EN EL CENTENARIO DE ‘MANHATTAN TRANSFER’
El revolucionario desencantado
John Dos Passos combinó en la novela la crítica social con una innovadora técnica literaria. El cruento final de su primer traductor al español lo alejó para siempre de las ideas de izquierda.
A diferencia de lo que sucedió con El gran Gatsby o La señora Dalloway, publicadas hace un siglo exacto, el centenario de otra novela rupturista también aparecida en 1925 ha pasado casi inadvertido. Manhattan Transfer, del estadounidense John Dos Passos, parece olvidada hoy en comparación con las otras dos, aunque en su momento exhibió el mismo poder para asombrar a la crítica y cautivar a lectores ávidos de narraciones innovadoras y exigentes.
La novela de Dos Passos (1896-1970) fue pionera en el empleo de recursos literarios tomados del cine y en la ambición de retratar la vida caótica y abrumadora de una gran ciudad, en este caso la Nueva York del primer cuarto del siglo XX.
Junto con las decenas de personajes que recorren sus páginas, entrando y saliendo del primer plano de la cámara con la que Dos Passos simula enfocarlos, la gran protagonista del libro es la ciudad misma, una megalópolis desbordante que a la vez atrae, seduce y aplasta a quienes se acercan a ella en busca de trabajo, dinero, fama o simple compañía.
En ese empeño, Dos Passos se anticipó a otras novelas admirables que habrían de ensayar el mismo afán por registrar el ruido y la furia de una urbe moderna, como Berlin Alexanderplatz, de Alfred Döblin; La colmena, de Camilo José Cela, o La región más transparente, de Carlos Fuentes. Esas obras no serían lo que son si antes no hubiera existido Manhattan Transfer.
Pero si sus méritos literarios son explícitos y en buena medida han resistido el paso del tiempo, no puede decirse lo mismo del tono general del libro, que está como saturado de amargura y desesperación. Ganado por la ideología, Dos Passos abusó del trazo oscuro para esbozar la pintura despiadada de una sociedad que juzgaba irrecuperable, a menos que atravesara la ordalía de la revolución social.
“Es el propagandista de la verdad, y la verdad en Estados Unidos conduce a la rebelión contra los mentirosos de Wall Street y Washington -escribió en 1925 un entusiasta crítico de izquierda-. Dos Passos padece la nostalgia de unos Estados Unidos limpios, justos, alegres y socializados”.
Otro reseñista fue mucho menos comprensivo. A su juicio la novela no era más que una “explosión en una cloaca”.
--o--
En Manhattan Transfer Dos Passos consumó la primera de sus grandes obras de denuncia social, en un esfuerzo que alcanzaría su culminación en la trilogía USA, dada a la imprenta entre 1930 y 1936. Por esos libros Jean-Paul Sartre lo juzgó “el más grande escritor de nuestro tiempo”, y su influjo dejó huella en escritores tan disímiles como Norman Mailer, Alexander Solzhenitsyn o Mario Vargas Llosa.
Nieto de un inmigrante portugués e hijo único y tardío de un matrimonio próspero unido en segundas nupcias, el joven escritor vivió una infancia solitaria pero cómoda, antes de estudiar en colegios elitistas y en la Universidad de Harvard. Cuando estalló la Primera Guerra Mundial se negó a tomar el fusil; prefirió en cambio enrolarse como chofer de un servicio de ambulancias (lo mismo que Ernest Hemingway, uno de sus mejores amigos de aquellos años). Sirvió en Francia y luego con la Cruz Roja en el norte de Italia.
Dos Passos salió de la contienda europea convertido en un pacifista fervoroso que simpatizaba con el anarquismo pero se mostraba cada vez más próximo a las ideas socialistas, a las que se abrazaría con ingenuo ardor en la década de 1930.
También era un digno integrante de la “generación perdida” de escritores estadounidenses que florecieron tras la gran matanza europea. Vivió como expatriado en el Viejo Continente, bebió de sus vanguardias, viajó por el Mediterráneo y el Asia Menor y se fascinó con las costumbres ancestrales de pueblos que parecían más humanos a los ojos de estos hijos díscolos del implacable capitalismo industrial norteamericano.
Al igual que Hemingway, Dos Passos fue un devoto de España, país que recorrió de punta a punta hasta fundirse con su cultura y su idiosincrasia. Le dedicó numerosos artículos, notas, cartas y un encantador libro de viajes, Rocinante vuelve al camino (1922).
En España “Dos”, como era apodado, frecuentó las tertulias madrileñas y confraternizó con escritores y académicos que retribuían la curiosidad de este “yanqui” amistoso y admirativo. Conoció a Juan Ramón Jiménez, Ramón del Valle Inclán y Antonio Machado, y se entusiasmó con la “renovación de la picaresca” que descubría en las novelas de Pío Baroja.
Uno de esos amigos españoles fue el profesor de literatura José Robles Pazos, a quien Dos Passos conoció de manera casual en 1916, mientras regresaba en tren de un viaje por Toledo.
La amistad nacida entonces habría de mantenerse en las dos décadas siguientes, ya fuera en los habituales viajes de “Dos” a España o en Estados Unidos, donde Robles Pazos consiguió trabajo como docente en la Universidad Johns Hopkins.

El vínculo amistoso hubo de profundizarse al punto de que Robles Pazos fue el primer traductor al español de Manhattan Transfer, que en España publicó el sello Cenit, especializado en literatura de izquierda.
