‘LOS EFFINGER’, DE GABRIELE TERGIT, ENCONTRO UN TARDIO RECONOCIMIENTO LITERARIO

El retorno de un clásico moderno

En casi un millar de páginas la novela relata la historia agridulce de una familia de industriales judíos alemanes entre 1878 y 1942. Su tema dominante es la pugna entre tradición y cambio.

Los Effinger es una novela monumental, de lectura cautivante pese a su extensión oceánica, y que en su propia factura refleja uno de los temas centrales que se despliegan a lo largo de su construcción coral: la constante pugna entre el pasado y la modernidad, entre la tradición y el cambio.

El libro de Gabriele Tergit (Berlín, 1894 - Londres, 1982) se publicó inicialmente en 1951 en Alemania y no cosechó los elogios críticos ni la cantidad de lectores que merecía. Siete decenios más tarde, en 2019, fue redescubierto y entonces sí ingresó en la categoría de clásico que hoy ostenta con pleno derecho.

Acompaña su historia las peripecias de las múltiples ramas y sucesivas generaciones de una familia de industriales judíos alemanes entre los años 1878 y 1942, con un breve epílogo que se extiende hasta 1948.

Los Effinger del título provienen del sur del país, de la ciudad imaginaria de Kragsheim, que la autora enclava en una región protestante en la frontera con el territorio mayormente católico (“Crecía el trigo, fértil tierra del sur de Alemania. En el puentecillo se alzaba una estatua de San Cristóbal, y en los campos ondeantes, el crucificado. Ya en el pueblo siguiente sonaba el avemaría. Ya en el pueblo siguiente se mantenía la antigua fe, el catolicismo”).

Su patriarca, Matthias, es relojero y judío devoto. Sus descendientes, en cambio, emigrarán a Berlín (o en un caso a Londres) para hacer carrera y fortuna con la fabricación de vehículos de motor y enlazar con la otra gran familia de la novela, los Oppner-Goldschmidt, una casa de banqueros y financistas liberales con algún pasado activista en las revoluciones europeas de 1848, que tanto trastornaron al continente.

DUALIDADES

Las experiencias que vivan estos personajes serán la representación de las diferentes dualidades que recorren el libro: el modo de producción artesanal frente al industrial; las finanzas y el comercio opuestos a la industria; la fe religiosa en conflicto con el liberalismo secular; la identidad judía relegada por la asimilación a la alta burguesía prusiana; el plácido orden burgués de comienzos del siglo XX socavado por una sucesión de adversarios ideológicos, como el anarquismo, el socialismo, el sionismo, el feminismo, el bolchevismo y, finalmente, el nazismo.

Este cíclico vaivén queda expresado en uno de los momentos centrales de la obra cuando Emmanuel Oppner, cabeza de la rama de banqueros de la familia, reflexiona con amargura, poco antes de su muerte en 1908: “La joven generación sólo se ocupa del intelecto o del placer. Está cansada. Y así no es posible saber qué será de la siguiente”.

Varios de esos jóvenes y algunos de sus mayores se fascinan con las piezas de Ibsen (el gran “liberador” de las mujeres burguesas) y Schnitzler; descubren y festejan a impresionistas, expresionistas y surrealistas; discuten sobre Bismarck y la rivalidad naciente de Alemania con Inglaterra, un aliado engañoso; comentan a Darwin, Nietzsche y Freud; idolatran la ciencia y el progreso encarnado en Edison y Koch; coquetean con el marxismo y bendicen la socialdemocracia.

Los atraviesan hondas transformaciones de época. Paul Effinger conserva la fe judía y aspira a ser una rara avis: un industrial antimoderno; su hermano Karl, más pragmático, se niega a circuncidar a su primogénito y ocasiona un pequeño escándalo familiar. Sus respectivas esposas, las hermanas Klarita y Annette Oppner, fueron educadas para casarse y tener familia; sus descendientes, varones y mujeres, ya no cumplirán con ese mandato, o lo harán mal y a destiempo.

Entre bailes, cenas copiosas, recepciones a todo lujo, exposiciones de arte, paseos por el Berlín finisecular, excursiones a las montañas y viajes a Londres o al sol vivificante del Mediterráneo (“El ser humano solo vive en el sur. La ribera del Mediterráneo es su patria”), unos y otros intercambian ilusiones, entusiasmos, vaticinios y opiniones agudas.

El espléndido jurista Waldemar, tío por vía materna de las hermanas Oppner, será hasta el final la voz del escepticismo liberal arisco a los arrebatos de las nuevas tendencias que surjan por izquierda o por derecha. Una disidencia que mantendrá incluso frente al sionismo.

“La voluntad de poder -dirá en una reunión familiar- pone a los hombres más allá del Bien y del Mal. Y toda visión del mundo se considera infalible. Y el sionismo no se resiste al Mal, sino que reclama para sí todos los argumentos de ese nuevo y terrible movimiento mundial. Lucha en el frente equivocado”.

