UNA POSIBLE INTERPRETACION PARA LA COMPLEJA FIGURA DE JOSEPH RATZINGER, LA MAS GRANDE PERSONALIDAD DE LA IGLESIA DE SU TIEMPO
El pontificado de la esperanza frustrada
Joseph Ratzinger (1927-2022) fue una de las grandes personalidades de la Iglesia católica de los últimos sesenta años, si no la más grande. Mente brillante detrás del pontificado de Juan Pablo II, fino escritor cuya mano invisible se dice que enderezaba los escritos del papa polaco, aportándoles claridad y luminosidad, su estrella no haría más que incrementarse con su llegada al trono de Pedro. El papa teólogo que invitó a razonar la fe, el profesor cuya argumentación deslumbraba tanto por la potencia de su intelecto como por su erudición, el que podía discurrir con solvencia sobre los padres de la Iglesia, San Agustín o el cardenal Newman, el último pontífice en alzarse contra la subversión moral del mundo, ese hombre, piadoso, gentil y sereno, tuvo una evolución desde joven que no siempre fue comprendida y que aún hoy tiende a ser simplificada, soslayando preguntas honestas que invitan a ser planteadas con respeto.
Muchas son las razones para estarle agradecidos a Benedicto XVI. No sólo por el privilegio de ese encuentro semanal con el refinado académico convertido en pontífice que atraía a decenas de miles de fieles que acudían a escuchar su prosa sensible y elegante, capaz de hacer que la fe resplandeciera en un mundo en tinieblas. También, entre otras razones, por rehabilitar la Misa de rito antiguo -la Misa de siempre, hasta la reforma litúrgica de los años sesenta-, algo que favoreció con su motu proprio Summorum Pontificum. Un precioso regalo por el que muchos católicos le estarán eternamente agradecidos.
La nostalgia de sus palabras, la admiración justificada que aún suscita, siempre convivió con los contrastes de su augusta figura no siempre fáciles de interpretar. Acaso eso explique la dificultad que siempre hubo para definirlo.
¿Quién fue Joseph Ratzinger? ¿Cómo es posible que se lo viera a la vez como un restaurador de la tradición y como un reformador o progresista? ¿Hay una clave de lectura que permita entender su trayectoria, su pensamiento, su pontificado, y que resuelva esta aparente contradicción?
Buena parte de la dificultad tiene que ver con aquella evolución antes mencionada, desde que era aquel aventajado alumno de seminario, ávido de conocimiento y familiarizado con el pensamiento progresista de los más renombrados teólogos de su tiempo.
En ese momento, en el que no dudaba en verse a sí mismo como un "progresista" con ansias de renovación, su rutilante carrera académica lo llevó pronto a ser perito teólogo del cardenal Joseph Frings y, desde esa posición, a incidir en el Concilio Vaticano II (1962-65), en sus innovaciones y sus aperturas al mundo, tan contrarias al espíritu antimodernista de años anteriores.
IRIA CAMBIANDO
La actitud de Ratzinger frente a ese Concilio que él ayudó a modelar iría cambiando en forma paulatina con los años. En el libro-entrevista de Peter Seewald titulado Ultimas conversaciones, el periodista alemán y biógrafo de Ratzinger confronta al entonces papa emérito directamente sobre este giro, aunque sin sacar todas las conclusiones posibles.
Así, por ejemplo, señala que Ratzinger, en 1965, en su libro Resultados y problemas del tercer período del Concilio, decía todavía: "El Concilio y, con él, la Iglesia se han puesto en camino. No existe motivo alguno para el escepticismo y la resignación". Una seguridad original que, apunta el periodistqa, empezaría a resquebrajarse tan pronto como ese mismo año.
Según ese recuento, un año más tarde, en 1966, en la Jornada Católica (Katholikentag) de Münster, Ratzinger ya traza un balance que rezume escepticismo y desencanto. Y en una clase en Tubinga en 1967 va aún más lejos hasta decir que ya la fe cristiana se encuentra envuelta "por una niebla de incertidumbre, como en pocas ocasiones anteriores en la historia".
El propio Ratzinger, en su respuesta para ese libro del 2016, cuando ya estaba retirado en el monasterio Mater Ecclesiae, corrobora ese giro que fue dando y cuenta cómo tomó conciencia de las consecuencias de cuanto había sucedido. "En algún momento -dice- la gente se preguntó: si los obispos pueden cambiarlo todo, ¿por qué no podemos hacer todos los mismo? ".
"El conjunto se salió de quicio en tan gran medida", dirá más adelante en ese mismo libro, que en cierto punto dice que se preguntó si realmente lo habían hecho bien. Es por esa reflexión, según confiesa, que a partir de 1965 consideró tarea suya aclarar qué era lo que realmente se habían propuesto con el Concilio y qué no.
