
A mediados de la década del sesenta, John Le Carré (Poole, 1931-2020) se sentía molesto con una consecuencia -no deseada- del éxito fulgurante de su novela El espía que volvió del frío. No lo agradaba el cromado que había recibido la oscura y siniestra profesión del espionaje. Debía hacer algo para corregir el equívoco. Y lo hizo de la mejor manera posible. Escribió El espejo de los espías.
Es un libro que aún hoy se lee con placer y provecho. Básicamente narra la más chapucera operación de inteligencia que se haya montado alguna vez en la Perfida Albión. Desnuda el peso del factor humano en la profesión: rencillas de oficina, esnobismo, ambiciones alocadas, problemas familiares, rivalidades entre distintas agencias del Estado, carencias presupuestarias, malos planes, incompetencia. ¿Qué puede salir bien con semejante legión de brujas interfiriendo con las buenas intenciones?
Le Carré ( su verdadero nombre era David John Moore Cornwell) imaginó que un decrépito servicio de inteligencia militar (El Departamento) pretende seguir a las andadas. Sus jefes son patéticos y vanidosos: añoran los buenos tiempos de la Segunda Guerra Mundial, pero su personal es una pandilla formada por ineptos locales y agentes horribles reclutados por toda Europa. El Ministerio de Defensa mantiene encendido el pulmotor sólo para fastidiar a los arrogantes del MI6. Están todos desesperados por una clamorosa victoria. Creen que van hallar ese triunfo que los reivindique sacando a la luz una supuesta instalación de cohetes soviéticos en el norte de Alemania Oriental, no lejos de Rostock para más señas. Tienen una pista que consideran fiable, pero es más endeble que una sombrilla de papel crepé en medio de una tifón. Es decir, sueñan con que están en medio de una crisis como la de los misiles de Cuba y que deben desactivar una amenaza similar a la Peenemünde.
La farsa se articula en tres actos: a) La misión de Taylor; b) La misión de Avery; c) La misión de Leiser.
El primer acto relata la muerte de un correo del Departamento en Finlandia. El viejo y querido Taylor (“se las sabe todas”, decían del pelmazo en la oficina) pudo o no ser asesinado en una carretera helada, bajo una ventisca, pero el hecho dio a la Armada Brancaleone de la inteligencia británica cierta sensación de urgencia que supieron transmitir al ministro.
John Avery es un joven con escrúpulos en busca de una fe, ayudante del director del Departamento. Su matrimonio tambalea; la buena señora Sarah no tolera las largas ausencias, no toma en serio a su esposo, ni siquiera puede mantener la boca cerrada delante de extraños. Se le encarga a Avery entrenar a un polaco cuarentón nacionalizado inglés (agente británico durante los años hitleristas) rescatado del olvido sólo porque no hay otra persona disponible para ser infiltrada en Alemania oriental con el fin de corroborar la existencia del nudo de misiles de alcance medio. Lo enviarán a la boca del lobo con tecnología casi del paleozoico. ¿Fascinante, verdad? La Operación Mayfly.
Como todas las composiciones del maestro del espionaje, esta obra magnetiza los dedos y, más allá de la trama, uno llega a la última página convencido de que ha saboreado un estudio magistral de la condición humana, en especial, de las motivaciones psicológicas. Además, aparece -aunque de manera tangencial- el mejor personaje del universo lecarreano: George Smiley.
En 1969, el Reino Unido hizo una película con tan magnífica novela: The Looking Glass War, dirigida por Frank Pierson.
