LA BELLEZA DE LOS LIBROS

El sensato Don Ramón

Allá por La Rioja española del siglo XIII, y en la segunda cuaderna vía de su Vida de Santo Domingo de Silos, Gonzalo de Berceo estampó sus célebres alejandrinos tantas veces citados:

Quiero fer una prosa en román paladino,
en qual suele el pueblo fablar con so uezino. (1)

Allá por la Buenos Aires de 1905, y en el primer acto de sus Locos de verano, Gregorio de Laferrère pone, en boca de uno de los escasos cuerdos que habitaban aquella extravagante y cómica vivienda, la siguiente reflexión:

ENRIQUE. – Y bueno, ¡qué querés! Pero la verdad es que no me entra a mí este curioso talento de tus amigos, a quienes resulta que nadie entiende. (Con ironía.) ¡Yo creía condición esencial del talento hacerse entender!


El hecho es que, por temperamento, por impaciencia, por pereza, estoy por completo de acuerdo con los dos amigos literarios que acabo de citar. Como consecuencia, cancelo inmediatamente la lectura de todo texto que me amenace con el menor atisbo de maraña, laberinto o jeroglífico: por tal motivo, y por prejuicio basado en abundantes posjuicios anteriores, ni siquiera intento asomarme a los “poemas” actuales, en que autores eternamente angustiados y sufrientes hacen correr sus enredos léxicos a lo largo de desvencijadas líneas sin ritmo, sin sonido, sin meollo y –mucho me temo– sin pies ni cabeza.
Ubicado, entonces, dentro del terreno que habitan los sacrílegos ranforrincos de la literatura, y habiendo, por ende, desarrollado anticuerpos para agregar nuevos despropósitos, seguiré adelante, y no, precisamente, “con la frente marchita”.

A modo de antídoto contra los textos tartamudos, disléxicos y/o caóticos, y para que la desproporción no sea tan alevosa, eludiré todo término de comparación con algunos sonetos de los magnos maestros de los Siglos de Oro: Garcilaso (“A Dafne ya los brazos le crecían”), Góngora
(“Menos solicitó veloz saeta”), Lope (“Suelta mi manso, mayoral extraño”), Quevedo (“Cerrar podrá mi ojos la postrera”), Calderón (“Estas que fueron pompa y alegría”), Juana Inés (“Esta tarde, mi bien, cuando te hablaba”).

No: recurriré deliberadamente a algún poeta que, según opinan los hombres dignos de fe, pertenezca a una categoría bastante menor…
Entonces, ¿a quién sugerir…? Entre tantos posibles candidatos, finalmente convoco al español Ramón de Campoamor (1817-1901).

A pesar (o, tal vez, a causa) de la mesurada estatura literaria que suele asignársele, compuso poemas que, a mi juicio, conllevan muchos elementos meritorios: están lejos de arrastrarnos a los sótanos del surmenage; empiezan, se desarrollan y terminan; se entienden al instante; sus palabras, en lugar de proponer galimatías, se entrelazan para brindar significados; los endecasílabos, bien medidos, corren con ritmo; la adecuada rima les confiere agradable sonido.

Leamos, entonces, dos de sus sonetos:

Los padres y los hijos

Un enjambre de pájaros, metidos
en jaula de metal, guardó un cabrero,
y a cuidarlos voló desde el otero
la pareja de padres afligidos.

–Si aquí –dijo el pastor– vienen unidos
sus hijos a cuidar con tanto esmero,
ver cómo cuidan a los padres quiero
los hijos por amor y agradecidos.

Deja entre redes la pareja envuelta,
la puerta abre el pastor del duro alambre,
cierra a los padres y a los hijos suelta.

Huyó de los hijuelos el enjambre
y, como en vano se esperó su vuelta,
mató a los padres el dolor y el hambre.

Los hijos y los padres

Ni arrastrada un pastor llevar podía
a una cabra infeliz que oía amante
balar detrás al hijo, que, inconstante,
marchar junto a la madre no quería.

–¡Necio! –al pastor un sabio le decía–,
al que llevas detrás, ponle delante;
échate el hijo al hombro, y al instante
la madre verás ir tras de la cría.

Tal consejo el pastor creyó sencillo,
cogió la cría y se marchó corriendo,
llevando el animal sobre el hatillo.

La cabra, sin ramal, los fue siguiendo,
mas siguiendo tan cerca al cabritillo,
que los pies por detrás le iba lamiendo.

Poemas escritos en román paladino y con la condición esencial del arte: hacerse entender. No puedo menos que agradecerle al sensato don Ramón.

(1) Gonzalo de Berceo, Vida de Santo Domingo de Silos, Madrid, Anaya, 1968, pág. 50. Introducción, edición y
notas de Germán Orduna.

(Dicho sea de paso: en mis años juveniles tuve el placer y el honor de ser alumno del profesor Orduna, riguroso
hispanista de admirable calidad humana.)