FIDUCIA SUPPLICANS’, EL ULTIMO DESACIERTO DE UN PONTIFICADO QUE CAUSA INCERTIDUMBRE

El tortuoso itinerario de Francisco

Por Mario Caponnetto y Miguel de Lorenzo

Especial momento atraviesa hoy la Iglesia Católica; especial y en varios aspectos de una gravedad casi inédita. A lo largo de la segunda mitad del siglo veinte y de lo que va del veintiuno, hemos visto como se esparcían (y continúan esparciéndose) los estragos pos conciliares, graves errores doctrinales cuyo origen no hay que buscarlo tanto en los documentos del Vaticano II, sino que se sostienen en una interpretación libérrima y abstrusa, acorde a lo que llamaron y se insiste en llamar el “espíritu del concilio”.

En todo este tiempo la Barca de Pedro se ha visto sacudida por fuertes vientos y torbellinos de confusión; son los vientos del libre examen de raíz protestante, de la ideología materialista de la historia, de aberrantes distorsiones teológicas que han pretendido oponer el llamado Cristo de la historia al Cristo de la fe. Falsas teologías que poco a poco han enturbiado el agua límpida de la Fe Apostólica, de la Tradición y del Magisterio auténtico con la vana pretensión de erigir en su lugar una nueva fe, una nueva Iglesia.

ESPIRITU CONCILIAR

Al cabo hemos comprobado que el famoso “espíritu conciliar” no era algo diferente de la teología de la liberación, en sus diversas acepciones, de la revolución, o de la teología del pueblo. Dios resultó desplazado de las cuestiones centrales de la fe y en su lugar se entronizó desde entonces una tan nueva como extraña teología que, claramente, no es una teología más sino una herética que pretende un cambio substancial, una categórica vuelta de tuerca del catolicismo en todos los sentidos.

Por lo pronto desde esas tendencias progresistas se ha impuesto un falso ecumenismo que tiende a abolir cualquier tipo de separación y distinción entre las diversas Confesiones e Iglesias cristianas y aún de las demás religiones. Todas representan lo mismo, un idéntico deseo de alabar a Dios, todas son iguales porque ninguna prevalece dado que ninguna es la verdadera. En consecuencia, Cristo ya no es el único Salvador sino uno más entre los múltiples supuestos salvadores del hombre.

La confusión se agudiza aún más porque se utilizan las palabras habituales del lenguaje católico, aunque desfiguradas, minuciosamente apartadas de su significado original y genuino, hasta el punto de ser ya irreconocibles. Así, por ejemplo, la esperanza teologal se interpreta como mera confianza humana en el futuro o una cierta manera de trabajar en vistas a ese futuro absolutamente inmanente, entendido como la posibilidad de alcanzar una felicidad alejada de la trascendencia que no se eleva ni un centímetro del nivel del suelo. De igual manera el reino que se propone no debe ser entendido espiritualmente; por el contrario, se trata de trabajar sobre la realidad histórica, eso sí, pensada de acuerdo a la hermenéutica marxista.

Los resultados de implementar la llamada teología del pueblo (indisimulado intento de maquillar la vieja teología de la liberación) los vemos ahora resplandecer oscuramente sobre la Iglesia. No es difícil advertir como van poniéndose en práctica las teorías de Scannone y demás “teólogos del pueblo”: su vigencia es cada vez más notoria sobre todo en los últimos diez años a partir del Pontificado del Papa Francisco. Éste, por su parte, insiste en difundir entre los fieles una forma mentis que hace de las relaciones entre los hombres, el único valor: la única y suficiente posibilidad de hacer un mundo mejor reside en el hombre mismo, en curiosa sintonía con una antropología post cristiana. El hombre como creatura, va cediendo su sitio ante el hombre nuevo el que sin rumbo recorre “la casa común” mientras “discierne” qué hacer sobre la tierra a la espera que algunos iluminados por obra de la “sinodalidad” le indiquen qué cosa es el cristianismo y principalmente, cómo evitar el cambio climático, cómo cuidar los bosques y los pajaritos.

Estamos, sin duda, ante una propuesta que hace al hombre un enfermo de sí mismo. Coincide Pieper -y lo destaca- con el testimonio de Hermann Rauschining al afirmar que: “El mundo apunta en dirección de un centro absoluto de poder, un absolutismo universal, de disfrute material de la vida sobre una progresiva deshumanización, todo bajo el control total del Gran Inquisidor”. Y en este mundo, donde Dios ya es alguien lejano y de hecho ajeno, se propone una fraternidad universal (fratelli tutti), remedo de la verdadera fraternidad cristiana. Es la misma fraternidad que desde la Revolución Francesa, tal vez antes, se proclama con grandilocuencia vana como una gastada apelación al fraternal “seamos buenos”. Otra vez el relato, que -digámoslo todo- no va más allá de un intento de adular al mundo, cuando la necesidad suprema del momento, y en cualquier circunstancia, es la de dar testimonio de la verdad.

