Estrés: el sinsentido de no tener sentido (II)

Del malestar a la intemperie emocional. Mientras crecen los diagnósticos de ansiedad, depresión, burnout y trastornos de la personalidad, disminuye nuestra capacidad para confrontar, elaborar y trascender el sufrimiento.

Decíamos que durante décadas, la psicología clínica y la medicina enseñaron que el estrés era una respuesta fisiológica y psicológica frente a amenazas percibidas, un mecanismo evolutivo esencial para la supervivencia.
Pero hoy ya no hablamos tanto de amenazas reales, sino simbólicas, emocionales o imaginarias: así los nuevos lobos que nos asolan en la noche son un comentario en redes, una mirada incómoda, una discrepancia ideológica, una pregunta incluso.
El umbral de tolerancia ha descendido a tal punto que la mera incomodidad es vivida como trauma. Esto no significa que no haya sufrimiento real. Lo hay, y en cantidades alarmantes.
Pero lo paradójico es que mientras crecen los diagnósticos de ansiedad, depresión, burnout y trastornos de la personalidad, disminuye nuestra capacidad para confrontar, elaborar y trascender el sufrimiento.
El síntoma no es el problema, sino la incapacidad de otorgarle sentido. Aquí resuena con fuerza la frase de Friedrich Nietzsche: “Quien tiene un porqué para vivir puede soportar casi cualquier cómo.”
Y sin un "para qué", cada “cómo” —cada dolor, cada frustración, cada obstáculo— se transforma en amenaza. En nuestras sociedades posmodernas, ese “porqué” se ha esfumado.

LA CULTURA DEL NARCISISMO Y EL COLAPSO DEL SENTIDO

Ya en los años 70, el historiador Christopher Lasch hablaba de una “cultura del narcisismo”, donde los individuos se repliegan sobre sí mismos, incapaces de establecer vínculos sólidos con los otros o con ideales colectivos.
Esa cultura ha mutado hoy en una sociedad de identidades frágiles y egos inflamados, donde cada uno se auto percibe como víctima de los demás, y donde todo límite externo es vivido como agresión.
Desde la psicología forense y la clínica contemporánea, observamos que el sujeto estresado actual no es simplemente alguien agobiado por las circunstancias, sino muchas veces alguien carente de recursos simbólicos, comunitarios o éticos para metabolizar la frustración.
Esa idea de metabolizar de transformar, parece ser hoy una fantasía. Sin embargo, es nuestro recurso olvidado.
Muchos pacientes refieren malestar al cual llaman nervios, estrés, depresión pero al indagar uno evidencia lo que se conocen como síntomas de las patologías del vacío.
No se tratan de cuadros específicos con clasificación nosológica a los cuales podremos solucionar con una pastilla.
Es una experiencia vital sin un relato que lo sostenga, somos los actores de una obra de la cual intentamos adivinar el guion, esperando que alguien nos diga cuál es, y en muchos casos esa es nuestra condena de esclavitud.
Es el sinsentido que llevó a Frankl a pensar en los peores horrores de los campos de concentración que "el sufrimiento deja de ser sufrimiento en cuanto encuentra un significado", lo escribiría posteriormente en El hombre en busca de sentido.
Que alguien advierta “Lo que el hombre necesita no es un estado sin tensiones, sino luchar por una meta digna de ser alcanzada”, y que esa persona sea un sobreviviente de Auschwitz, obliga a detenerse y peguntarse por la propia existencia.
En lo que nos referíamos a neurosis noógenas dirá que surgen de una distensión existencial, de una vida sin objetivos trascendentes.
En lugar de superar y usar el malestar, nos desmoronamos ante él porque no tenemos hacia dónde orientarlo.

ESTRÉS SIN RELATO: LA DESCOMPOSICIÓN DEL MARCO NARRATIVO

El problema no es solo cuánto sufrimos, sino que ya no sabemos cómo nombrar ese sufrimiento, cómo narrarlo, cómo compartirlo.
Las hoy consideradas anticuadas y antiguas narrativas -religiosas, éticas, políticas o incluso familiares- ofrecían marcos de interpretación que permitían inscribir el dolor en un relato.
Hoy, en cambio, impera el imperio del dato, del test, del diagnóstico DSM: etiquetas que no explican, solo clasifican.
Pero aun cuando la evidencia científica los refuta, permite encapsular el malestar sin sostenerlo, cargarlo, como solemos decir, hacernos cargo.
Esa vida protegida por etiquetas y que nos permite quedarnos en nuestra zona de confort es lo que llevo a Michael Easter, a escribir el libro “La crisis del confort” (The Comfort Crisis 2021) donde entre varias cosas dice:
“Llevamos vidas cada vez más protegidas, controladas, sobrealimentadas, sin desafíos… y eso nos está matando.”
Ese malestar negado, sin embargo, no desaparece sino que emerge como la violencia que vemos en todos los órdenes.
La agresión no está organizada en torno a proyectos o disputas ideológicas claras, sino que opera desde la pulsión y la descarga emocional.
Como niños exaltados, insultamos primero y preguntamos después.
Pero al mismo tiempo, nos horrorizamos ante la posibilidad de recibir lo mismo.
Esta disociación entre acción y responsabilidad es característica de lo que varios autores han llamado una sociedad adolescente, donde el yo omnipotente no tolera límites ni consecuencias.
O anteriormente ya Jung y especialmente su discípula Von Franz nos alertaban sobre los inmensos peligros del Puer eternus, el niño, púber eterno.
Ese niño tiene todos los derechos y posibilidades catárticas, ninguna obligación y menos responsabilizarse por las consecuencias de sus actos, a las cuales responde como víctima injustamente tratada.
Esa injusticia se lleva a los estrados inclusive y este se transforma en un escenario de catarsis, no de reparación.
De la misma manera, las redes sociales son el teatro donde se disputan posiciones simbólicas más que hechos reales.
La supuesta hermana de Temis, la justicia es tomada de lleno por Némesis la venganza.

EL CAMINO DEL SENTIDO COMO RESPUESTA

Frente a este panorama, la solución no puede venir simplemente desde más medicación, más psicodiagnósticos ni más control.
Se impone una reconstrucción del sentido, tanto personal como colectivo.
En el contexto individual, implica recuperar la dimensión ética y simbólica del sufrimiento: no negar el malestar, sino dotarlo de sentido de narrativa.
Para ello en lugar de reacción hay que poder sostener la pregunta: “¿Qué me dice este dolor? ¿Qué puedo aprender de él? ¿Qué camino abre, aunque sea doloroso?”.
En lo colectivo, el desafío es mayor, pero de alguna manera más fascinante y es construir el tejido social en el que nos demos cuenta claramente que estamos inevitablemente unidos a los otros, a todo.
Crear así marcos de contención simbólica, educativa y política donde el desacuerdo no sea vivido como amenaza, y el conflicto como tragedia.
Necesitamos menos diagnósticos y más relatos, menos víctimas eternas y más sujetos responsables.
Si hoy el estrés es la patología de nuestro tiempo, no es porque vivamos demasiado exigidos, sino porque ya no sabemos para qué vivimos. Una sociedad que ha perdido el sentido ya no tolera el dolor, porque no sabe hacia dónde lo puede conducir.
Y es en ese sinsentido donde el estrés se vuelve insoportable.
Cuando no hay sentido, el más mínimo malestar se vuelve insoportable. Y cuando el dolor no tiene dirección, la violencia se vuelve destino.