EL RINCON DEL HISTORIADOR

El testamento de una santa

Hoy se celebrará en Roma la canonización de la primera santa argentina, María Antonia de la Paz y Figueroa, conocida como María Antonia de San José. En su testamento, redactado el 6 de marzo de 1799 en la Casa de Ejercicios Espirituales que fundara en la ciudad de Buenos Aires en la víspera de su muerte (“enferma en cama, pero en mi sano juicio, memoria y entendimiento) declaró ser “beata profesa, natural de Santiago del Estero, obispado de Córdoba del Tucumán”. Efectivamente allí había nacido en 1730 en el hogar de maestre de campo don Francisco Solano de Paz y Figueroa y de Ana de Zurita.

De joven se sintió atraída por la vida religiosa y a los 15 años vistió el hábito de beata, consagrándose a la oración y al apostolado; especialmente después de practicar los ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola, que, expulsada la Compañía de Jesús en 1767, se ocupó en difundir.

El presbítero Fernando Cornet ha dicho que “su fama había superado los confines del reino español. Era reconocida como una de las mujeres más importantes del mundo” y la compara con Catalina la Grande de Rusia, si bien ésta tenía un gran poder por su reino en el que había ofrecido protección, asistencia y ayuda a los padres de la Compañía después de su expulsión. Nuestra beata desde entonces había comenzado a recorrer a pie el vasto territorio de la América, proclamando esos Ejercicios en los que por tres décadas varios miles de personas alcanzaron la paz espiritual.

EL TESTIGO

Testigo del testamento de la beata fue el sacerdote jujeñó Felipe Antonio de Iriarte, en el que ella manifestó en primer término sus creencias religiosas y confesando la fe sus mayores, “he vivido y vivo, y protesto morir como católica, fiel cristiana”. Invocó a la Virgen, a San José, a su Ángel de la Guarda, a los de su nombre y a San Ignacio, al igual que a los jesuitas San Francisco Xavier, San Francisco de Borja y San Luis Gonzaga, a San Estanislao y a San Cayetano para conducir “mi pobrecita alma a la Bienaventuranza eterna, para la cual fuimos todos criados; teniendo a la vista la muerte, tan necesaria a toda criatura, como incierta su hora”.

Encomendó su alma a Dios y su “cuerpo a la tierra de que fue formado, el cual amortajado con el propio traje que públicamente visto de Beata profesa, mando sea enterrado en el Campo Santo de la Iglesia parroquial de Nuestra Señora de la Piedad de esta ciudad con entierro menor rezado, y sin el menor aparato de solemnidad”. Encargó especialmente lo último (“en atención a mi notoria pobreza”), y por ello mandó “desde esta casa de ejercicios donde me hallo enferma, y donde es regular fallezca, se conduzca mi cadáver en una hora silenciosa, por cuatro personas de las que actualmente están en la obra”.

En el punto siguiente declaró que desde que llegó a Buenos Aires, toda su atención estuvo en poner sostener esa Casa de Ejercicios, lo que obtuvo según ella “no con la perfección que corresponde”, pero sí “por medio de las limosnas que la piedad de los fieles, o los designios de Dios” pusieron en sus manos.

Ratifica su intención de los contribuyentes “que se den ejercicios todo el año, sin más intervalos que los que dictare la prudencia y la necesidad”.

No dejó de reconocer en esa disposición que las donaciones recibidas, no podían dejar de tener el destino que se les había dado, pero lo ratificaba para evitar “cualquier mudanza, o destino extraño, que tal vez algunas intenciones humanas, o de aparente utilidad intentasen seguir en lo sucesivo sobre ese establecimiento…”.

Recordaba sin duda la oposición del virrey Vertiz y de otros funcionarios a la loable fundación de la Santa Casa, y por eso apuntó: “recomiendo su subsistencia con toda la ternura de mi corazón a todos los Señores Jueces y Magistrados de quienes espero la protejan con su autoridad”.

Instituyó también “que del gobierno económico se ha de hacer cargo precisamente una mujer”. Encargándole además que su objetivo “se dirigirá a la vigilancia exacta de los santos ejercicios en lo económico, al interés espiritual y temporal de las demás mujeres que estén a su cargo, a cuyo fin, y con respecto a la necesidad del servicio, he fabricado con distinción habitaciones separadas de la principal que ha de servir para los ejercicios”.

Su caridad llegaba para con la gente que trabajaba en la casa a quienes encargó mantener y que “sean tratadas con cariño, benignidad y amor, principalmente las que con conocida juiciosidad han desempeñado sus deberes respectivos en el servicio” a las que más adelanta llama “hijas de mi corazón”.

Reconoció los favores del finado don Sebastián Malvar y Pinto, obispo de Buenos Aires que hizo una donación de 18.000 pesos a beneficio de la Santa Casa. Su preocupación llegó a “tres esclavos viejos e inútiles llamados Simón, Domingo Ignacio y María, quienes se mantendrán en ella” como a otro llamado Pascual “a quien por su fidelidad, su buen servicio, y lo mucho que me ha ayudado” le concedió la libertad, con la condición de que sirva en las tandas de ejercicios.

Sin duda era un hombre joven, y podía encontrar con esas referencias un trabajo, no así los otros que no quedar en la Casa eran condenados de ser libres a una vida mendicante.

LAS ALBACEAS

Solicitó se hiciera inventario de los bienes muebles, como raíces; que tenía algunas deudas anotadas; y nombró a Margarita Melgarejo como su sucesora, encargando a las beatas permanecieran en “paz, tranquilidad y religiosa unión”.

Nombró por albaceas a cuatro mujeres María Cabrera, Florentina Gómez, Mercedes Guillota y María Josefa Pérez, para el cumplimiento de sus mandas y firmó en la víspera de su muerte el 6 de marzo de 1799 el Pbro. Felipe Antonio de Iriarte ante la imposibilidad de hacerlo Mamá Antula.

Su imagen estos días ha sido multiplicada. A.M.D.G. A la mayor Gloria de Dios el lema de los padres de la Compañía de San Ignacio, que ella supo acrecentar, nos acompañe como Nación.