DESACIERTOS

El testimonio de la verdad, sí. Pero todo induce a pensar que Roma hace ya tiempo declinó ese testimonio y se conduce a los bandazos en los variopintos laberintos ideológicos: idas y vueltas, casi afirmaciones y casi negaciones, confusiones y equívocos, contradicciones y justificaciones penosas, revelan el borroso itinerario intelectual por donde transita la actual Jerarquía Suprema de la Iglesia, atada a esa ya mencionada extraña teología donde Dios cede paso al hombre y la esperanza de la vida eterna a la mera expectativa de una felicidad demasiado humana.

Es lo que vemos día a día. No pasa una semana sin que se vaya derogando, relativizando o tergiversando alguna parte de los mandamientos de la ley de Dios y aún la propia ley natural. Al respecto, no resulta inoportuno recordar algunos de los planteos y de las reformas doctrinales que, en pos de la fraternidad universal, de la igualdad de todas las religiones y del relativismo, viene alentando y promoviendo el mismo Francisco desde los días iniciales de su Pontificado.

¿Cómo no recordar con dolor la celebración oficial del V Centenario de la Reforma protestante cuyo solo propósito fue el de presentarnos un nuevo Lutero, no ya un hereje ni mucho menos, sino un “testigo del Evangelio”, hombre merecedor un desagravio y homenaje? ¿O la entronización de aquel penoso altar, en medio de Roma, en honor a la pachamama y las demoradas ceremonias casi litúrgicas que con su aprobación se llevaron a cabo? ¿Cómo pasar por alto la designación en la Academia Pontificia por la Vida de notorios ateos y partidarios del aborto?

Recordamos aún, y nos cuesta olvidar, el fervor con que se dio la bienvenida a Biden y a sus funcionarios, todos ellos tenaces defensores del aborto y la ideología de género, al mismo tiempo que se negaba casi hasta el saludo a Trump: el Papa prefirió recibir al representante de la agenda 2030, la agenda del más crudo materialismo y del ateísmo anti humano, que degrada la dignidad del hombre.

Pero recordemos que Biden no fue el único “católico” que tuvo el privilegio de una audiencia privada con el Papa. Superando esta “hazaña” nada menos que el mismo Alberto Fernández viajó al Vaticano, recibido por Francisco con misa y comunión incluidas no sólo a él sino también a su pareja y a sus acompañantes todos rigurosamente alejados de la Iglesia. Visto con otra perspectiva no fue otra cosa que un sacrilegio: la celebración del santo sacrificio de la Misa en el marco de una escenografía impía, en un lugar santo, por un fin miserable.

Fue en esa ocasión, quizás la única en su vida, en la que Alberto habló claro y sostuvo sus dichos por veinticuatro horas: el aborto se impondría en la tierra natal del Papa. Se podría pensar que esto fue planeado para mostrar que supuestamente hay católicos abortistas; que no solo los hay, sino que van a misa y comulgan, hasta en el mismo Vaticano y al lado del Papa. ¿Que se propuso demostrar Francisco con ese acto en una ceremonia oficial y en una capilla en el Vaticano? Nunca lo dijo. aunque en realidad no hacía falta agregar mucho más nada.

Lo que sí quedó claro, a curas y obispos criollos fue el mensaje que acompañó a esa perversa maniobra: que el aborto no solo tenía la venia de Roma, sino que se alineaba con la agenda 2030. A los obispos, les dejaba -si les quedaba algo de vergüenza- un tibio documento de protesta, y a los laicos gritar al viento. La aprobación de la ley se había consumado en Roma. Eso sí, todos recuerdan que Francisco dijo: “el aborto es un crimen”.

No podemos dejar fuera de esta enumeración de desaciertos la creación de las Scholas Occurrentes; hay que recordar el ímpetu puesto en esa pretensión de dar forma al sincretismo babélico, porque lo que se busca y se proclama con esas “escuelas”, es la igualdad de la enseñanza de todas las religiones, bajo el paraguas no ya de la iglesia sino del mismo Papa en persona, pues se trata de una antigua y directa obra suya, una obra maestra de adulación al mundo.

En la misma línea se inscribe la Encíclica Fratelli tutti, publicada en octubre de 2020. Se trata de una hueca llamada a la fraternidad universal, un humanismo hecho de claudicaciones y componendas, sin oración a Dios, una moralidad de manada, un espiritualismo que encierra al hombre sobre sí mismo, alejándolo de la trascendencia y que no puede sino desembocar trágicamente, ya lo sabemos y lo vimos, en las impiedades del mundo actual, no menos caótico que inhumano, en las múltiples guerras y terrorismos que en este mismo momento nos estremecen y que evidencian lo terrible del odio.

Es, que además de las falencias propias del documento, ahora nos encontramos ante la insoslayable realidad: una realidad que muestra a las claras que las relaciones entre las personas y las naciones, los modos de vida y la cultura en general, no solo no se renovaron después de Fratelli tutti, sino que, más bien, daría la impresión de que los hubiese agravado. Está a la vista que al mundo le importa nada, son propuestas de un humanismo irrisorio, tragicómico, a través del que se insiste acerca de la no necesidad de Dios, como si desde lo puramente humano fuera posible construir el reino, pero no el de los cielos, ciertamente, sino otro bien terrenal.

