Falsas denuncias: entre la ideología y la ciencia
La reciente retractación de Tomás Ghisoni de 22 años, quien confesó que acusó falsamente a su padre de abuso sexual por presión de su madre, abrió las puertas de un tema que conocemos, y denunciamos desde hace años, pero que quizás necesitaba de un signo de los tiempos, un video viral, para ser visibilizado y. generar un debate que trasciende lo familiar y forense.
Pablo Ghisoni es un médico ginecólogo acusado por su exesposa Andrea Vázquez, también médica ginecóloga, de abusar sexualmente de uno de sus hijos. Debido a eso, fue procesado en 2014 en base principalmente a un informe pericial, hoy cuestionado, que atribuía al niño una lesión compatible con acceso carnal. Quizás una perversión extra dada la profesión de los padres. Ese mismo informe fue desestimado por los magistrados en 2023 y el denunciado fue absuelto. La declaración del hijo relatando que había mentido en la oportunidad de la denuncia, hizo estallar la controversia, no solo sobre este caso en particular sino otros que son conocidos pero de alguna manera silenciados. Al mismo tiempo, aparecía como evidente una cadena de incapacidad o -aún más- connivencia ideológica o de otro tipo quizás más inquietante, en los letrados y profesionales actuantes cuando se fueron conociendo más detalles de la causa.
La reacción de algunos sectores feministas, en particular de la secretaria de Mujeres de La Matanza, Liliana Hendel, mostró en sus declaraciones la tensión entre la militancia y la investigación forense: “Tomás mentía antes o miente ahora. Yo le creía antes”, escribió Hendel. Es decir, el joven era creíble mientras sostenía la versión de abuso; pero al retractarse, se convirtió en mentiroso. La funcionaria también acusó al padre de desinterés y calificó de “coro de atacantes mediáticos” a los periodistas que difundieron la retractación.
La cuestión no termina allí ya que casualmente la denunciante es subdirectora de Acceso a la Justicia de la Secretaría de Mujeres, Políticas de Género y Diversidades de la secretaria de Hendel. Esta misma secretaría había publicado en 2023 un artículo titulado “Madres Protectoras: crónica de la impunidad judicial”, donde calificaba la absolución como un ejemplo más de un sistema patriarcal y sostenía que desacreditar a la madre era violencia.
Este enfoque binario, en el que se cree a una versión sólo cuando encaja en la narrativa ideológica, recuerda otros episodios en los que el dogma eclipsa la evidencia, el conflicto entre dogma e investigación. Mientras algunos sectores proclaman que “las madres no mienten” y niegan fenómenos como la alienación parental, los estudios forenses señalan que las denuncias intencionalmente falsas existen aunque son poco frecuentes.
En Estados Unidos, las causas de las guarderías en los años ochenta, como McMartin Preschool, Fells Acres y Wee Care, se convirtieron en sinónimo de histeria colectiva. Niñeras y docentes fueron condenados por supuestos abusos satánicos “comprobados” tras interrogatorios altamente sugestivos; años después, las apelaciones demostraron que las técnicas de entrevista indujeron recuerdos falsos y que no había pruebas físicas.
El tema de los falsos recuerdos, plenamente probado por la práctica y la literatura, es otro de los temas que no se pueden mencionar o implican ser cómplice de abuso. El caso McMartin duró siete años, costó quince millones de dólares y terminó sin condenas; incluso uno de los testigos admitió que había mentido tras sentirse presionado. Aquella ola de pánico moral mostró cómo el deseo de “proteger a los niños” puede derivar en falsas acusaciones cuando se deja de lado el rigor forense, como decía Russell, solo crea en los datos.
En la Argentina también hay antecedentes. La cordobesa Jazmín Carro, hoy joven adulta, confesó que a los catorce años denunció falsamente a su padre tras una discusión familiar. A raíz de eso el hombre fue condenado a quince años de prisión. Carro relató que organizaciones de género fomentaron su relato y al mismo tiempo el sistema judicial aceptó su historia sin cuestionarla y que el clima feminista de su escuela la empujó a sostener la mentira. Su testimonio ilustra cómo los sesgos ideológicos pueden permear instituciones y provocar graves injusticias.
La ciencia del testimonio infantil ha avanzado notablemente. Investigaciones como las del psiquiatra Paul Bensussan en el caso Outreau, en Francia, demuestran que creer ciegamente en el relato de un niño sin evaluar su credibilidad ni descartar influencias externas puede llevar a condenar inocentes. El psicólogo Henry Otgaar y colegas recomiendan que los peritos exploren hipótesis alternativas, sometan sus informes a revisión de pares y analicen el origen del primer relato para evitar sesgos. Los informes deben estar basados en la metodología científica, sino no son válidos, pero lamentablemente se acepta lo que solo son aunque la emitan profesionales, opiniones y en muchos casos sesgadas. Estos criterios se alejaron de lo visto en el peritaje de la profesional del caso Ghisoni, aun cuando la denuncia era realizada con una serie de inconsistencias y, que fue desestimado por el tribunal.
El problema del dogmatismo versus la validez científica hace que en lugar de demostrar hechos se cuestionen ideas, personas o inclusive el sexo del acusado. Así de un lado de esta discusión se encuentran grupos, que denuncian una “epidemia” de acusaciones infundadas pero rara vez ofrecen estadísticas rigurosas, y del otro, sectores radicales, que sostienen consignas como “las madres no mienten”, “los chicos no mienten” (aun cuando no se trata de ello los falsos recuerdos por ejemplo) y niegan fenómenos como la alienación parental. Ambas posturas utilizan el dogma como base: o bien se parte de que toda denuncia es falsa, o bien de que toda denuncia es verdadera.
La evidencia científica, en cambio, muestra que las falsas denuncias existen pero son minoría y que la subnotificación de abusos es un problema aún mayor. Ignorar cualquiera de estos hechos crea una doble moral que mina la confianza en el sistema.
La ciencia jurídica exige pericias neutrales, revisión entre pares y análisis del contexto para evitar recuerdos implantados. Cuando una consigna ideológica se antepone a la evidencia, como en la postura de Hendel, que descarta la retractación porque desbarata su narrativa, se cae en la doble vara: se cree al menor cuando acusa y se le niega credibilidad cuando desmiente.
Las consecuencias de esta polarización son profundas. Los procesos legales se convierten en batallas ideológicas; los niños y adultos implicados son revictimizados; y la sociedad se divide entre quienes ven patriarcado por todas partes y quienes creen en conspiraciones feministas. Esta división mina la confianza en la justicia y perjudica a las verdaderas víctimas.
Las consecuencias personales son devastadoras: Ghisoni pasó años separado de sus hijos y sometido al escarnio público. Tomás confiesa haber sido manipulado y revictimizado por quienes debían protegerlo.
Para salir de este círculo vicioso, la justicia y los medios deben apoyarse en pericias objetivas, valorar la evidencia por encima del activismo y reconocer la complejidad de cada caso. Sólo así se protegerá a las víctimas reales y se evitarán tragedias como las de McMartin, Fells Acres, Jazmín Carro o la familia Ghisoni.
El desafío consiste en equilibrar la legítima lucha contra la violencia de género con la necesidad de garantizar debido proceso. Tanto el activismo como las autoridades deben basarse en datos, no en consignas. Reconocer que hay falsas denuncias sin negar la prevalencia del abuso, exigir peritajes científicos y evitar conflictos de interés son pasos indispensables para una sociedad que busque verdad y justicia por encima del dogma.