El pluralismo inalcanzable
Por Armando J. Ribas (h)
A pesar de haber transcurrido más de 170 años de la promulgación de nuestra Constitución republicana y pluralista, en las próximas elecciones del 19 de noviembre existen altas posibilidades de que prevalezca el candidato oficialista y continúe gobernando el país, no ya un partido político, sino el mismo movimiento hegemónico que se hiciera cargo del gobierno hace ya dos décadas.
Es decir, un movimiento compuesto por kirchneristas, radicales k, peronistas e incluso viejos y nuevos dirigentes provenientes de fuerzas políticas no oficialistas (Gerardo Morales, Martín Lousteau o Margarita Stolbizer, para poner sólo algunos ejemplos) que estarían siendo captados o cooptados por Sergio Massa.
Una de las razones principales del fatalismo argentino ha sido y sigue siendo la dificultad, casi imposibilidad, de hacer cabalgar la república sobre un sistema de partidos políticos pluralistas y democráticos que se alternen en el poder.
La hegemonía ha sido y sigue siendo el mayor desiderátum de las fuerzas políticas prevalecientes en la Argentina desde Roca para acá.
Desde el regreso de la democracia, con sus matices, las llamadas “grandes mayorías nacionales y populares”, es decir el radicalismo y el peronismo, de distintas maneras, se han ocupado de vituperar y anatemizar como enemiga de la democracia a cualquier fuerza política o dirigente que tuviere una inclinación por desregular la economía y aplicar políticas económicas liberales o de mercado.
Alfonsín, tanto desde la tribuna como desde la cátedra, consideraba al liberalismo como una ideología “perversa” y a los liberales, o “neoliberales”, como le gustaba calificarlos peyorativamente, como “los nuevos cipayos de este siglo” (Raúl Alfonsín, “Memoria Política” 2004, pág. 21), es decir, vendepatrias y antinacionales y, por ende, se les debía impedir acceder al gobierno, a cualquier precio: “Corremos el riesgo serio de que nos derrote el neoliberalismo … los poderosos de la Tierra!” (obra cit.).
COLAPSO
Fue desde tal cosmovisión que en el 2001 le quitó todo apoyo político al otrora presidente de la República, quien había asumido en elecciones libres como candidato de la UCR, es decir, de su propio partido, al que él, todavía, controlaba: “De la Rúa siempre sostuvo que lo derrumbó un golpe de Estado, tejido por un sector del radicalismo de Raúl Ricardo Alfonsín y el dirigente justicialista Eduardo Alberto Duhalde” (Juan Bautista Jofre, Infobae, 19/12/2021).
El gobierno kirchnerista que controla el país desde hace dos décadas acentuó esa línea ideológica y facciosa (“Macri vos sos la dictadura”) con el claro objetivo de eternizarse en el poder avasallando los otros poderes del Estado y controlando a la prensa a fin de lograr, además, la impunidad de todos sus dirigentes por la corrupción sistémica que corroe todas las estructuras del estado y las endebles instituciones republicanas.
¿Quiénes están detrás del candidato oficialista? Los gobernadores feudales y facciosos del norte del país, los barones del conurbano bonaerense que también se eternizan en sus intendencias pauperizando a la población y, por supuesto, los sindicalistas octogenarios multimillonarios que tampoco están dispuestos a ninguna alternancia ni pluralismo de ninguna naturaleza desde hace décadas.
Paradójicamente, la Unión Cívica Radical nació en el año 1891 de la mano de Leandro N. Alem, Bernardo de Irigoyen y Aristóbulo del Valle, con el claro objetivo de poner fin a la hegemonía roquista, en la búsqueda del pluralismo político y de la mano de los principios republicanos garantidos en la Constitución Nacional. En su discurso en el Senado en 1891 Alem sostenía: “No somos propiamente revolucionarios… somos los conservadores” que luchamos contra los revolucionarios que “conculcan las libertades y colocan al país en una situación anormal e inconstitucional” en abierta crítica a los llamados “gobiernos electores” que, por medio del fraude electoral, imponían los candidatos de sus partidos.
Por su parte, su aliado y amigo entrañable, Aristóbulo del Valle, en la búsqueda de ese mismo objetivo, en su discurso ante el Senado el 30 de Julio de 1893 afirmaba que estaban condenados por la historia “todos los gobiernos de partido de todos los pueblos de la tierra cuando han violado la ley eterna de la rotación en el mando”.
Consciente de la necesidad de la “rotación en el mando” Carlos Pellegrini se opuso al acuerdo del Partido Autonomista Nacional (PAN) con la Unión Cívica Nacional (UCN) de Mitre. En la Convención del PAN del 10 de julio de 1897 afirmaba: “Un partido ocupando toda la escena política es, lo reconozco, un hecho anormal… la coexistencia de dos grandes partidos es indispensable al juego regular de un organismo republicano… nuestra supremacía indisputada encierra para nosotros un grave peligro…”
FRACASO
El intento de terminar con la hegemonía roquista fracasó en 1897 cuando Hipólito Yrigoyen, ya entonces fuertemente enemistado con su tío Alem antes de su suicidio en 1896 y alejado de la mayoría de los fundadores de la UCR, “anteponiendo a las conveniencias del país y a los anhelos del partido sentimientos pequeños e inconfesables… “ en opinión de Lisandro de la Torre, boicoteó el acuerdo de “las paralelas” que había sido aprobado, tanto por la Convención de la UCN como por la de la Convención de la UCR con el fin de apoyar la candidatura presidencial de Bernardo de Irigoyen.
