitió su abatimiento.
Tenía 22 años cuando la Bonaerense lo acribilló a pura bala de metralla y como todo criminal serial, buscó a través del delito tener una libertad que no tenía en su vida común, en la que simuló una vida que realmente no lo llenaba, que lo hacía sentir mal.
Su mujer quedó consternada cuando se la anotició sobre quién era realmente, y aseguró que a diario no dudaba en advertirle cada vez que salía: “No saques a los pibes porque andan muchos degenerados dando vueltas”.
Según se supo más tarde, ante la visita policial, ella solo atinó a decir: "Acá tuvo que haber un error. Mi marido no pudo haber hecho todo eso. Era un buen padre, un buen marido, un artesano que amaba lo que hacía".
Una vez que lo identificaron, allanaron dos viviendas de su familia, una de ellas ubicada en Calle 20 y Avellaneda, de la localidad de Virreyes, partido de San Fernando.
Ahí vivían Lucía, hermana del depravado, y también su madre. Luego dijeron a los periodistas que se acercaron hasta ese lugar: "Francisco no era ni un sátiro ni un asesino. Sí era un excelente hermano y un buen padre. Vivía para sus hijos. Además, también era un gran artista. Con los tallados ganaba lo suficiente como para tener una casa y un auto".
La vida de Francisco Antonio Laureana terminó de manera intempestiva, algo poco probable para quien había comenzado a desandar su camino hacia el cielo, pero decidió cruzar de vereda, y emprender otro que iba en sentido contrario y que finalmente lo dejó ardiendo en las llamas del infierno.