Todo esto sin contar el interminable desfile de personajes dudosos a los que no solo se los recibe, sino que se los distingue otorgándoles cargos y honores. Es el caso, entre muchos, de Zaffaroni (el mismo, el escabroso ex juez propietario de los burdeles, sobre los que nunca explicó nada) a quien se le ha confiado un puesto de suma responsabilidad en la justicia vaticana, una especie de juez universal con la misión de ordenar el bien y la justicia en el mundo.

Es que la confusión parece no encontrar límites: de repente es posible descubrir a Marcusse junto a san Ignacio, o a Grabois y Toni Negri corrigiendo a Ratzinger.

LA CULMINACION

Después de cuanto hemos venido reseñando no eran pocos los que decían que estaba todo hecho, que el riesgo de superar esta procacidad no podía suceder, que ni el propio Francisco podría. Pero no fue así. La reciente Declaración Fiducia supplicans, dada a conocer el pasado 18 de diciembre por el Prefecto del Dicasterio para la Doctrina de la Fe y refrendada por el Papa, vino a demostrar que nuestra capacidad de asombro (y de tristeza) no estaba colmada.

No es este el momento de hacer un pormenorizado análisis de un texto que no dudamos en calificar de tortuoso y sofístico. Por otra parte, voces muy autorizadas ya se han pronunciado al respecto. Lo que nos interesa es subrayar dos cuestiones vinculadas con este documento.

En primer lugar, su absoluta e insanable incompatibilidad con la moral católica respecto de la homosexualidad y del matrimonio; incompatibilidad que alcanza, incluso, a las mismas directrices pastorales respecto de estas cuestiones ya establecidas claramente por papas anteriores en plena conformidad con la auténtica doctrina. Es bueno recordar que ya San Agustín, hace diecisiete siglos, enseñaba que se debe odiar el pecado, pero amar al pecador. Para Fiducia supplicans el pecado parece que no existe (jamás se lo menciona a lo largo del extenso y fatigoso texto) y el amor a los pecadores no consiste ya en lograr que se arrepientan y vivan sino en palmearles el hombro y decirles que, después de todo, Dios es bueno.

Lo segundo que nos interesa destacar es el inusitado nivel de rechazo que ha producido el documento. Episcopados enteros se han opuesto de manera expresa y tajante; multitud de obispos, sacerdotes y laicos han levantado, con inusual energía, su voz de protesta. Esto es de una extrema gravedad. Roma, esta Roma infeccionada de modernismo, herética y mundana, comienza a ser formal y explícitamente rechazada. No es aventurado vislumbrar el fantasma de un cisma (ya de hecho existente) pero ahora visible y declarado. A tal punto nos ha conducido este Pontificado.

En este sentido, hay que estar muy atentos a los próximos pasos vaticanos. No sabemos cuánto tiempo más ocupará Francisco el trono de Pedro; pero todo indica que no está lejano su fin. Algunos, habitualmente bien informados, ya están hablando de un “clima de cónclave”. Todo esto nos sume más en la incertidumbre. Sólo nos queda aferrarnos a la palabra de Cristo: No temáis, yo he vencido al mundo (Juan, 16, 33).

Post scriptum. Con las últimas líneas de esta nota, se difundió un nuevo escrito del Dicasterio para la Doctrina de la Fe que pretende formular algunas precisiones (sic) sobre Fiducia supplicans. El Cardenal Fernández se supera así mismo: en estas precisiones (que no aclaran ni precisan nada) desborda todos los límites no ya de la Teología sino del más elemental sentido común y evidencia una vez más que la confusión es su territorio. Reitera, en efecto, que hay diversos tipos de bendiciones e introduce la absurda tesis según la cual se trata de bendiciones breves, de apenas unos segundos, algo así como un cronómetro condicionante de la bondad moral de una acción. En conclusión, para el Prefecto, la clave estaría en lo que demore la ceremonia, teniendo en cuenta que requiere no más de diez, quince o veinte segundos: siendo así de breve, la bendición no se le debe negar a nadie.

Sabemos que si bien en ningún siglo faltaron envenenadores y canallas, tal vez como nunca están presentes en el mundo del siglo XXI, en el que es inocultable la decadencia de Occidente, de un Occidente que niega a Cristo y renuncia a la verdad y que en su decadencia arrastra, en cierto modo, a la Iglesia: una Iglesia que, “en salida” quiere “actualizar” lo que nunca cambia, adoptando las modas de una época vil y cansada; ir a las “periferias” y desde ahí abrazarse al mundo, adoptando sus egoísmos y podredumbres; y claro está, finalmente se va extraviando junto con el mundo. Entonces no sorprende que nuevos sofistas y renovados falsarios ocupen sitios prominentes dentro de la Iglesia.