EL LATIDO DE LA CULTURA

El perfume de los libros

¿A qué huele una persona al nacer, a minutos de haber salido del vientre materno? Tengo para mí que cuando no ha transcurrido una hora de vida, a pesar de ser un ser vivo desde hace largos meses, el recién nacido no califica ni siquiera como bebé sino que es precisamente eso: un recién nacido. Quizás a esto se deba que no huela a bebé. Esto ocurrirá recién un par de horas más tarde, cuando enzimas y bacterias se mezclen con el oxígeno de la habitación donde pasará los primeros instantes junto a su nueva familia. Sólo entonces la piel del bebé despedirá el perfume más puro, relajante y sobrecogedor del mundo. El recién nacido, en cambio, carece de un olor propio, pero trae consigo el de la persona que le alquiló su modesto monoambiente, el perfume de las entrañas de la madre en cuyo océano jugó a las escondidas con el resto del mundo. 

¿A qué huele un libro al nacer? Dependerá del tipo de papel y de la tinta pero ese maravilloso aroma a libro nuevo proviene de la lignina, un compuesto químico presente en la madera, que hace que los troncos de los árboles se mantengan erguidos. La lignina es prima hermana de la vainilla y su maridaje con el olor de la tinta fresca da como resultado esa inconfundible esencia a libro flamante.

¿A qué huele la piel de los ancianos? A óxido. Está en la piel y nada tiene que ver con la falta de higiene, el sudor u otros fluidos corporales. Cuando a partir de los treinta comenzamos muy gradualmente a oxidarnos, nuestra piel empieza a variar su olor. Los cambios hormonales de la madurez traen como consecuencia un aumento en la producción de lípidos en la superficie de los poros. Paralelamente, se va reduciendo nuestra capacidad antioxidante natural. A medida que envejecemos segregamos una sustancia denominada 2-nonelal, una molécula que se genera al oxidarse de forma natural los ácidos grasos. Alrededor de los sesenta años este olor a moléculas rancias diseminadas por el cuerpo se acentúa porque aumenta exponencialmente esa peroxidación, se genera más 2-nonenal y el cuerpo huele cada vez más “a viejo”, aroma presente en los asilos, por más limpios y ventilados que estén.

¿Y los libros viejos, a qué huelen? Al igual que la piel, la lignina también se oxida, amarillea el papel y desprende un olor avainillado aún más intenso. Esta mezcla de fragancias se suma a los matices de los compuestos químicos empleados en la confección del libro, como el pegamento o la tinta. Los libros viejos están degradados y liberan moléculas aromáticas como el benzaldehído, el etilbenceno y el tolueno, que le dan un toque dulce y almendrado. Hay una molécula que aumenta su concentración en los libros cuanto más antiguos son: el furfural. Es más abundante en las páginas hechas de algodón o de lino que en las de celulosa. Se trata de la sustancia que se utiliza para averiguar la edad de los libros.

Uno de los recuerdos más poderosos en mi relación con la literatura data de febrero de 1989. A horas de yo comenzar la escuela Primaria, mi madre llegó a casa con los manuales escolares recién comprados. Antes de verificar su contenido, abrí el libro a la mitad, hundí mi nariz en las entrañas del papel ilustración y de aquella tinta intenté absorber la más maravillosa música. Nada ha cambiado desde entonces. Tanto en las páginas de ejemplares de librerías de viejo como en la piel de mis hijos o el recuerdo del perfume de mis abuelos, sigo perdido en la misma causa: la búsqueda de la esencia de personas y libros.