LA GUERRA

En 1914 casi todos recibirán alborozados el estallido de la Primera Guerra Mundial, en la que verán la purificación necesaria de un mundo supuestamente caduco (“El sacrificio era el sentido -es la reflexión de Lotte, hija de Paul y Klarita-. Todo iba a hundirse, todo aquel cotilleo y chismorreo. Vendría un mundo nuevo”). Sus desastrosas consecuencias les arrancarán -tardíamente- las vendas de los ojos.

Gabriele Tergit fue una periodista exitosa antes de probar suerte en la literatura.

Algunos entre los más jóvenes abrazarán el pacifismo; muchos se harán socialistas revolucionarios; los veteranos del conflicto se entregarán a un escepticismo desencantando ante las ruinas de la vieja Europa. La crisis posterior, con su inflación galopante, el desempleo y las quiebras atribuidas al pago de reparaciones impuesto a la potencia derrotada, estimulará el crecimiento imparable del nacional socialismo, último eslabón en la cadena de desgracias que se abatirán sobre los protagonistas.

Pero sería un error ver en Los Effinger (Libros del Asteroide, 901 páginas, con traducción excelente de Carlos Fortea) a la típica novela histórica o a un ensayo político disfrazado de literatura. No es nada de eso.

El gran mérito de su autora, que fue periodista de éxito en la República de Weimar (su nombre real era Elise Hirschmann), huyó de los nazis, vivió la colonización sionista en Palestina y emigró por último a Londres, consistió en ubicar en primer plano los pequeños o grandes dramas de sus personajes, y dejar apenas como ruido de fondo los hitos de la época, que su trama registra e incorpora, pero sin olvidarse de esos seres que el lector ha venido siguiendo de cerca a lo largo de cientos de páginas.

FLUIDEZ

Se ha dicho con razón que la lectura de esta novela puede volverse adictiva. Y no cuesta entender por qué. Quien se interne en ella descubrirá a poco de avanzar que la narración fluye con la naturalidad de la vida misma, que parece desenvolverse en las numerosas páginas sin intromisiones retóricas ni experimentos dictados por la vanidad.

Los capítulos se reducen por lo general a algún diálogo (muy importantes), escena o situación que han sido elegidas para el progreso de la narración. La prosa es medida, contenida, descriptiva e informativa; cada tanto aparece algún destello poético en frases que se repiten como ritornelos para reflejar lo que permanece en medio del vendaval histórico. Es un estilo abocado a lo que cuenta, con un ritmo siempre ágil, que sostiene una trama dispersa entre decenas de personajes y en la que cuesta encontrar momentos sobrantes o de relleno.

En su pretensión abarcadora, la novela debe mucho a titanes literarios del siglo XIX como Dostoievski, Dickens, Balzac y, muy especialmente, el Tolstoi de Guerra y paz. Pero la comparación más directa es con el Thomas Mann de Los Buddenbrook (1901), otra novela monumental que refiere las alegrías y pesares de una familia de comerciantes burgueses a lo largo de cuatro generaciones culminando en 1877, es decir, un año antes del comienzo de Los Effinger.

Podría decirse que la autora aspiró a replicar, en una imaginaria familia judía, el mismo procedimiento que Mann había utilizado con un clan cristiano, pero lo hizo con una técnica y una retórica que, comparadas con las del autor de La montaña mágica, parecen minimalistas y parcas al extremo.

REALISMO

Al igual que las de sus maestros, la obra de Tergit es una novela realista, pero se trata de un realismo que cabría llamar “inocente”. Su narración es tan precisa y contenida que no se permite ningún tipo de desborde; su recurso favorito es la elipsis, que a la vez que encubre episodios sórdidos o degradantes, ayuda a acelerar el relato y atravesar años, crisis, triunfos, amoríos, nacimientos, bodas, decepciones, enfermedades, tragedias y muertes familiares, incluyendo algún suicidio.

No hay en sus páginas escenas violentas ni tampoco eróticas (aspecto que siempre se alude con pudor y elegancia, como la primera noche íntima entre Lotte y Erwin). No hay insultos, maldiciones ni blasfemias. Queda la impresión de que ese mundo imaginario está bañado por una luz benigna y comprensiva, como de cuento de hadas, que todo lo sitúa en su justa proporción, sean éxitos o derrotas, gozos o lamentos.

Tal vez por eso la novela pasó sin pena ni gloria al momento de su publicación original en la Alemania dividida. En aquel 1951 había una manifiesta contradicción entre su visión de la vida y la literatura, y la que predominaba entonces, a mitad del siglo XX, superada la catástrofe Segunda Guerra Mundial.

Eran los tiempos del existencialismo, de la filosofía del absurdo, del realismo socialista, del “compromiso del escritor” y también de las riesgosas experimentaciones, para entonces ya consolidadas, con los puntos de vista, los tiempos narrativos, el monólogo interior, la escritura automática y el fluir anárquico de la conciencia.

Ninguna de esas pirotecnias literarias podía encontrarse en Los Effinger, salvo el mérito notable de que relataba una historia inspirada en los grandes modelos decimonónicos, pero con la capacidad de síntesis de un siglo mucho más vertiginoso y apresurado. Debemos lamentar que no fuera recibido como lo que ya es hoy: un auténtico clásico moderno.