POR AGUSTINA TARDIEU *
Hace algunas semanas celebramos en Argentina el Día del Padre. Un día que no sólo nos invita al agradecimiento filial, sino también a reflexionar profundamente sobre el sentido de la paternidad y la maternidad, y su inseparable vínculo con el don de la vida.
En una época en la que el deseo individual se confunde fácilmente con un derecho, nos urge redescubrir que la vida no es algo que pueda pretenderse a toda costa, o de la cual se pueda disponer a medida o desechar por conveniencia. La vida es, en su esencia más pura, don: regalo inmerecido, que nos llama a cooperar con la obra del Creador.
Como recuerda el Papa Francisco, “el hijo desea nacer de ese amor, no del cálculo ni de la planificación de la técnica” (AL, 170). No es un proyecto ni un objeto, sino el fruto de una entrega amorosa que se abre a la trascendencia. Este don, nos dignifica y nos llama a una entrega radical: a la apertura, a la confianza y a la responsabilidad.
El ser humano no es autor de la vida, es custodio. Tal como enseña la doctrina social de la Iglesia, "la familia fundada en el matrimonio es verdaderamente el santuario de la vida, el ámbito donde la vida, don de Dios, puede ser acogida y protegida de manera adecuada contra los múltiples ataques a los que está expuesta".
Por ello la vocación al matrimonio no es solamente una construcción subjetiva orientada a fines individuales. Se funda en una decisión libre que permite un amor en salida, cuya cualidad es esencialmente expansiva. Por eso mismo, no puede haber matrimonio verdadero sin apertura a la vida. Así lo establece el Código de Derecho Canónico: para que exista consentimiento válido, debe conocerse y aceptarse que el matrimonio está ordenado a la procreación.
El matrimonio de tradición cristiana es un sacramento que nos impulsa a una entrega fecunda. No es un contrato entre dos personas que se buscan para “completarse”, sino una alianza que nos llama a formar una sola carne —un nosotros— del cual puede surgir una nueva vida: única, irrepetible, eterna.
La apertura a la vida no es una obligación biológica, sino una respuesta de amor a un llamado trascendente, que nos permite entrar en la lógica del don y salir del encierro del yo.
Concebir la vida como un bien disponible, sometido a las condiciones de mi deseo, ha dado paso a prácticas profundamente incompatibles con la dignidad humana: desde la anticoncepción deliberada, hasta la fecundación asistida y la maternidad subrogada.
Como ya advertía San Juan Pablo II, hemos pasado de tolerar el aborto "terapéutico" a defenderlo como un supuesto derecho, sustituyendo el lenguaje del bien y la verdad por el de la utilidad y el placer.
JUSTO SITIO
Uno de los errores más graves de nuestra época es considerar la maternidad o la paternidad como derechos de realización personal. Pero no existe tal “derecho a un hijo”; lo que existe es el derecho de un hijo a nacer del amor esponsal, en el seno de una familia estable, con padre y madre, y a ser acogido con respeto, no producido ni encargado como un bien de consumo.
El Catecismo lo expresa con claridad: “Evitar el recurso a las diversas formas de la llamada procreación asistida [...] significa respetar —tanto en los mismos padres como en los hijos— la dignidad integral de la persona humana”.
Y en palabras de San Juan Pablo II, sustituir el acto unitivo por técnicas reproductivas significa transformar el milagro del amor en un acto técnico, industrial y despersonalizado, que mutila el sentido del cuerpo, de la unión y de la vida misma.
En otro sentido, rehusar la vida por miedo, comodidad o cálculo económico es también signo de una sociedad que ha perdido el sentido de la confianza. Una sociedad donde la libertad ya no se ordena a la verdad, sino al deseo momentáneo, y donde toda limitación es vista como una amenaza a la autonomía.
Sin embargo, la vida nunca es amenaza: es siempre don, incluso cuando irrumpe en la fragilidad o en la incertidumbre.
La vida no es propiedad. No se exige, no se desecha, no se produce. Se recibe. Y el alma de la familia radica en esta disposición a acoger —con reverencia, con temor de Dios y con gozo— el milagro de una vida que no me pertenece, pero que me transforma para siempre.
Como lo decía San Juan Pablo II en Evangelium Vitae, “no estamos creados para prevalecer sobre otros, antes bien, el Dios de la Alianza ha confiado la vida de cada hombre a otro hombre” (EV, 76). Y en medio de una cultura que parece haber extraviado el cielo, somos llamados a ser testigos de que la vida sigue siendo un bien. Un bien sagrado. Un bien inviolable.
* Abogada diplomada en Derechos Humanos