Un año antes de su muerte, Pellegrini, ya en oposición a Roca, advertía que si no se alentaba una renovación de los usos políticos, el país iría “directa y fatalmente a celebrar el centenario con el más grande escándalo que hasta hoy haya dado nuestra República, demostrando al mundo que, en el siglo corrido, nuestra educación política ha ido en razón inversa a nuestra prosperidad material”.
Como es sabido, luego de la reforma electoral de 1912, la UCR finalmente accedió al poder en 1916. Lamentablemente lo hizo bajo el liderazgo mesiánico de Hipólito Yrigoyen, quien estaba en las antípodas del republicanismo pluralista (y también de las ideas liberales) que predicaran los fundadores del centenario partido.
Yrigoyen venía justamente a combatir el pluralismo político que la mayoría de la clase dirigente de fines del siglo XIX y principios del XX, oficialismo y oposición, conservadores y radicales, consideraban tan necesario para el funcionamiento del sistema republicano, cuyo fin último era el mantenimiento de la paz y la realización del progreso, “como lo había logrado el gobierno inglés”, según sostenía en 1893 Aristóbulo del Valle.
El objetivo declarado de Yrigoyen fue destruir a las fuerzas opositoras, tal como se expresaba en el manifiesto del Partido Radical con el que se presentó a las elecciones de 1916: “La Unión Cívica Radical es la Nación misma, bregando desde hace 20 años para libertarse de gobernantes usurpadores y represivos”. Fue así que ordenó 20 intervenciones federales para deponer a gobiernos provinciales conservadores, 15 de ellas por decreto del Ejecutivo.
A partir de entonces la política argentina retrocedería más de medio siglo dando un giro copernicano: la política de Estado ya no sería la búsqueda del pluralismo republicano y la rotación en el mando por la que tantos habían luchado durante tantas décadas, sino su antítesis: la ocupación de toda la arena política por movimientos colectivistas encarnados en líderes infalibles y mesiánicos que representaban el “ser nacional”.
PERONISMO
El otro movimiento político que, junto con el radicalismo, ocupó toda la arena política desde entonces (claro que con interrupciones militares que también eran contrarias al pluralismo político) fue el peronismo que radicalizó el espíritu de facción durante el período 1946/1955: “Ningún argentino bien nacido puede dejar de querer, sin renegar de su nombre de argentino, lo que nosotros seremos. Por eso afirmamos que nuestra doctrina es la de todos los argentinos”. (J.D. Perón en su mensaje ante la Asamblea legislativa del 1° de mayo de 1950).
A fines de la década del ‘60 y principios de la del ‘70, las distintas vertientes del radicalismo (que todavía reivindicaban a Yrigoyen) y del peronismo, se unieron bajo las mismas consignas en su lucha por deponer a los gobiernos dictatoriales de Onganía, Levingston y Lanusse: “liberación nacional”, “penetración imperialista”, la dicotomía “pueblo-antipueblo”, se creía en la “épica cubana”, se admiraba al Che Guevara y se veía a Hô Chí Minh como un líder nacional, “alguien que planteaba muy fuerte la cuestión nacional”, en palabras de Federico Storani.
Durante estos últimos 20 años se intentó asociar a las oposiciones con la dictadura a la que Alfonsín, junto con gran parte de la dirigencia radical y peronista, en su pensamiento binario, había acusado de ser, junto con “la patria financiera”, “los poderosos de la tierra”, “las corporaciones transnacionales” y, por supuesto, “los neoliberales alineados con Estados Unidos y el Fondo Monetaria Internacional,” los causantes de todos los males de la Argentina y cuyos herederos más conspicuos hoy serían todos aquellos que pretenden un gobierno que lleve adelante políticas liberales en lo económico. La política de facción necesita enemigos, no adversarios políticos. Si no los hay, los crea.
No se pretende que el radicalismo alfonsinista o el peronismo kirchnerista adhieran a las políticas económicas que postulan que el crecimiento y el progreso de los argentinos es más fácil de alcanzar liberando las fuerzas del mercado, es decir, de los individuos, desregulando la economía, celebrando acuerdos de libre comercio con las potencias extranjeras, liberando el tipo de cambio, bajando el gasto público y adoptando políticas más racionales en materia monetaria y fiscal.
Lo que se pretende es que dejen de demonizar a quienes tienen ese ideario tratándolos como enemigos de la democracia y de las instituciones dado que, tal como sostenía Alberdi, la barbarie política, que Sarmiento le endilgaba a Quiroga, no residía en su falta de cultura o ignorancia, sino en tratar como enemigos a sus adversarios políticos.
El espíritu de facción, es decir, la barbarie política que sigue vigente entre nosotros y que ve en el adversario político a un enemigo de la Nación al que hay que destruir, es contrario al pluralismo político, a la civilización, a la paz y a la prosperidad, intenta impedir la alternancia en el poder avasallando los derechos de las minorías políticas, busca el control de los tres poderes del estado y de la prensa, encubre los actos de corrupción y tiende a suprimir el debate respecto de las mejores políticas a aplicar reemplazándolo por un debate que se centra en demonizar al adversario con el fin de impedir la alternancia democrática, perpetuarse en el poder y enriquecerse impunemente a expensas de la ciudadanía.
Solo mentes afiebradas, temerosas, malintencionadas o poco reflexivas e ignorantes de la historia pueden subestimar el riesgo que corre la República si una vez más prevalece la facción política que hoy la gobierna y la tiene sumida en el caos, el atraso y la pobreza.