Es significativo anotar que el ejemplo que pone para ilustrar cómo se salieron de quicio las cosas en esos años proviene de la liturgia, que en su opinión "empezó a desmoronarse y a deslizarse hacia lo arbitrario". Tal vez habría que pensar que uno de los disparadores de su revisión fue, precisamente, su amor por la liturgia, el otro gran legado de su pontificado.
Pero ¿hasta dónde llegó aquella revisión? ¿Quiso en serio corregir el rumbo de la Iglesia posconciliar? Si era así, ¿por qué no escribió un Silabus, como el de Pio IX, para corregir los errores del Concilio, como algunos le pidieron en su momento?
Y también: ¿por qué su celo por devolver a la vida de la Iglesia la liturgia tradicional no lo llevó a abrogar, sin más, la controvertida reforma litúrgica de fines de los años sesenta, reforma que lo había llevado a criticar aceradamente a Pablo VI?
VALENTIA
En la misma línea, es posible preguntarse por qué no readmitió a la plena comunión con Roma a la Fraternidad Sacerdotal San Pío X (SSPX), fundada por monseñor Lefebvre, muy consciente también de los problemas de la Iglesia posconciliar.
Es cierto que los pasos que dio en ese sentido fueron más lejos de lo que nadie hubiera esperado. Haber levantado la excomunión a los obispos de la SSPX fue un acto de justicia y de valentía de su parte que debe serle reconocido.
Ese gesto paterno, y su disposición a iniciar conversaciones para un formal reconocimiento pleno de esa fraternidad sacerdotal, fueron decisiones que le costaron una gran impopularidad y que levantaron un descontento del progresismo y de los medios de comunicación como no se había visto hasta entonces.
Fue, sin dudas, el momento de mayor soledad de Benedicto XVI y, bien mirado, el punto de inflexión de su pontificado. El acoso que soportó desde entonces es muy problable que se haya activado sobre todo para marcar un límite a todos estos cambios.
Ahora bien, pretender que el papa se vio impedido de avanzar en ese sentido por la sola acción de fuerzas exteriores, es una idea simplista y tentadora, pero que no condice con la realidad.
No es tan claro que su replanteo sobre lo ocurrido en la Iglesia fuera incompleto por ese acoso. Lo demuestra el hecho de que siempre intentó dejar a salvo al Vaticano II, incluso varios años después de haber abdicado, para culpar en cambio a "otras fuerzas, en especial el periodismo", y a interpretaciones que se hicieron del mismo con posterioridad.
Como si el Concilio no incluyera proposiciones problemáticas a la luz de la tradición, si no heréticas, como ocurre con el ecumenismo. Una idea, esta del ecumenismo, que parte del supuesto de que las iglesias separadas tienen una cierta coherencia con la Iglesia católica, llamada "comunión imperfecta".
¿No es posible pensar, incluso, que Ratzinger contribuyó a disminuir la noción de que la Iglesia católica es la única verdadera iglesia de Cristo?
Porque él, como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, en 2007, se encargó de explicar el sentido de una innovación del Vaticano II, que consistió en afirmar que la Iglesia de Cristo "subsiste en" (y ya no "es", como indicaba la enseñanza tradicional) la Iglesia católica, lo que significa que también hay elementos de verdad y santificación fuera de ella. Por ejemplo, en las comunidades separadas, según dice el decreto conciliar sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio.
COHERENCIA
Hay una coherencia consigo mismo en la postura sobre este tema, que sin embargo tensiona la hipótesis de un giro restauracionista boicoteado por otros, ya que desde la época de sus estudios juveniles en Frisinga se ocupó del protestantismo.
Tal vez haya que arribar a la conclusión de que nunca dejó de ser un hombre del Concilio, lo que parece ser la clave de interpretación de su figura.
Esto último lo entiende así también el abad Claude Barthe, sacerdote francés, liturgista, ensayista y agudo observador de la realidad eclesial, quien aporta un poco de luz al respecto en un diálogo para esta nota.
Barthe se retrotrae a aquel magno acontecimiento de la Iglesia para definir a Ratzinger.
El ensayista hace notar que todos los padres conciliares, los llamados hombres de la mayoría, "estaban divididos en dos grandes tendencias que uno llamaría en una democracia la "centroderecha" y la "centroizquierda", mientras que a "extrema derecha" se hallaban quienes rechazaban el Concilio y a "extrema izquierda" quienes querían "romper con todo".
Esas dos grandes tendencias fueron definidas por Joseph Ratzinger en 2005, en su famoso discurso a la Curia, como partidarios unos de la "hermenéutica de la reforma en la continuidad" (y no hay que olvidar "de la reforma") y partidarios los otros de la "hermenéutica de la ruptura", según Barthe.
Ratzinger es indiscutiblemente una de las grandes figuras de la primera tendencia, según este observador. "Cercano a Rahner y hostil a la Curia de Ottaviani -recuerda Barthe a La Prensa-, evolucionó rápidamente después del Concilio". Como prueba de ello cita también su conferencia en el Katholikentag de Münster de 1966, donde cargó contra las derivas litúrgicas.
