El rincón de los sensatos

El policía y el ladrón (donde el ladrón juega con ventaja)

El reciente caso del sargento Mallea, nos recuerda aquel antiguo juego de niños del policía y del ladrón. Claro que lo de hoy no es un juego. Todo lo contrario. Porque en casos bien reales la justicia juega a favor del ladrón y reserva castigos para los agentes del orden.
El caso más reciente es el del mencionado sargento de la Policía de Buenos Aires, quien está sumariado por la posible comisión de homicidio agravado. Ello, por haber dado muerte a quien intentó robarle su moto amenazándolo con un arma que, si bien resultó no ser tal, tenía toda la apariencia de serlo.
Se le agrava tal imputación, acusándolo de abusar de su función y de usar un arma de fuego. Todo lo cual, anótese bien, podría llevarlo a una prisión perpetua.
Como a Mallea se le concedió la excarcelación, hubo quienes creyeron que la cosa terminaba allí y que se había hecho lo lógico: respaldar al agente del orden que resistió un robo (que, reitero, tenía toda la apariencia de serlo con uso de armas).
Nada hay que celebrar. El sumario, que nunca debió ser tal, sigue en curso y se lo acusa de los mencionados ilícitos. Este reino del revés, otrora impensable, se repite tanto que termina por acostumbrar. Casi no hay enfrentamiento armado en el cual jueces y fiscales no se encarguen de que el agente de la ley lleve la peor parte. Por eso la calle dice, con simpleza y verdad, “es más fácil ser chorro que policía”.
Es que la concepción política vigente –de la que los jueces se hacen eco– considera que la ley es, en principio, malintencionada y, por ende, injusta. De allí es que se pinte a quien la quebranta como un rebelde con causa. Casi como un idealista.
Ahora bien, esa benignidad hacia el delito no recae sólo sobre ladrones suburbanos. Una vez sentado ese pensar, sin inocencia alguna se lo extiende a los defraudadores del Estado quienes son, como no, quienes ocupan en él los cargos más altos.
EL AGENTE CHOCOBAR
El caso de Mallea nos trae a la memoria el del agente Chocobar, del que nos ocupamos en estas páginas hace exactamente dos años. Dicho agente dio muerte a uno de los dos delincuentes que asestaron diez puñaladas a un turista norteamericano con el objeto de robarle. En lugar de ser premiado, Chocobar fue condenado por homicidio en exceso de la legítima defensa.
El Código Penal exige, para que la defensa sea legítima, entre otros requisitos, el de que el medio empleado para llevarla a cabo sea “racional”. A la luz de estos casos – y de muchos otros – parecería que si un policía emplea su arma reglamentaria contra quien apuñala (diez veces) o contra quien empuña, de noche, lo que parece ser un arma, excede ese límite. Y pasa a ser homicida.
No puede ignorarse que los asaltos reales no son como los de esgrima, en los cuales el árbitro pregunta a los rivales si están listos y en guardia, antes de dar la orden de comenzarlo. Lejos de ello –hay ladrones antiguos que dicen que “ya no hay códigos”– hoy se mata por placer, una vez cometido un robo contra el que no ha mediado la menor resistencia. Y, además, los delincuentes suelen tener mejor armamento que la policía.
Un juez no puede vivir en un mundo artificial. No estamos ante asaltos de esgrima ni ante los gentiles ladrones de lujosos carruajes que solía pintar Hollywood, que se inclinaban a besar la mano de las damas asaltadas.
Los hechos que comentamos tuvieron lugar en segundos, tiempo más que suficiente para que –de demorarse los policías– fueran ellos los muertos. La legítima defensa debe analizarse de conformidad con los hechos y atendiendo a la realidad en la que estamos inmersos.
Vale la pena recordar en cuánto la ponderaban dos filósofos y teóricos del Estado de distintas posturas. Uno fue Hobbes, quien en su “Leviatán” afirmó que: “Si un hombre se ve asaltado y teme por su muerte inmediata, de la cual no puede escapar sino hiriendo a quien lo acomete, si lo hiere de muerte no comete delito porque al instituir un Estado nadie renunció a la defensa de su vida o de sus miembros”. Y el otro fue Santo Tomás de Aquino, quien sostuvo en su “Tratado de la Justicia” de quien da muerte en defensa de su vida. “Tal acto, en cuanto por él se intenta la conservación de la propia vida nada tiene de ilícito, puesto que es natural a todo ser el conservar su existencia cuando pueda”.
El policía no está en un encuentro deportivo de fair play, plagado de avisos previos. Debe resolver en segundos como defiende su vida o la de aquel al que debe proteger. Esto no es difícil de entender. Si un manto de protección cubre de un modo generoso al llamado “delincuente común”, es porque bajo ese manto se cobijan también los grandes saqueadores del Estado en forma de levedad de condenas, de sobreseimientos más que dudosos o de prescripciones debidas a la intencional lentitud de quienes los juzgan. Que, no casualmente, suelen deber sus cargos a tales sujetos.