Esa versión, que en la Argentina se conoció en edición de Santiago Rueda con prólogo del periodista y escritor socialista Max Dickmann, seguiría en circulación hasta fines del siglo XX.
--o--
La amistad entre Dos Passos y Robles Pazos persistió hasta los últimos días de 1936, cuando el español, que había regresado a su patria para colaborar con la República en la guerra civil, desapareció sin dejar rastros. Un hecho que iba a tener un efecto decisivo en la evolución literaria y política del norteamericano.
A comienzos de 1937 Dos Passos viajó a España -junto con Hemingway- para participar de la filmación de un documental de propaganda a favor del bando republicano. Lo que averiguó en esos meses desoladores, ante el silencio o el disimulo de quienes consideraba amigos, quebró su confianza en la causa y lo empujó en un drástico y sostenido proceso de distanciamiento de las ideas socialistas o comunistas.
Se ha dicho que Robles Pazos trabajaba, con rango de teniente coronel, como intérprete del general que dirigía la misión soviética en territorio español, que era la fuerza dominante en el abigarrado conjunto de tendencias que sostenían el bando “rojo”. También prestaba servicios en el Ministerio de Guerra y en la embajada de la URSS. Todo en Valencia, que era donde se había trasladado el gobierno republicano frente al asedio nacional a Madrid.
La misteriosa causa de su caída en desgracia nunca pudo determinarse. Tal vez comentó algo indebido o comunicó una información delicada. Acaso habló de más en el contexto equivocado. O simplemente fue sospechoso de haber ayudado a uno de sus hermanos, un militar del bando nacional que cayó en manos republicanas y salvó la vida (esta última versión es la que desliza, sin darla por segura, el historiador británico Paul Preston en su libro We Saw Spain Die, de 2008).
Lo cierto es que una noche lo fueron a buscar hombres de civil a la vivienda donde residía con su esposa Márgara (también traductora) y dos hijos adolescentes, y nunca más se supo nada de él. De allí lo habrían llevado a una prisión para interrogarlo, acusado de traición. En algún momento de febrero o marzo de 1937 fue ejecutado por esbirros españoles del aparato de espionaje soviético. La orden de matarlo habría llegado directamente desde Moscú.
“José Robles era un republicano leal pero no era comunista, y su condición de intérprete de los consejeros militares soviéticos le había convertido en un ‘hombre que sabía demasiado’”, escribió Ignacio Martínez de Pisón en Enterrar a los muertos (2005), el libro más completo publicado en español sobre el episodio.
Preston fue más lejos en su revisión del crimen al sugerir, sin pruebas concretas, que los vínculos de Robles con los soviéticos habrían sido más profundos de lo que se creía. En ese caso, sus captores lo habrían ejecutado por considerarlo un doble agente o un colaborador de la tan mentada “quinta columna” franquista detrás de las líneas republicanas. Es decir, el mismo tipo de acusaciones que ya en 1939 Dos Passos había descartado por tratarse de la invención de “románticos simpatizantes comunistas de Estados Unidos”.
--o--
Este drama ocurría mientras se imponía el control total soviético con detenciones, secuestros y ejecuciones arbitrarias entre los republicanos. George Orwell lo vivió en primera persona y se salvó por muy poco de caer en una esas purgas, que después relató en Homenaje a Cataluña.
Desilusionado y entristecido, Dos Passos partió de España a mediados de 1937. La insensibilidad de Hemingway al confirmarle la misteriosa muerte de Robles Pazos enfrió la amistad entre ambos. “No fue la información lo que irritó tanto a Dos Pasos, sino la forma como se la impartió: demasiado al tanto, demasiado oficioso, demasiado dispuesto a aceptar que Robles era un traidor a la República”, escribió Michael Reynolds, biógrafo del autor de Adiós a las armas.
Dos Passos se desligó también de la izquierda y de su creencia de que la imposición del socialismo justificaba cualquier medio. Lo expresó ya en algún artículo de 1937 y de manera más clara en la novela Hombre joven a la aventura (1939), cuyo personaje central es un idealista aniquilado por las razones de Estado de sus antiguos camaradas.
A partir de entonces Dos Passos pasó a ser un hombre “de derecha”. Renunció a sus ilusiones con la Vieja Europa y redescubrió las virtudes burguesas de su país en los años de la guerra fría y la lucha contra el comunismo. Creía que Estados Unidos estaba mejor preparado que cualquier otro lugar del mundo para resolver el “dilema entre la libertad individual y la organización industrial burocrática”.
Su literatura posterior, acaso menos creativa que en la etapa izquierdista, dio cuenta de esa transformación, al denunciar la ingeniería social progresista del “New Deal”, la infiltración comunista de Hollywood y el desamparo de los líderes políticos que, a izquierda y derecha, se atrevían a romper con el nuevo orden.
Este asombroso cambio no fue comprendido por la crítica norteamericana. Con evidente cinismo Hemingway se lo había anticipado antes de su distanciamiento: no le convenía romper con la izquierda porque se arriesgaba a caer en el ostracismo literario.
Ese “nuevo” Dos Passos viajó tres veces a la Argentina. La última fue en el tumultuoso 1969. Un periodista le pidió un consejo para la juventud de esos años, que parecía imitar la rebeldía existencial de aquella lejana “generación perdida”. Hablando en un castellano vacilante, el escritor respondió compasivo: “Les diría que vean la vida como es, y que después surja la ideología. Pero empezar por la ideología me parece mal”. La historia demostró que no era un mal consejo.