Una vez nombrado prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, siempre según esta interpretación, "Ratzinger desarrolló en pleno acuerdo con Juan Pablo II, por una parte, una política de encuadramiento del Concilio, sin por ello retroceder nunca en los logros esenciales, especialmente el ecumenismo, y por otra parte un desarrollo de la línea moral de Humanae vitae, con una serie de textos sobre el magisterio moral".
RESTAURACION
En esto, explica el sacerdote francés, fue el hombre de la "restauración" (término que es suyo y aparece en el libro Informe sobre la fe, de Vittorio Messori): Una moral lo más tradicional posible y una eclesiología conciliar, pero "moderada" ("Todo el Concilio, pero nada más que el Concilio", como había dicho Juan Pablo II tras su elección).
"Pero -y este es el punto que el sacerdote admite que hace complejo y más interesante al personaje- Ratzinger fue más allá, probablemente ayudado en esta evolución por su compañero de cátedra en Ratisbona, monseñor Gamber, y también por sus amigos Spaemann y Barth, mostrándose muy crítico con la reforma litúrgica".
"De ahí el papel que asumió a partir de 1982 (por ejemplo, en la reunión en el Palacio del Santo Oficio sobre la no abrogación de la Misa antigua) para dar vida a la liturgia tridentina: Quattuor abhinc annos en 1984, Ecclesia Dei en 1988, tras el fracaso de las primeras negociaciones con la SSPX, y Summorum Pontificum en 2007, cuando se convirtió en Papa", enumera Barthe.
"Al reconocer el "derecho" de la liturgia preconciliar, que corresponde a la doctrina preconciliar, abrió la puerta a un cierto cuestionamiento de las grandes "intuiciones" del Vaticano II. Pero nunca llegó tan lejos", aclara.
En su interesante explicación sobre la complejidad que presenta Benedicto XVI, Barthe apunta también a otro aspecto que sí se ha mencionado en otras ocasiones: su falta de capacidad de gobierno.
"Muy cómodo como segundo de a bordo de Juan Pablo II, le costó mucho ser el primero como Papa, como le había sucedido ya como arzobispo de Munich, cuando se vio completamente desbordado", dice.
"De modo que -argumenta Barthe- el partido contrario, que yo llamo de centroizquierda (Martini, allanando el camino a Bergoglio) no dejaba de acosarlo. En mi opinión, ya estaba dimitiendo de facto mucho antes de dimitir oficialmente".
Esta operación de acoso y derribo que sufrió durante su pontificado, y el efecto que eso tuvo, que fue el anuncio de su dimisión el 11 de febrero de 2013, frustraron una esperanza que había despertado su pontificado de gran trascendencia. "Con Benedicto XVI podríamos haber esperado el comienzo de una transición, que habría sido lo contrario de la transición que tuvo lugar bajo Juan XXIII. Por encima de todo, debería haber habido buenos nombramientos, muchos buenos nombramientos. Pero nos quedamos en medio del vado sin cruzar al otro lado", lamenta Barthe.
No puede disminuirse, sin embargo, todo el bien que deparó su pontificado y así lo entiende también el abad francés. "Teólogos restauracionistas o incluso tradicionalistas se han animado y mezclado", dice Barthe.
"Hoy una "generación Benedicto XVI" de seminaristas y sacerdotes ha seguido a la "generación Juan Pablo II" y, sobre todo, el mundo tradicional ha visto un claro desarrollo, que se traduce en la duplicación de misas antiguas en el mundo entre 2007 y 2017", apunta.
En este sentido, señala que "las "fuerzas vivas" -tradicionales, conservadores como la Comunidad San Martín, carismáticos, "de derechas", etc.- que permanecieron durante el período de Benedicto XVI como un rebaño sin pastor, con pocos nombramientos episcopales y cardenalicios, representan, al menos en Europa, todo lo que queda de vida y de futuro en la Iglesia".
Sabe Dios cuánto bien habría deparado una permanencia mayor de Benedicto XVI en la Sede Petrina, y cuánto mal, sobre todo, habría evitado. Pero esa especulación es, ya, un ejercicio vano.
Ratzinger, a quien difícilmente otra figura pudiera hacerle sombra, fue él mismo responsable de oscurecer su legado con el último acto de su pontificado: su renuncia. Un acto de debilidad personal pero revolucionario al fin, que conlleva una gravísima secularización del papado de alcances imprevisibles, y que hizo preguntarse a muchos, amargamente, si no habían triunfado los lobos y si no habían quedado abandonadas las ovejas.
El abad Claude Barthe no parece inquietarse demasiado por esto. Sostiene que el período de "centroizquierda" de Francisco que vivimos desde 2013 no se corresponde con la vida real de la Iglesia. En su opinión, el futuro de la Iglesia está en aquellos otros grupos reducidos, mientras que en el resto "la hemorragia de practicantes, sacerdotes y vocaciones continúa".